Grabado luterano que presenta a la familia de Bach interpretando oraciones matinales / TOBY E. ROSENTHAL

Grabado luterano que presenta a la familia de Bach interpretando oraciones matinales / TOBY E. ROSENTHAL

Letra Clásica

Guía musical contra el desconsuelo

Un viaje sensorial por composiciones que nos permiten contemplar nuestra propia ausencia y nos devuelven a lo sagrado: Bach, Mozart, Haydn Beethoven, Schubert

8 abril, 2020 00:00

“La música es el mayor consuelo ya por el hecho de que no crea palabras nuevas. Cuanto más densamente esté poblada la Tierra y cuanto más mecánica sea la configuración de la vida, más imprescindible tendrá que ser la música. Llegará un tiempo en el que sólo a través de ella podremos escabullirnos de las estrechas mallas de las funciones; y conservarla como una reserva de libertad poderosa y no influida deberá considerarse como la tarea más importante de la vida espiritual futura”. Con este apunte, escrito en 1942, Elias Canetti se adelantó a lo que estamos viviendo en el siglo XXI, cuando esa mecanización de la vida está llegando a extremos de normalidad y aceptación. El mundo que surja de esta pandemia podría ser un lugar mucho más vigilado y tecnificado, en el que el control de los cuerpos pase a ser el objetivo primordial de la política, desahuciando el espacio público y convirtiéndonos a todos en piezas de una maquinaria de producción y espionaje. 

Escuchar música estos días se ha convertido más que nunca en una forma de permanencia. La enigmática frase de Schopenhauer según la cual si el universo desapareciera la música seguiría sonando ha cobrado un sentido inesperado. Se nos ha concedido la inquietante oportunidad de contemplar nuestra propia ausencia. Y ese repliegue invita precisamente a escuchar, que es siempre un ejercicio de suspensión. Las primeras manifestaciones de lo desconocido y trascendente fueron revelaciones auditivas, señales de alerta y peligro, reverberaciones en la cueva que empezaron a conformar el lenguaje musical. El ámbito de lo acústico es siempre el reino de lo sagrado.

El Concerto italiano (BWV 971) de Bach, tocado por el excéntrico y prodigioso András Schiff, es una pieza que transmite la inmediata alegría que se asocia al país al que está dedicada. Tras el allegro, rápido y burbujeante, llega el andante, una composición milagrosa. Uno podría pasarse toda una vida en los primeros compases, con ese latido inicial que parece reproducir el pulso cardíaco y que sirve de preludio al inicio del canto, esas tres notas que Schiff llena de vida como nadie. Hay en la red una clase magistral en la que el propio András Schiff enseña a tocar ese concierto a Christian de Luca, un joven pianista italiano. A la hora de ensayar el andante, Schiff le obliga a levantarse y andar para tratar de encontrar el tempo exacto del movimiento: “¿Cómo andan ustedes en Italia?”. 

Luego se pasa un buen rato intentando afinar con él esas tres notas del cántico (la, sol, la), pero el chico no lo consigue, le salen demasiado secas y rutinarias. Schiff le obliga entonces a cantarlas y sólo así el joven da con la entonación precisa. “Cada instrumento no es sino una representación de la voz humana”, dice Schiff. Son sólo tres notas, pero en ellas se encierra toda una visión del mundo. Para tocarlas como es debido, hace falta algo más que técnica y pericia, algo que tiene que ver con la complejidad de la experiencia y con la conciencia de que esa alegría es una prueba de nuestra provisionalidad. 

Aunque suele ser más recordado por sus cuartetos y sinfonías, Joseph Haydn es también autor de maravillosas sonatas para piano, como por ejemplo la 59 (Hob. XVI/ 49), escrita justo antes de su viaje a Londres y por tanto al principio de su estilo tardío. Cuando se despidieron en Viena, en 1791, Mozart se echó a llorar, quizá previendo que ya no se volverían a ver, como así fue, ya que el discípulo convertido en maestro moriría en diciembre de aquel año. Haydn fue un compositor tremendamente generoso que supo incorporar a su obra última muchas lecciones aprendidas de Mozart, a la vez que anunciaba cosas de Beethoven, a pesar de que éste desdeñara su influencia, al menos en vida de quien había sido su profesor de contrapunto. 

La sonata 59 está dedicada a Maria Anna von Genziger, una dama de la sociedad vienesa, aficionada a la música, por la que Haydn tuvo una faiblesse, fruto, como otras veces, de la infelicidad de su matrimonio, que llegó a alcanzar proporciones grotescas. El segundo movimiento, adagio e cantabile, es especialmente singular. Hadyn se aventura ahí por un territorio desconocido, ensayando un tono severo y misterioso, con un contraste rítmico muy fuerte y arriesgado, teniendo en cuenta lo que hasta entonces había sido su literatura para piano. Algo de la explosividad de Beethoven se oye despuntar. Quizá por ello, el tercer y último movimiento, con tempo de minuet, parece un regreso a casa, a ese espíritu de danza y acuerdo con el mundo que caracteriza toda su obra. András Schiff vuelve a ser aquí un intérprete insuperable. 

George Steiner contó que una vez Lukács, el crítico marxista, le había dicho categóricamente que un artista “es responsable hasta el fin de los tiempos del uso que se haga de su obra”, añadiendo: “no hay ni un sola nota de Mozart que pueda utilizarse para fines sádicos o inhumanos”. Años más tarde, Steiner compartió la idea con el compositor estadounidense Roger Sessions, que se sentó al piano y empezó a tocar el aria de la reina de la noche de La flauta mágica, concluyendo: “Es verdad, no hay ni una sola nota de Mozart que pueda manipularse”. La cuestión es muy relevante y nos obliga a pensar, una vez más, en lo que ocurrió a lo largo del Romanticismo.

¿Qué diferencia, más allá de la descripción técnica e histórica, a Bach y Beethoven? ¿Qué es lo que perdura aún en Mozart? ¿A qué se refería Beethoven cuando, paseando un día con un amigo, le dijo de pronto: “nunca llegaremos a componer como Mozart”? Con respecto a Bach se han dado explicaciones religiosas. Como decía Auden, Bach se levantaba por la mañana y hablaba con Dios. Pero en el caso de Mozart es más complicado. Sólo sabemos que lo que se oye en su obra ya no volvió a repetirse. ¿Devoró la serpiente de la subjetividad la inocente y pura capacidad de celebrar y cantar? ¿Emprendió la música un fatal camino de destrucción cuando trató de convertirse en poesía y concepto? Al final de su vida, Ligeti decía que odiaba sus composiciones y que sólo podía escuchar a Schubert. Es algo que hubiera sido inconcebible antes del Romanticismo.

Además de sus tres últimas sonatas, que suelen citarse como las más complejas, hay una, la décima (K. 330), escrita en 1778, que parece concentrar el universo de Mozart. La pianista rumana Clara Haskil, en la grabación de un recital que dio en Salzburgo en 1957, la tocó en estado de gracia, con una nitidez y una luminosidad portentosas, pero al mismo tiempo con una ceñida hondura. El primer movimiento, allegro moderato, recuerda al Concerto italiano de Bach y suena a paseo por una campiña soleada con fondo de agua resonante, mientras que el segundo, andante cantabile, más lento e introspectivo, introduce, tras la exposición, un tema casi schubertiano, por el equilibro de la frágil alegría que se va atenuando para luego ampliarse, desvanecerse, callar y reaparecer transformado, preparándose, con una tensa morosidad, para rendirse a la conclusión. La ejecución de Clara Haskil es emocionante, por la densidad con que hila esa levedad, como si se callara el resto de la historia. 

Pasar a Beethoven después de estas audiciones supone empezar a hacerse preguntas imposibles de responder. Toda su obra parece llevar la música a un estado de extenuación, agotando las virtualidades expresivas de su arte. Como dijo Brahms, “no saben ustedes lo que es componer sinfonías oyendo a ese gigante avanzar detrás de uno”. Sus sonatas para piano concentran las variaciones y ensayos que determinaron el resto de su producción. En las tres últimas, especialmente –y de un modo particular en la opus 111, de la que se ocupó Thomas Mann en Doktor Faustus–, Beethoven complicó el lenguaje pianístico hasta extremos abrumadores. Si hubiera que elegir una de las sonatas previas para ejemplificar el tránsito que se observa en su obra quizá la más indicada sería la 21 (opus 53), conocida como Waldstein por estar dedicada a su antiguo mentor de Bonn. 

La sonata se compuso en 1803, al mismo tiempo que la Eroica, la obra con que Beethoven revolucionó y amplió el género sinfónico. El inicio del primer movimiento, allegro con brio, parece irrumpir en algo ya existente, con unos tambores que no sabemos a dónde nos van a llevar, aunque luego la insistencia de los motivos acaba generando un tema avasallador que avanza sin vacilaciones, adquiriendo incluso una serenidad inesperada. Pero aquí, a pesar de las tensiones y los contrastes, estamos todavía en un mundo conocido, por así decirlo. Daniel Barenboim, en cualquiera de las integrales que ha grabado, es un maestro consumado en la interpretación de esta pieza, gracias a la intimidad que ha ido trabando con Beethoven a lo largo de su carrera, sin parangón en el resto de su repertorio. Por su parte, Igor Levit, en su integral publicada este año, ha demostrado ser el mejor entre los pianistas más jóvenes.

El segundo y el tercer movimiento anuncian ya lo que será el espectro de experimentaciones de su obra posterior, proponiéndose como ejemplo de composición compleja y arriesgada. Tras una introduzione que suena como un espacio goteante y que prefigura el adagio de la Hammerklavier (opus 106), llena de silencios y tanteos, aparece una melodía de una belleza dolorosa, como recordada y a punto de perderse, que da paso al clímax del rondó final, una explosión genuinamente beethoveniana –de nuevo el paralelismo con la Eroica– que parece dislocarlo todo en una sucesión de oleadas, fogonazos y explosiones. La melodía encontrada resuena a veces como un eco y luego, inesperadamente, reaparece, como una visión paradisíaca que llegara de otro mundo. Pero la violencia resurge y el clímax supera a los anteriores, arrastrando consigo todos los elementos de la pieza a una conclusión rotunda y enfebrecida. Hemos atravesado un mundo y ya nada nunca será lo mismo.

Aunque nunca se atrevió a dirigirle la palabra, por timidez y veneración, Franz Schubert vivió en la misma ciudad que Beethoven y tuvo que componer en la tierra recién quemada que su maestro fue dejando. El día del funeral de Beethoven, el 29 de marzo de 1827, Schubert fue uno de los que acompañó el féretro con una antorcha desde el patio de la Schwarzspanierhaus hasta la catedral de San Esteban. Schubert tenía entonces treinta años y le quedaba apenas un año de vida. Su obra no tiene la complexión de la de Beethoven, pero en cambio parece querer recuperar algo que se había perdido, aunque con una melancolía sintomática y persistente. 

A diferencia de Beethoven, Schubert fue un melodista nato, de ahí su formidable capacidad para componer canciones, género en el que no tuvo rival. Su música, curiosamente, muy pocas veces es elegíaca de un modo ostensible. Casi nunca compone adagios, pero al mismo tiempo la vivacidad de sus partituras está transida de algo indefinible que participa tanto de la alegría como de la tristeza, como un niño que sonriera enfermo de muerte. Escuchando a Schubert uno tiene muchas veces la sensación de que el espectro de Mozart ha reaparecido pero privado de algo, como si le hubiera sido dado conocer el mundo que se oye en la obra de Beethoven y no le hubiera quedado más remedio que admitir una pérdida y aceptar una ganancia. Aun así, Schubert se esfuerza siempre por seguir cantando, aunque las luces se vayan apagando poco a poco. 

En su obra para piano, el ejemplo más cabal para hacerse una idea de su mundo, es sin duda la última de las sonatas, la 21 (Op. posth. D. 960), compuesta el año en que murió. También serviría la 18 (D. 894), cuyo principio sugiere paralelismos con el de la 21. En sus últimas composiciones, Schubert parece saberse condenado y se apresura a dar todo lo que tiene. La 21, que recuerda en espíritu al segundo de los Momentos musicales (opus 94), muy recomendable para el amanecer, ha generado una variedad interpretativa muy rica. Es muy difícil quedarse con una versión, ya que cada una de las mejores ofrece una posibilidad plausible de la partitura. Basta escuchar el principio para entender de lo que estamos hablando. Barenboim, en su integral reciente, no pasa de lo rutinario y explicativo. En el otro extremo, la interpretación del pianista ruso Sviatoslav Richer, de una impresionante lentitud, parece abrir un abismo en cada nota. La respiración es contenida, cada paso es el último, de modo que luego, cuando el conjunto se anima, no podemos olvidarnos de lo que hemos oído al principio, que lo impregna todo de profundidad y vértigo. No hay margen para la inocencia y el olvido. 

Más radical que la de Richer es la versión de la rusa Maria Yudina, aún más lenta y casi intolerable, con resonancias místicas. Es muy posible que Richter la tuviera muy en cuenta para su propia lectura. Tanto la de Richter como la de Yudina son las más espirituales, abren ese “vacío cortante” con el que según Ceronetti se podía definir lo sagrado. Más canónica es la de András Schiff, que irrumpe con mayor seguridad y sin tanta lentitud, acorde con la dinámica de lo que viene luego, avanzando con delicadeza y nitidez, sin apenas gravedad. En esa línea, pero con más énfasis, toca Clara Haskil en el recital de Salzburgo, dando a las primeras notas un vigor casi beethoveniano y depurando el principio de cautela. ¿En cuál de ellas está la verdad? No se puede saber. La música ofrece la posibilidad de escuchar un presente puro y continuo. Y toda las reflexiones que sobre ella nos hacemos se dan cuando hemos vuelto a caer en el cómputo de nuestro tiempo.