'Homenot' Claudio López Lamadrid / FARRUQO

'Homenot' Claudio López Lamadrid / FARRUQO

Letra Clásica

Claudio López Lamadrid: Dios no tiene reloj

El gran director literario de Penguin Random House ganó la batalla de ultramar, la misma que desechó Carlos Barral y la misma que negó Pere Gimferrer

18 enero, 2019 00:00

"Mi amor me dejó ayer". Así lo escribió Ángeles González-Sinde, la exministra de Cultura de Zapatero en Instagram; y la frase acompaña a una instantánea tomada de un retrato de Claudio López Lamadrid, que murió el viernes, 11 de enero, de manera repentina en su propio despacho de Penguin Random House. Su desaparición, a los 59 años, rompe uno de los puentes más sólidos que se han establecido entre España y Latinoamérica, el más significativo desde que Carmen Balcells acomodó a García Márquez y Vargas Llosa en el Sarrià dulce de los sesenta, mientras eclosionaba el boom y mucho antes de que los dos grandes de la narrativa castellana de la última centuria llegaran a su cénit. López Lamadrid se hizo editor en la Tusquets de Beatriz de Moura pero pronto desbordó a la elegante boutique de las letras para instalarse en los sellos multinacionales de la edición, basados en las economías de escala, que permiten apostar, perder y ganar, todo al mismo tiempo. 

Era el heredero natural de Carlos Barral, Víctor Seix, Esther Tusquets, Rafael Borràs, Jaume Vallcorba o Jorge Herralde, pero muy pronto se vio montado en un mastín de presencia gigantesca y voracidad sin fin. Llegó a Grijalbo Mondadori en 1997 para ocupar la vacante de Daniel Fernández y fue justamente entonces, al filo del fin de siglo, cuando se gestó la actual Random House, tras el desembarco de Bertelsman, conducida por Ricardo Cavallero, "uno de mis mentores", decía Claudio. Y el todavía joven editor lo supo aprovechar al vuelo aupando un catálogo indiscutible en el que se cruzan las dos Américas, la del Norte y la de México, Centroamérica y el Subcontinente, como le llaman a Latinoamérica los análisis económicos de la Cepal, el think tank de la izquierda lacerada y en trance de extinción. Fusionó las Américas, eso sí, mirando al París de François Gallimard, al encargarse de editar en español lo mejor del mítico sello galo.  

Las dos últimas décadas le pertenecen a Claudio; ganó la batalla de ultramar, la misma que hace ya mucho tiempo desechó Barral antes de rectificar e inscribir el primer boom en el Premio Formentor; la misma batalla que negó Pere Gimferrer antes de conocer y cartearse (en un intercambio epistolar de densidad y belleza) con Octavio Paz. López Lamadrid entró de primeras: crítico literario, traductor de autores como Tom Epanbauer y, ya de lleno en su oficio de editor, apostó con una mano por noveles como César Aira, Samantha Schwebling o Fernanda Melchor y con la otra acompañó a consagrados eternos con el Nobel a cuestas, como Coetzee, Orhan Pamuk o Naipaul.

Había aprendido el oficio desde cero: transportó cajas de libros en la sede de Tusquets, junto a Beatriz de Moura y de su tío Antonio López Lamadrid. Y justamente allí le tocó la lotería de los que te muestran el camino moralmente recto de la pasión por tu trabajo, con ventajas de niño estudioso, como la beca por ósmosis que le condujo hasta París, a los pies del Christian Bourgois, el magnífico. Claudio aprendió a batirse el cobre muy pronto ante la mirada de Bourgois el hombre de la editorial homónima, a medio camino entre la divina Gallimar y la satánica Èditions les Autres, el mismo que en 1989 publicó los Los versos satánicos de Salman Rushdie.    

"Dios no tiene calendario ni reloj", recordó en su homilía el sacerdote que ofició el sepelio de Claudio López Lamadrid en el tanatorio barcelonés de Sant Gervasi. Casi mil personas (editores, escritores, gentes de letras de orígenes muy diversos) despidieron la ausencia del editor a destiempo, pero hecha realidad después de haber sido costumbre sus espantadas en momentos casi siempre inolvidables, a los que él, hombre de corazón, retornaba pidiendo el perdón elegante del que sabe disculparse a sí mismo ante los otros.

A Claudio y Sinde les presentó Carmen Balcells en 2013, el mismo año en que la exministra resultó finalista del Planeta, como recordó ella misma en un artículo-despedida, publicado el pasado domingo en El Periódico. Sin pretenderlo, Sinde nos acercó al puente establecido entre la cornisa cantábrica y nuestras costas por parte de los López --descendientes del primer Comillas, el marqués de la Transatlántica y de las Reales Atarazanas de Barcelona-- y del penúltimo marqués de Lamadrid, Javier López Lamadrid y Satrústegui, padre del editor. 

La despedida triste de Sant Gervasi reunió a todo el mundo de la edición, (Sandra Ollo, de Acantilado/Quaderns Crema; Juan Cerezo, de Tusquets; el presidente del Gremio de Editores de Cataluña, Patrici Tixis; y también Ofelia Grande de Andrés, de Siruela… y competidores como Jesús Badenes, responsable de la división de Librerías de Planeta). Estaban desde los cachorros del sector (Aniol Rafel, de Edicions del Periscopi; Luis Solano, de Libros del Asteoride; Eugènia Broggi, de l’Altra Editorial…); a los libreros Pisón o Lluís Morral, de Laie; desde agentes literarios hasta contados políticos, entre los que no estaba la consejera de Cultura de la Generalitat, Laura Borràs, que a la misma hora fue a visitar a los políticos presos.

Alguien dijo que su catálogo es ahora la auténtica biografía de López Lamadrid; y aunque corrió la voz, es algo imposible de creer de un hombre que no iba en busca de libros para vender sino del paisaje mental de cada quien, para exponer. Claudio recorrió ferias y festivales para cerciorarse de que Latinoamérica es todavía hoy el presente de la edición en lengua castellana.

En España, disfrutó de Marsé y Javier Marías, los mejores, aunque no consiguió reunirlos a ambos bajo su catálogo. Sostuvo, eso sí, a James Ellroy, Javier Cercas y Phillip Roth. Desde el altozano de Penguin Random House todo es tuyo o muy pronto será fruta madura; lo que yo no tengo todavía --la sintaxis nemotécnica de Sánchez Ferlosio, pongamos por caso-- será mío tras culminar el próximo proceso de concentración del mundo editorial, convertido ya en una disputa de dos gallos, Random y Planeta, con la panza llena de sellos maravillosos (Anagrama, Lumen, Alfaguara, Debate, et..) en los que publican los mejores. Ante cualquier pluma ascendida a los altares de reconocimiento, él pudo haber pensado bondadosamente así: cuando alguien pronuncie tu nombre, yo solo tendré que acogerme al método paranoico-crítico inventado por Salvador Dalí; pasará un ángel y habrás caído en mis redes.

"Solo por haber editado a David Foster Wallace, para mí ya era un héroe. Me decía, como a todas, querida, y a mí me encantaba porque sonaba a verdad", ha escrito en El País Leila Guerreiro con garbo emocionado y tierno. Claudio, eso sí, apostó por los suyos, los que le llamaban el Gran Timonel, el grupo de capa y espada: Rafael Gumucio, Patricio Pron o Rodrigo Fresán con el que ideó el sello Caballo de Troya, para dar espacio a las primeras novelas de jóvenes autores, o el Mapa de las Lenguas, para hacer que los libros en español viajaran fuera de las fronteras. 

Después del gentío desbandado de aquella fría mañana del adiós en Sant Gervasi llegaron los intercambios menores, el hotium terapéutico, a dos o tres voces como máximo, el momento de auténtico dolor por el amigo que se acercaba como un tumulto sin dejarse ver, y que ahora ya no verás. "Es imposible entender la literatura escrita en español del último cuarto de siglo sin el trabajo de Claudio", colgó en un digital el más rápido de los nuestros, Ricardo Cayuela.

En el tanatorio, alguien --¿el mismo Claudio, desde la laguna, todavía con las dos monedas de Caronte en el bolsillo?-- prohibió las identidades, las lenguas y las edades. Fue su hermana Miriam la que desveló que en casa le llamaban Toti: "Se nos va Toti", el que "transmitía que todo saldría bien", con esa imagen suya de invulnerabilidad, siempre fiel a sí mismo en su huida eterna. En estas misma páginas de #LetraGlobal, uno de sus amigos y colaboradores, Andreu Jaume, lo compara con el Próspero de La Tempestad de Shakespeare y, al final de un texto evocador y culto, le dedica un poema de Auden, el bardo preferido de ambos. 

Cuando, en el tanatorio, Ignacio Echevarría culminaba su recuerdo al amigo fallecido, "presencia sólida, imponente", la ceremonia tocaba a su fin. La gente se movió sin avanzar apenas hacia la puerta a base de amigables empellones y el recuerdo difuso para algunos del Claudio claustrofóbico sentado junto a la puerta en las cenas de trabajo. Y con la voz de Raul Zurita suspendida en la megafonía… "que la vida se nos fue entre los dedos / guárdame todavía en ti"…