José Carlos Llop en la Biblioteca Infanta Elena de Sevilla / LUIS SERRANO

José Carlos Llop en la Biblioteca Infanta Elena de Sevilla / LUIS SERRANO

Letras

José Carlos Llop: “Nuestro pecado como país es sobrevalorar el ingenio frente a la inteligencia”

El escritor mallorquín, que reúne sus últimos cinco poemarios más un inédito en ‘Mediterráneos’, habla de la profunda herencia de la cultura clásica, Europa y el impacto de las ciudades de su vida

28 julio, 2022 14:50

Desde hace seis años que no publicaba poesía y ahora vuelve a hacerlo con una suerte de antología: Mediterráneos (Fundación Lara), donde aparece un poemario inédito –El árbol de los cormoranes– y la primera traducción de Quartet, que publicó originalmente en catalán. Escribe diarios, novelas y artículos, pero se define como poeta. Miquel Barceló le ha hecho un bello dibujo para el libro. Tiene la piel levemente tostada, como si Mallorca le diera tanta paz como color. Gran conversador. Antes de empezar la entrevista, diserta sobre qué significa la cultura y, al despedirse, la entrevistadora deja el cuestionario en una papelera. (Encantada, por cierto).

–La cultura solo se valora si viste. Se oyen muchas tonterías sobre la cultura, como si fuera una compañera de viaje en un crucero (hace un gesto, como el que se asomase en la barandilla de un barco). En serio, el mejor destilado de todos nosotros en el tiempo es la cultura, la civilización, lo que nos define como humanidad. (Sonríe, con el libro en la mano). Barriendo para casa, diría que la cultura es el Mediterráneo.

–¿Sin exagerar?

–Nada. El peso civilizatorio es la narrativa que hemos hecho. Europa tiene eso, la narración, la narrativa. Pero en el Mediterráneo está todo: el viaje, la religión, la poesía, el arte, el pensamiento, el comercio, la guerra (el tono va in crescendo, aunque en ningún momento suba la voz). Todo está en la Odisea de Homero. Sin el Mediterráneo, Europa no se habría dado. Incluso la Europa del Norte, la de los calvinistas, tampoco sería igual sin el Mediterráneo.

José Carlos Llop

– ¿Y sin el cristianismo?

–Tampoco. Es la religión más sintética del mundo. Lo incorpora todo. Nace del judaísmo pero incorpora el helenismo y otras tradiciones anteriores. Nosotros –los cristianos, se entiende– vendríamos a ser como los nuevos ricos del judaísmo. Si el cristianismo nos siguiera cohesionando, en Europa, digo, esta falta de estructura de nación moderna que padecemos, ese deshilachamiento no se hubiera producido. Una sociedad desarticulada solo cree estar cohesionada con…baratijas. Menudencias. Hay vínculos que parecen joyas, que tienen el valor de la baratija, nos seducen pero no valen nada. En el fondo, la cultura de masas –le sobra la palabra cultura– en la que estamos inmersos y vivimos es el sustituto de las distintas fuerzas que antes cohesionaban y que, en realidad, hacen un efecto de dispersión. Lo contrario de lo que parece.

–Y eso ¿le asusta, le inquieta, le incomoda?

–Tengo edad suficiente para que lo observe con un desdén alegre. Si acaso, con cierta curiosidad un poco morbosa (sonríe y asegura que no es nada cínico). Se trata de intentar enriquecer el lugar que ocupas, hacerlo mejor. Y poco más. La fuerza de todo ese pensamiento malbaratado es tanta que lo ha contagiado todo, sustituyendo las cosas serias por banalidades que hoy llaman relato. (se encoge de hombros, un gesto que repetirá tanto como la sonrisa que raramente abandona en toda la conversación). Son las sombras de Platón, pero al revés. Le advierto que no soy apocalíptico, en absoluto, siempre hay motivo de celebración. No me gusta ponerme dramático.

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–Celebración es una palabra que repite en la introducción de este libro y en algunos poemas.

–Sería una torpeza no ver que es lo único que tenemos. Celebrar la presencia, pero también las perdidas, las ausencias. Tengo la sensación íntima de haber pertenecido a una buena época, pero no impongo ni mi sentimiento ni pretendo que sea un diagnóstico. Es algo subjetivo, como la poesía. Es mi visión, que no impongo a nadie. Yo cuento honestamente mis impresiones, pero son las mías. Aunque confió en que esas mismas sensaciones las encuentre el lector, que se reconozca cuando me lea.

–¿Intimidad e individualismo casan bien?

–La sociedad desarticulada favorece la fragmentación, pero no produce algo nuevo. Al contrario: devuelve efectos tribales, viejos, gastados. Si pensamos en la literatura, si nos detenemos en el efecto del estructuralismo, sin ir más lejos, no nos ha dejado una huella sólida. No ha contribuido al surgimiento de una nueva novela en este siglo como ocurrió con los rusos a finales del siglo XIX y ya en el XX. Tolstoi me gusta más, pero fíjese en un nihilista atroz como era Dostoievski, nos dejó una herencia narradora que nos concierne a todos. Podría haber contribuido a la desaparición de la novela, pero la hizo más fuerte. No me interesa mucho el nihilismo como filosofía, como idea, pero de alguna manera hasta esa corriente del siglo pasado sirvió para aumentar la intensidad de lo que se estaba construyendo. Ha quedado. Claro que, ni ahora ni entonces, hemos vivido en España un momento como ése.

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–¿Ni en Latinoamérica?

–La literatura hispanoamericana ha hecho cosas buenísimas, es indudable. La fuerza del boom y todo eso. Pero deberíamos mirar un poco más atrás. Es Rubén Darío el que lo cambia todo. Incorpora el simbolismo –sobre todo francés– a nuestra lengua, la enriquece y abre muchas puertas. En Valle Inclán también hay esa fuerza, que hereda directamente del poeta nicaragüense. A  partir de ahí todo lo que viene de ese continente es fascinante, con esa exuberancia que tiene. Mire por ejemplo Cuba, que es una birria de isla (hace un gesto con los dedos para que quede claro que se refiere al tamaño del país) y tiene voces prodigiosas, todas distintas. Piense en Lezama Lima. Una barbaridad. No han parado de escribir a pesar de la guillotina política que les cayó encima.

–¿Relee mucho?

–Releo, pero no hago nada mucho (sonrisa casi retadora). Mis hábitos y mis costumbres son repetitivos, pero nunca excesivos. Debo ser de otra época o he vivido varias vidas, porque no soy nada excesivo, como si ya lo hubiera hecho todo antes. (Ríe un poquito más alto).

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–Habla de su relación casi íntima con las ciudades de su vida: Mallorca; Barcelona y París. ¿Se reconoce todavía en ellas? ¿Han cambiado para usted?

–Y Burdeos, que ha sido mi último y muy importante descubrimiento. Mire, las ciudades nos pertenecen porque, aunque cambien, y algunas lo hacen de manera espantosa, hay una parte que nosotros llevamos dentro. No existen fuera de nosotros, créame. Eso ocurre de manera clara con tu ciudad natal. Nos pasa a todos. Pero lo que me ha pasado con Burdeos no estaba previsto y es estupendo. No es solamente llegar a una ciudad que sientes tuya, que es casa. A algunas además llegas después de libros, películas, un montón de referencias. No fue mi caso con Burdeos. No había estado jamás, apenas sabía que había vivido allí Hölderlin y poco más. De pronto mi tercera novela se traduce, se vende muchísimo y me invitan. Cuando llego me encuentro en casa. De veras. He pasado temporadas, becado por fundaciones o gracias a otras asistencias. Hace menos de diez años y ya es una de las ciudades de mi vida. Es magnífico que esto te pase mayor. De joven han de pasar otras cosas (hace un gesto con la mano para eludir concretar), pero a esta edad es una especie de regalo vital que tomas como un premio por portarte bien. (La sonrisa ya es francamente abierta). Y todo por una novela y el empeño de una librera, que se hizo amiga y se empeñó en que tenía que ir. Un regalo.

–Se puede encontrar un lugar en el mundo aunque sea tarde, entonces.

–Ya lo creo. Y le advierto que enamorarse a los 51 años, como me pasó a mí con Burdeos, es más peligroso porque ya es para siempre. De joven has de buscar las cosas para que te sucedan.

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–Le preocupa el tiempo.

–¿El tiempo? Para escribir poesía has de aliarte con el tiempo, has de hallar la paz. El amor, el tiempo y la muerte son los ejes vertebrales de la poesía. Has de mantener esas emociones y también la curiosidad, el afán por saber. Sin eso eres un pez.

–¿Usted no se enfada nunca?

(Gesto de ser pillado en falta). Me enfado poco, es verdad… pero no es mi culpa. Es genético. Mi madre era así, tenía una gran alegría de vivir y mucho sentido del humor. Yo he heredado las dos cosas. No crea que no me enfado, claro que sí, pero jamás caigo en la ira, aunque tal vez el sentido del humor con los años se espese un poco y se vuelva más pesado. Pero es cierto que la risa no me abandona.

–Volvamos a la celebración, tantas veces nombrada en su libro y en su obra.

–Celebración de la alegría. Esa es la palabra, porque soy exactamente lo contrario a un chistoso. No es que no sepa contar chistes o que no recuerde ni uno, que me pasa, es que además no me suelen hacer gracia. La alegría es algo más profundo. No quito méritos a  quien tenga esa habilidad, pero con los chistes pasa como con los aforismos, que los olvidas pronto. Son brillantes, te deslumbran, pero son fugaces. Lees a Gómez de la Serna y es genial pero...dura muy poco. Tienen otro inconveniente: suelen ser invalidados por su contrario. ¿Sabe qué pasa? Que nuestro pecado original como país es sobrevalorar el ingenio frente a la inteligencia. La inteligencia tiene un camino demasiado largo y nosotros queremos batir las palmas al instante. Somos de aplaudir la chispa de la barra de bar. Nos fascina. Lo otro requiere voluntad y constancia. Tal vez valoremos estas virtudes en otros quehaceres, como hacerse rico, por ejemplo, pero en la  literatura nos dejamos deslumbrar por fogonazos. La chispa, ya le digo.

–¿Está al día de sus contemporáneos?

–No tengo ninguna necesidad de estar a la moda. Es decir, la pulsión frenética de las novedades no la tengo, pero sí me interesan cosas que me llegan. Me dejo recomendar por amigos jóvenes, de los que me fío y hago mis descubrimientos. Traduciendo encuentro hallazgos. Lo maravilloso es cómo unos te llevan a otros. Por ejemplo, la traducción de un poema de Walcott me ha abierto otros caminos. O como cuando me encontré con Brodsky, que me llevó a  profundizar en Ajmátova.

Llop

–¿Traducir poesía en realidad no es reescribirla?   

–Humildemente debo hablar como el traductor ocasional que soy, no como un profesional. Me quito el sombrero por el trabajo de los traductores, tan generosos y tan invisibles tantas veces. En mi caso, la traducción surge por el interés de ver cómo un poema encaja en mi lengua y el castellano se lo apropia. Eso me parece fascinante. El traductor, se lo aseguro, es el mejor lector de una obra. Debe moverle la pasión del conocimiento porque es un trabajo muy difícil e ingrato. Para mí un buen traductor debe cumplir dos normas: conocer muy bien la lengua de llegada y, en el caso de la poesía, ser un poeta. Reconocer que hay músicas, ritmos que resultan intraducibles. Esa es la grandeza de la poesía, que es el arte mayor de la literatura, tal vez por ser parte de la música. La poesía es pensamiento puro o, para decirlo de otra manera, es el alma de la lengua.

–En este nuevo libro estrena un poemario inédito y se traduce a sí mismo.

–La traducción de Quartet es idea del editor, Ignacio Garmendia, que ha hecho un trabajo extraordinario. Es curioso lo que me pasó con ese libro: yo suelo escribir en castellano, pero con ese poemario lo intenté y no había manera, se me atascaba. Hasta que un día probé a escribirlo en catalán y fluyó solo, de manera natural, ininterrumpida. Empecé el día de Navidad y el 31 ya estaba escrito. ( Sonríe ufano, por la proeza).

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–Desde la Vida distinta no había publicado poesía. Este libro, justo después del peor momento de la pandemia, tiene lo que usted llama ‘celebración de las ausencias’. Personas que ya no están. “Hace algunos meses, heredé / diferentes prendas de un amigo / muerto: un par de chaquetas / una gabardina inglesa y varias camisas”.

–Este amigo ha salido en varios poemas, aquí hablo de la resurrección de las presencias a través de su prenda (Pone la mano en el poema y se calla un momento). No es resignación, es aceptación. Por eso hablaba de la inteligencia de la poesía, de su capacidad de superar el mero sentimentalismo. Elliot formuló aquello del distanciamiento crítico, un estadio por encima de la sentimentalidad. El yo ha de dejar al hombre que es para darle espacio a la poesía. Es una forma de trascendencia, tan antigua como los seres humanos. Para los antiguos, los poetas eran seres sagrados. De alguna manera estaban conectados con lo sobrenatural, con lo que no se  explica. Todos los textos sagrados están impregnados de poética. Eso es lo que los hace eternos. Lees los Evangelios y, a pesar de lo toscos y casi ignorantes que eran sus autores, tienen una maravillosa poesía. Si intentas deliberadamente escribir algo así resulta dificilísimo.

–Ha tardado años en publicar, pero siempre escribe poesía.

–Siempre. Y me ha dado una enorme alegría este libro. Mi origen es la poesía y me gustaría que también fuera mi fin. Morir escribiendo versos. (Sonríe maliciosamente como si quisiera descargar la frase de tragedia) .Yo no dejo de escribir en mi cabeza el principio de un poema; el segundo instante ocurre cuando lo escribes. Es una suerte de revelación. Al menos, para mí. No escribes tú. O, al menos, no el ser cotidiano que eres, sino una voz superior, la del poeta. (Cuenta el proceso mientras desliza varias exclamaciones, preferentemente “caramba”). En la prosa hay epifanías, construcción,  pero en la poesía el escritor tiene algo de médium, no me haga decir de quién. Pero así es. (Inspiración se le sugiere y niega horrorizado: “Qué concepto más horrible”, dice).

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–¿La poesía es verdad?

–Para mí, sin duda. Lo digo en la introducción y lo he dicho muchas veces. Y, en cualquier caso. ya lo dijo Goethe, al que cito. Me pongo categórico: la poesía es verdad o no es. Si es poesía, no miente.

–Verdad y narcisismo. ¿O no?

–Bueno, no exactamente. Hay un yo desnudo, claro. Y humildad, porque ahora todo el mundo quiere descubrir América y echar a los indios (sonríe) pero no es mi caso.  Para mí, más que nada, existe la ambición de trascendencia en el presente, no en el futuro. Es adueñarse del tiempo porque en la poesía están todos los tiempos.

José Carlos Llop

–¿Se protege del ruido mediático, social y político? ¿O ni lo oye?

–De momento, sí. Me reconozco como un optimista bien informado; o sea, un pesimista que se queja poco. Es terrible la situación de Europa y del mundo. Parece que no queramos darnos cuenta del desastre hasta que no sea clamoroso. No hay muestras de que se quiera salir del lugar amenazante en el que estamos desde todos los puntos de vista. Ambiental, social, político, de la supervivencia incluso. Y tenemos referentes que acabaron mal, pero no queremos ni pensarlo. No hay nadie en cual confiar. Hay pensadores, claro, pero no son referentes: ni se le conoce ni se le escucha. No soy apocalíptico y aún menos lamento el tiempo pasado, pero esto de las redes, en lugar de ayudar a conocer mejor, a saber más, ha venido a agravar la sordera colectiva. Esta mañana cuando venía en avión desde Mallorca a Sevilla me encontré con un grupo de muchachas jóvenes (hace una descripción de su belleza y de su osadía verbal) que no paraban de hablar. En ese trío había un cuarto invitado que dominaba la conversación: el teléfono móvil. Si recordaban algo, si contaban algo, era porque estaban mirando al móvil. (Lo cuenta divertido pero a la vez alarmado). Yo estaba leyendo el último libro de Modiano y no podía evitar oírlas. Y le aseguro que en ningún momento comentaron algo que no estuviera en las pantallas. Nada.

–En el momento actual abundan quienes se reclaman como víctimas.

–Es insoportable el victimismo. Todo son víctimas, nadie quiere ser responsable, asumir algún grado de responsabilidad. No hablo de culpa. Yo no le tengo demasiado apego a Sartre, la verdad, no me resulta simpático, pero tiene una frase que me parece lapidaria: “Lo importante no es lo que han hecho contigo, sino lo que tú haces con lo que han hecho contigo”.

–¿Está trabajando en algo?

–Nunca dejo de escribir. En este momento estoy con dos cosas: el sexto de los diarios que llevo escritos y una novela. No escribiré nunca unas memorias, como tales, pero el género de los diarios me gusta mucho. Escribirlos y leerlos; los de Jünger, por ejemplo, son imprescindibles para entender su tiempo y el nuestro. En mis novelas hay ciertas referencias autobiográficas, pero las justas. Me gusta documentarme sobre otras épocas, trabajar personajes ajenos a mi vida. ¿Que cuente el argumento? No. De ninguna manera (imposta gesto de indignación, pero se está riendo). Ni siquiera hablaré de la época en la que transcurre porque son varias. Es muy ambiciosa. A ver si la termino.

(Se despide con la misma amabilidad con la que empezó la conversación, no sin hablar de su amor –indeleble– por Barcelona, aunque cree que ha perdido su brillo intelectual y cultural. su admiración por el cantante Jaume Sisa, que aparece en una de sus novelas, y asegura que se considera un ser afortunado y agradecido con la vida. Cuando se levanta no tiene una sola arruga en su chaqueta de hilo).