Imagen del videoclub Videoinstan, el más antiguo de España / VIDEOINSTAN.NET

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Letra Clásica

El gran videoclub

Video Instan funcionó a la perfección durante la era del VHS y se aclimató muy bien a la del DVD, aunque don Jenaro insistiera en que la cinta era muy superior en calidad

27 abril, 2020 00:00

El primer videoclub de España nació en Barcelona, en la calle Comercio, en 1980. Un año después se trasladó a la que fue su sede hasta 2018, en el número 30 de la calle Enrique Granados, entre Valencia y Mallorca, a un tiro de piedra de la casa de mis padres (primero) y de la mía (después). Se llamaba (y se llama, pues sobrevive a día de hoy, aunque me caiga más a trasmano, en el 239 de la calle Viladomat) Video Instan y fue para mí durante años una especie de hogar (no muy) lejos del hogar. Actualmente, me recuerda al gato cuántico de Schrödinger, que está y no está, que existe y no existe. Lo visito de uvas a peras y, en cierta medida, considero Video Instan un elemento más de mi Barcelona fantasma. Puede que, como decían los Buggles, el video matara a la estrella de la radio, pero es indudable que las plataformas de streaming han desintegrado la industria de los videoclubs en Barcelona y en toda España. La labor de Aurora Depares --la hija de Jenaro y Aurora, los responsables del invento-- es admirable: con la respiración asistida de una cafetería, una sala con 32 butacas, actividades a cascoporro y una moral tan solo equiparable a la de los hinchas del Alcoyano, la buena de Aurora se ha propuesto alargar todo lo posible la vida del moribundo, cosa que espero sinceramente que consiga, pues es una chica estupenda, pero no lo va a tener fácil.

Los años de esplendor de Video Instan quedan atrás, desgraciadamente. A su rebufo, surgieron en Barcelona videoclubs como setas durante los años 90. Mientras la competencia palmaba --los pequeños locales, pero también los de la multinacional Blockbuster, coincidiendo la muerte de éstos con la de otros iconos norteamericanos como Tower Records o (múltiples sedes de) la librería Barnes & Noble--, Video Instan se mantenía a flote durante los primeros tiempos del streaming, aunque sus años dorados fueron ya no los del DVD, sino los de las cintas VHS. Era un negocio que se tomaba en serio a sí mismo, llegando a contar en su archivo con cerca de 50.000 películas.

Hubo una época en la que yo pasaba a diario, ya fuese en busca de alguna novedad o de determinada rareza escondida en un anaquel. Solía cruzarme con Pere Vall, que entonces era el redactor jefe de Fotogramas y del que siempre sospeché que vivía allí tras conseguir que le pusieran un plegatín en algún rincón. Y allí conocí a Miguel Gila, asiduo del establecimiento, siempre con camisa roja y ganas de dar conversación. Los viernes, la visita era más larga, pues en la buena época del VHS uno podía salir de allí con cuatro o cinco películas para el fin de semana. Tras unos años juveniles dedicado a la disolución y el desparrame nocturnos, en los que descuidé bastante mi asistencia a las salas, Video Instan me dio la oportunidad de ponerme al día y les aseguro que no la desperdicié.

Me gustaba mucho también lo que podríamos llamar el factor humano. Puede que don Jenaro fuese más bien adusto, pero su mujer y su hija, las Auroras, eran encantadoras, al igual que la mayoría de las chicas que trabajaban allí (con puntuales excepciones que, carentes de simpatía y de conocimientos, solían desaparecer más pronto que tarde). En cuanto a la clientela, había de todo, incluyendo el usual contingente de frikis que suele congregar el mundo del cine (y el de los comics, pero eso ya es otra historia): mi favorito era el padre de un amigo, sordo cual tapia y cuyo nombre no revelaré, que alquilaba exclusivamente películas de tortazos y explosiones (puede que fuesen las únicas que oía más o menos bien). Daba gusto verlo salir del local llevando en brazos incontables cintas protagonizadas por Schwarzenegger, Stallone o Van Damme.

Video Instan funcionó a la perfección durante la era del VHS y se aclimató muy bien a la del DVD, aunque don Jenaro insistiera, contra toda base científica, en que la cinta era muy superior en calidad al disco. Mientras se producía la escabechina generalizada de pequeños locales, el Gran Videoclub resistía muy dignamente. Hasta que un incremento desorbitado del alquiler --todo el mundo se había dado cuenta de que poseer un local en Barcelona era como estar sentado sobre una mina de oro-- llevó al cierre y a la reapertura en lo que, para mí, bicho de barrio, era el quinto pino. Por eso ahora, para quien esto firma, Video Instan existe y no existe al mismo tiempo. Sé que hay un Video Instan en la calle Viladomat, pero mi Video Instan, el de Enrique Granados, el emporio del cine doméstico, ya solo existe en mi memoria, donde es uno más entre tantos fantasmas de una ciudad que va desapareciendo lenta, pero decididamente.