La diferencia entre un buen y un mal escritor de periódicos –que no otra cosa somos los periodistas– se percibe en apenas una cuartilla, en el quicio de un párrafo, en la elección de un adjetivo. Nuestro oficio es efímero y fugaz, pero a veces nos regala esa eternidad involuntaria que consiste en seguir hablando en una página muda cuya sinfonía interpreta la maravillosa orquesta de la sintaxis años después de que hayamos muerto. Pocos son los periodistas que han logrado este milagro: sobrevivir a sus días trascendiendo su condición de documentalistas, voces de un tiempo y un espacio concretos, relatores de esa forma de prosaísmo que denominamos la actualidad, por no llamarla la vida, la única realidad que tenemos enfrente.
Uno de ellos fue Agustí Calvet, Gaziel, considerado, según Josep Benet, una de las plumas más inteligentes del periodismo catalán del pasado siglo XX. Usualmente se le retrata como un escritor político que defendía la identidad catalana y las bondades de la España de la periferia en un país dominado por el rudo centralismo castellano. Ya saben: uno de esos catalanes educados que se pasan la vida pidiendo comprensión a los demás e intentando que sus compatriotas entiendan que ellos son distintos.
Gaziel, que era ampurdanés, igual que Pla; y conservador, como el autor de El cuaderno gris, y un intelectual crítico al que los sectores sociales que más tarde se venderían a la dictadura siempre acusaron de no ser beligerante con el franquismo, tuvo que reinventarse a sí mismo dos veces en su vida. Primero, cuando el destino le conducía –en volandas– a una envidiable carrera académica como profesor universitario de Filosofía; después, tras la Guerra Civil, como editor en Plus Ultra, la casa editorial donde se refugió cuando su estrella profesional como periodista resultó demasiado brillante para la prensa servil de la dictadura.
Su historia se parece a la de Syd Barrett, el fundador de Pink Floyd: alguien con la luminosidad de un diamante cuya luz deslumbra muy pronto para apagarse antes de tiempo. Francesc-Marc Álvaro, profesor en la Ramón Llull, dice que era un tipo racional e independiente, un carácter contenido, que escribía con afán constructivo, a la europea, y que soñó con una Tercera España en la que Cataluña y Portugal formarían con Castilla una república federal, utopía imposible porque los ibéricos solemos dedicarnos a darnos garrotazos en lugar de caminar en la misma dirección. Pla lo calificó como un escritor de periódicos extraordinariamente inteligible –se le entendía todo– e indudablemente escéptico. Alguien capaz de criticar a unos y a otros, incluidos los suyos, que entonces dejaban de inmediato de ser los suyos. Méritos indudables que el periodismo español no ha sabido conservar.
Retrato de Agustí Calvet, 'Gaziel' / BIBLIOTECA DE CATALUNYA
Procedía de una familia acomodada. En su juventud se había movido en el entorno del Noucentisme (catalanismo), movimiento cultural y político de inspiración burguesa que pretendía influir en las élites. Estudió Derecho porque su padre lo soñó notario, pero terminó cambiando las leyes por las letras, materia en la que se doctoró –en Madrid– en 1908 con una tesis sobre Anselmo Turneda, un monje mallorquín del siglo XIV que abrazó la fe musulmana, autor de obras como Regalo del inteligente que trata de la refutación de los secuaces de la cruz y creador –no es broma– de las primeras profecías en catalán. Tras salir indemne de estos trances y pasar un tiempo a la sombra de Prat de la Riba en el Instituto de Estudios Catalanes, se marchó a París en busca de una cátedra improbable. Mientras ampliaba sus estudios de Filosofía vivió en una buhardilla de estudiante tísico y bohemio, un Parnaso donde sólo subía libros y señoritas.
Corría 1909. Como las facturas inundaban su buzón, se le ocurrió que podía ganarse unos duros (antiguos) si enviaba cuartillas a la La Veu de Catalunya, el periódico de la Lliga Regionalista, un diario de provincias escrito en catalán. Caer en el periodismo de una forma tan tonta –por necesidad– era, sin duda, un desperdicio intelectual para un joven tan prometedor, pero los acreedores amenazaban su celda y, como escribió Francisco Umbral en su Trilogía de Madrid, una de sus múltiples memorias literarias, “algo había que hacer, coño, algo había que hacer”.
Los artículos se los aceptaron, pero la pasta –¡atención, autómatas del periodismo: quince pesetas por pieza!– tardó más de un año en llegar. Gaziel (así firmó sus primeras crónicas para no contaminar su nombre con el desprestigio de las gacetillas) se topó entonces con el estallido de la Primera Guerra Mundial y la demanda de noticias hizo que empezase a colaborar con La Vanguardia, el periódico de los Godó, que publicó los artículos de un desconocido que pronto dejó de serlo. Quince años después el debutante llegaba a la dirección del periódico. En 1933 era una firma cotizada dentro de la profesión y había abandonado definitivamente sus aspiraciones académicas por el periodismo.
Al oficio, donde pululaban cotillas, escritores que querían ser políticos, políticos que no sabían ser escritores y un ejército de egos frustrados, aportó su enorme bagaje intelectual, una soberbia capacidad de análisis y la mirada distante que aprendió de la filosofía. Cosa imperdonable: Gaziel era un periodista que escribía muy bien y (algo aún peor) pensaba con autonomía. En esa época empezó a publicar artículos en El Sol de Madrid, un periódico reformista apadrinado por Ortega y Gasset. Principalmente escribía del carácter, la cultura y las aspiraciones del catalanismo, a modo de pedagogía ilustrada para dar a conocer las razones de la supuesta singularidad catalana. Estas crónicas son las que ahora ha recuperado la editorial Península en un libro extraordinario –¿Seré yo español?– editado por Narcís Garolera y prologado por Francesc-Marc Álvaro.
Josep Pla y un Gaziel crepuscular, en 1962, en Pals / BIBLIOTECA DE CATALUNYA
Lo que retratan estos textos es a la España que sale de la Restauración, ese antecedente de la Transición, y entra en la dictadura de los espadones de Primo de Rivera, recibido como un militar reformista y despedido como un reaccionario. Gaziel intenta explicar su particular Cataluña –esa otra España– en un ambiente hostil y sordo, pero sin entregarse tampoco a las consignas del romanticismo nacionalista, que siempre le reprocharía que no escribiera en catalán. Lo que los Godó le censuraban en La Vanguardia –a pesar de ser uno de los directores adjuntos era visto como un impertinente librepensador– lo desviaba a El Sol. Como periodista, consiguió el pleno: el independentismo lo odiaba por considerarlo tibio, la izquierda por defender la cultura democrática de la burguesía y su periódico, de tradición acomodaticia, terminó poniéndolo en la calle cuando incluyó el término “española” en su cabecera para adaptarse mejor al nacional-catolicismo.
Todas estas conquistas profesionales se vinieron abajo con la Guerra Civil. Igual que Baroja y Chaves Nogales –“acabaremos en una pensión de París”–, Gaziel se larga, tras recibir amenazas directas de los anarquistas y los fascistas de Barcelona, con una mano delante y otra detrás. En Francia resistió hasta 1940, cuando el avance nazi y la imposibilidad de emigrar a Colombia le obligaron a regresar para enfrentarse a un proceso político que le aguardaba desde su partida. Salió absuelto, pero recibió una condena perpetua: el ostracismo profesional. Se quedó en Madrid, cambió de oficio –se hizo editor– y en 1953 volvió a escribir en catalán. Básicamente, libros de memorias y viajes.
Los artículos de ¿Seré yo español? certifican la incomprensión mutua entre las élites políticas y económicas de Cataluña y Madrid; las primeras, proteccionistas con sus negocios y quejosas con el Estado; las segundas, ciegas ante la realidad de una España asimétrica. Su actualidad no puede ser mayor. No sólo por los asuntos políticos que trata –Gaziel era un republicano federalista más que un nacionalista– sino por el estilo, clarividente y exacto, con el que se expresa este periodista total, perteneciente a una estirpe que prácticamente ha desaparecido de la prensa española.
Los artículos de El Sol explican también las razones del fracaso del ingenuo sueño de concordia entre las tribus ibéricas. Y nos devuelven a un periodista culto y (que debería ser) de culto. Alguien capaz de perpetrar una obra maestra como el artículo Autobiografía de un seudónimo, publicado en La gaceta literaria en 1927, donde explica cómo eligió su particular demonio mediante un desdoblamiento figurado e irónico donde su alias nos confiesa cómo Agustí Calvet, ciudadano de carne y hueso, triunfa bajo otro nombre, su máscara, la voz que cuenta –como nadie– la unánime traición de las élites de Madrid y Barcelona a la Segunda República. Sólo por esta pieza Gaziel merecería pasar a la historia del periodismo español.