Cervantes: Barcelona, la Troya de don Quijote

Cervantes: Barcelona, la Troya de don Quijote

Letra Clásica

Barcelona, la Troya de don Quijote

Cervantes, que llevó al caballero andante a la Ciudad Condal para desmentir a Avellaneda, desmonta el heroísmo de su criatura y la precipita hacia la muerte

3 abril, 2018 00:00

La muerte de don Quijote, uno de los pasajes más tristes de la historia de la literatura, sucede, exactamente igual que en la vida, cuando su protagonista ya está muerto; ido, según la terminología piadosa. Así son las cosas: uno se muere mucho antes del instante postrero, por lo general sin adivinarlo; y, casi siempre, con anterioridad a sus propias exequias. Cervantes manda a don Quijote a morir a su aldea –la Argamasilla figurada de los académicos– pero quien dispone allí del lecho largamente perdido no es ya el caballero andante, sino un Alonso Quijano al que unas extrañas calenturas, o la melancolía, el más nocivo de los humores del cuerpo, extinguen tras hacer testamento y renegar –ante testigos– de sus locuras. Don Quijote, que no es una persona, sino un espíritu con la forma difusa de un memorable personaje, no muere en realidad en la Mancha. Lo hace mucho antes en Barcelona, aunque esto sólo se comprende si se repara en el preludio que el hidalgo demediado pronuncia en el momento de decir adiós a la Ciudad Condal, el lugar de su caída: 

–“¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se oscurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!”. 

Captura de pantalla 2018 03 30 a las 13.52.00

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Primera edición de la Segunda Parte de El Quijote (1615) / BNE

No parece un epitafio –más bien se trata de una endecha negra– pero sus palabras anuncian el viaje hacia el país del que ya no se vuelve más. Por eso es el momento de la novela que elige el héroe para despedirse: “Atrevíme, en fin, hice lo que pude, derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir con mi palabra”. La derrota personal no se justifica en esta ocasión en función de un encantamiento u otro tipo de sortilegio mágico. Lo que se nos muestra es la amarga aceptación del inevitable destino y una desesperanza pálida, que es la natural de la muerte que se sabe inminente, cuyo principal síntoma es el fingimiento ante los demás. Por eso el caballero andante, delante de Sancho, simula que su retorno tierra adentro es un mero inconveniente temporal –“un noviciado de un año”– cuando sabe de sobra que el camino que emprenden carece de retorno. 

Espacio metafórico

Barcelona, dentro de la novela cervantina, funciona como un espacio metafórico. Es mucho más que una geografía o, como ha destacado la crítica contaminada por el nacionalismo, cuyos desvaríos han alcanzado lo antológico, el retrato de una España imperfecta y asimétrica. La Ciudad Condal representa el territorio de la derrota, el lugar donde el Caballero de la Triste Figura es vencido por la inseguridad y sus sueños quedan destrozados por la rotundidad de los hechos. Como señaló Martín de Riquer, maestro de medievalistas, en sus Aproximaciones al Quijote, el desencanto (mortal) del personaje no está, como tantas veces se ha repetido, en el contraste entre el idealismo del héroe y la prosaica y vulgar realidad, sino en lo que sucede en Barcelona: “Todo el ardor caballeresco de don Quijote se desmorona y se aniquila cuando el hidalgo es situado frente a lo que exige valentía y heroísmo”. ¿Quiere decir esto que don Quijote, el esforzado caballero, era un cobarde? Más bien confirma, como sugiere Riquer, que su locura era básicamente intelectual y libresca. En contacto con la realidad se derrumba, dejando a la criatura cervantina sin un asidero al que acogerse. 

El Quijote de Barcelona es un héroe profundamente humano, al contrario que el modelo artificial que canonizaron los libros de caballería y replica con ingenio, en busca del efecto burlesco, la primera parte del relato cervantino

El Quijote de Barcelona es un héroe profundamente humano, al contrario que el modelo artificial que canonizaron los libros de caballería y replica con ingenio, en busca del efecto burlesco, la primera parte del relato cervantino. Barcelona es donde la realidad irrumpe en la obra de ficción, al contrario de lo que venía sucediendo hasta entonces en la novela, cuyo eje era justo el contrario, al ser la fantasía (los disparates de don Quijote) la guía básica de la narración. En la Ciudad Condal el caballero andante, como reacción ante el impostor creado por Avellaneda, se presenta a sí mismo como un personaje real –la paradoja es que lo hace desde su condición de criatura ficticia– y vive episodios que no puede interpretar con el código cerrado de los libros de caballería porque no responden a ningún plan preestablecido, al ser consecuencia de lo imprevisto. El Quijote no llega a Cataluña por azar. Lo hace para desmentir un hecho histórico: la aparición, en 1614, un año antes de la publicación de la auténtica segunda parte, y unos meses antes de la muerte de Cervantes, del Quijote apócrifo, que sitúa al héroe y a su escudero en las justas de Zaragoza, siguiendo el plan enunciado en una primera parte que, como el Amadís de Gaula, en realidad reúne cuatro libros diferentes. 

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Don Quijote entrando en Barcelona / Luis Tasso (1894)

El escritor castellano recibe con desagrado la novela que le roba a su criatura –cuyo pie de imprenta dice que fue compuesta en Tarragona, en la imprenta de un tal Felipe Roberto, un dato que forma parte de los múltiples despistes del falsario Avellaneda–, y decide usar un personaje inventado por su enemigo –Álvaro de Tarfe– para desmentir el relato de su gemelo. Es entonces cuando desvía a sus personajes a la costa catalana, coincidiendo con las fiestas de San Juan, para enfrentarlos por primera vez con la cruenta realidad, en vez de mantenerlos a salvo en su mundo de fantasía. Si hasta entonces el hidalgo confundía a los molinos con gigantes, consideraba yelmo de Mambrino a la humilde vacía de un barbero o veía en una labradora a Dulcinea del Toboso, los personajes con los que se encuentra en la Ciudad Condal son absolutamente ciertos; incluso, como sucede con el bandolero Roque Guinart, históricos.

El giro de la fortuna

La España que muestra la novela –rural, primaria, falta de cualquier encanto, aburrida– se torna en Barcelona conflictiva, sangrienta, terrible y cruel. El viaje a Cataluña es una perfecta anagnórisis: el punto exacto de cambio en la trayectoria del héroe, el momento en el que su fortuna gira. Desde la perspectiva disparatada del hidalgo, la capital catalana representa el inframundo. Es una sociedad marcada por el enfrentamiento civil entre distintos bandos, representado aquí a través del bandolerismo, y donde el carácter de la gente se caracteriza por la doblez de espíritu. Los personajes con los que don Quijote se relaciona simulan ser gente hospitalaria y abierta, pero bajo esta fachada idílica, que es la que algunos han cantado en exceso, esconden relaciones de intereses y poder –los nobles, por ejemplo, usaban como sicarios a las cuadrillas de bandoleros– propias de una sociedad corrupta. Esta ambivalencia entre lo que se es y lo que se representa se concreta en la misteriosa figura de Antonio Moreno, padrino proyector de Roque Guinart, un dudoso noble de sospechosa fortuna que ejerce de anfitrión del caballero andante y su escudero en Barcelona con el afán de reírse, exactamente igual que los Duques, de sus fantasías caballerescas. 

El desencanto quijotesco nace de esta amarga aceptación: no basta soñarse un héroe para serlo. La revelación tiene lugar en una ciudad donde los ideales caballerescos no existen y donde el caballero manchego contempla el mar justo antes de ser humillado

Paradójicamente, como señala Martín de Riquer, siendo Barcelona el espacio más propicio para que don Quijote puede vivir verdaderas aventuras –las hazañas que se sitúan en la Mancha son figuradas– en la capital catalana el personaje cervantino parece encogerse y adoptar un papel secundario. Lo hace en la batalla naval o con la soldadesca de los bandoleros. El motivo es la duda ante realidad, que erosiona el universo onírico en el que mentalmente vive el personaje. En la última parte de la novela, don Quijote contempla la sangre real –la de Claudia Jerónima y la que derraman los ajusticiados– frente a la sangre “industrial” del relato de las bodas de Basilio y Quiteria. La batalla contra el Turco tampoco es una invención, sino un hecho –véase el episodio de la batalla naval– que le hace sentir miedo y le sitúa frente a sus contradicciones. Por primera vez don Quijote puede vivir la vida heroica que ambicionaba pero se siente incapaz de hacerlo, quizás porque, sin dejar de ser una criatura de ficción, y aquí radica el extraordinario talento de Cervantes, comienza al mismo tiempo a tener plena conciencia de que su verdadera naturaleza sólo es fantasiosa, lo cual explicaría que, frente al apócrifo de Avellaneda, se presente como un héroe real, de carne y hueso. El desencanto quijotesco nace de esta amarga aceptación: no basta soñarse un héroe para serlo. La revelación tiene lugar en una ciudad donde los ideales caballerescos no existen y donde el caballero manchego contempla el mar justo antes de ser humillado. 

Gustavo Doré

Gustavo Doré

Don Quijote esperando el alba en la playa de Barcelona / Gustavo Doré

Allí, en la Barceloneta, “esperando el día”, sumido entre la oscuridad y un alba que no llega, como retrata Gustavo Doré en una de sus famosas ilustraciones, es donde don Quijote comprende que su carrera no va a ningún sitio. Su heroísmo abstracto se derrumba. “En el litoral de Barcelona, frontera de España” –explica Martín de Riquer– “coinciden la crisis del protagonista, la de su utopía y la de la novela heroica”. La derrota ante Sansón Carrasco, camuflado bajo la identidad del Caballero de la Blanca Luna, pone término a un descenso a los infiernos que comienza en el palacio de los Duques y se repite cuando su anfitrión barcelonés lo pasea como si fuera un mono de feria. Con el fracaso de su personaje, sin embargo, Cervantes construye su victoria como escritor. Su fábula vuelve del revés la tradición literaria previa, crea la primera novela moderna –una antinovela, capaz de reflexionar sobre sus límites–, y enuncia por primera vez la noción contemporánea del heroísmo, que se basa en su contrario. Desde entonces ya sabemos cómo debemos asumir nuestras propias derrotas.