'El 3 de mayo en Madrid' (1746-1828), pintura del artista Francisco de Goya sobre el levantamiento español contra los franceses

'El 3 de mayo en Madrid' (1746-1828), pintura del artista Francisco de Goya sobre el levantamiento español contra los franceses

Letra Clásica

'Contra los franceses': la obra maestra de Arroyo-Stephens

Lo más admirable de este libelo de orgiástica diversión, breve, nervioso, cultísimo, con su tono engolado y furioso, es que se publicó anónimo

23 agosto, 2020 00:00

¿Se acuerda alguien de Xavier Domingo? Fue un hombre que tuvo su importancia en los escenarios de la política y del periodismo durante la Transición, adornado con cierta leyenda conspiradora, y que también tuvo sus pujos de literato, su fama de gastrónomo y de dandi. Cultivaba una presencia esforzadamente llamativa en la esquina de la barra del Giardinetto, desde donde me ofrecía su perfil algunas madrugadas, luciendo un sombrero de ala ancha, un robusto habano y cierta sonrisa de guardián de secretos no del todo convincentes.

Era barcelonés, había vivido durante veinte años como corresponsal en París, donde frecuentó… ¿a quién? A gente importante, sin duda. Sé que escribió cuatro novelas, y otros libros influyentes. ¡Ay! De lo que hizo en este bajo mundo y en París Xavier Domingo no tengo una idea precisa, pero recuerdo que cuando coincidía con él en esa y otras barras le observaba con el rabillo del ojo, como a un enigma, pues me habían dicho que él era el autor de un hilarante libelo contra los franceses. Que era una diatriba brutal, desacomplejada, injusta, arbitraria fingiéndose rigurosa, iconoclasta, y magnífica de retórica, irracional y avasalladora como una carga de la caballería, contra la cultura francesa y Sobre su nefasta influencia, que era el subtítulo; y ello en un momento en que la cultura francesa era la cultura tout court, por lo menos para nosotros, que aún no habíamos frecuentado ni el legado austriaco ni el anglosajón.

Pero lo más admirable del libelo Contra los franceses quizá fuera precisamente que se publicase anónimo. Escribir aquella orgiástica diversión, breve, nerviosa, cultísima, con su tono engolado y furioso, y publicarla como “anónimo”… Pero ¿por qué? Algunos seguro que estaban en el secreto desde el primer momento, pero nosotros no. Como venerábamos la literatura, que nos parecía “la vida verdadera”, escribir aquel libro magistral y ocultar la autoría nos parecía el gesto de suprema chulería, como desbancar la ruleta del Casino de Niza y pasar de recoger las ganancias porque una chica graciosa acaba de invitarte a una fiesta en su casa, te encanta su vestidito metálico de Paco Rabanne y lo que se adivina debajo, y te parecería ordinario presentarte con los billetes asomando de todos los bolsillos y cayéndose al suelo a cada paso…

Aquella condición anónima tuvo la fantástica consecuencia de que en años sucesivos me empujó a admirar a otros a quienes, como a Xavier Domingo, también se atribuía la autoría: Antonio de Senillosa, Arrabal, etcétera, gente afrancesada y con sentido del humor cierto. Solo por sospechar de ellos ya me parecían gigantes. Me lo siguen pareciendo, ya que los recuerdo. Yo imaginaba a todos esos señores sucesivos escribiendo el libelo furtivamente, en sus casas, de noche, y los imaginaba riéndose para sus adentros cuando alguien delante de ellos celebraba el libro y se lo atribuía a otro.

Luego los descartaba a todos por inverosímiles. Nadie parecía digno de haber escrito aquel libro tan divertido. Así que durante algún tiempo incluso alenté el propósito de difundir la especie de que el autor verdadero era yo. “Recoge”, me decía a mí mismo en las altas madrugadas, “esa bandera que está en el polvo”. Pero se impuso la sensatez, también me descarté. ¿Quién, en el coro de los ángeles, me hubiera creído? Y por fin trascendió que Contra los franceses (Sobre su nefasta influencia) era obra del editor, erudito y autor Manuel Arroyo-Stephens, que ha muerto en su casa de El Escorial este verano de 2020.

En las últimas ediciones ya firmaba el libro, y lo acompañaba de un prólogo que lo desmerece un poco, explicando que si en su momento escribió tan feroz diatriba fue en realidad para sacudirse el peso abrumador del respeto, o el complejo de inferioridad ante una cultura monumental que en realidad le abrumaba con sus logros. ¡Hombre, ya lo imaginábamos, no se nos hubiera ocurrido tomar en serio el “Panfleto”! No eran precisas tales aclaraciones que diluyen la furia del texto en la atmósfera tediosa de lo razonable y del sentido común.

Bajo un epígrafe de Schopenhauer, Siempre su vanidad fue mayor que su talento, y tras una página que lleva como ilustración un fragmento revelador de un retrato de Luis XIV del que solo se puede ver, sobre un faldón de la capa de armiño, la ridícula pierna del Rey sol envuelta en leotardo rosado y calzado con un escarpín con tacón, la primera frase del libro decía aproximadamente lo siguiente (cito de memoria):

De un tiempo a esta parte he venido a pensar que no es el menor, entre los males que a la cultura europea aquejan, el hecho de que Francia, un país tan grande y tan poblado, venga a situarse precisamente donde se halla: en medio de las vías de comunicación entre los países europeos verdaderamente creadores de cultura, que son Alemania, Gran Bretaña, España e Italia. A continuación, especula con la idea de que Francia no sería tan irritante y dañina como lo es si en vez de estar en el centro del Viejo Continente estuviera, “por ejemplo, donde ahora está Australia”, en cuyo caso contemplaríamos a los franceses como a una extravagancia quizá hasta simpática, como a los canguros; pero no, Francia se halla allí en medio, interrumpiendo la comunicación de los verdaderos creadores, deformando sus logros… y apropiándose de ellos, como consumada urraca ladrona de todo lo que brilla y hace pasar por suyo. Tesis que queda ilustrada, siguiendo cronológicamente la historia de las naciones, de una manera ciertamente discutible, pero lo que importa aquí es sobre todo el arrebato, el entusiasmo.

Tuvo el acierto Arroyo-Stephens de acabar su diatriba en los albores del siglo XIX, anunciando una segunda parte dedicada a los siglos XIX y XX que no llegaría nunca: demoler el siglo de Flaubert, de Verlaine, de Chateaubriand, es más comprometido que reírse de las contradicciones de Rousseau y de Voltaire, y más difícil que hallar el sustrato español aguado y desfigurado por los plúmbeos alejandrinos de Molière y Corneille. En esa última edición hizo un tímido intento de acometer esa empresa, señalando, por ejemplo, que los grandes artistas franceses de la modernidad eran todos españoles, belgas o italianos, y recurriendo incluso a cartas marcadas como recordar que Stendhal se hizo enterrar como “Henri Beyle, milanés”…

Tesis muy aventuradas. Se notaba que prolongar la ingente tarea le superaba o que le podía la pereza, o que, pasada y ya tan lejana la desenfadada juventud, le dolía reírse de cosas que en el fondo le parecían sagradas. Pero con lo ya logrado se ganó nuestra admiración y gratitud, no solo a él que era el único con el humor y la cultura precisos para escribir ese libro y hacernos reír tanto de los franceses y de nosotros mismos y nuestro propio complejo cultural, sino también gratitud a Xavier Domingo, Senillosa, Arrabal y otros que no tenían en realidad nada que ver con aquellas páginas pero a quienes inevitablemente asocio también con ellas. Es decir que lo que hizo Arroyo-Stephens al escribir el Libelo es lo que hace la buena literatura: encantar el mundo, hacer la vida interesante.