Detalle de la publicación de los poemas de Robert Louis Stevenson traducidos por Javier Marías en la revista 'Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil'

Detalle de la publicación de los poemas de Robert Louis Stevenson traducidos por Javier Marías en la revista 'Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil'

Letras

Javier Marías, 'Il miglior traduttore'

La obra literaria del novelista madrileño está moldeada por el ejercicio y las influencias de la traducción, un oficio pagado insuficientemente que, a su juicio, es "el más verdadero amor al arte"

14 septiembre, 2022 19:00

Escritor muy publicado y apreciado en el extranjero, Javier Marías le debe mucho a la traducción. Le debe, por una parte, a los traductores que han llevado su obra a otros idiomas con tan excelentes resultados, que lo han situado a menudo en los pronósticos del Nobel; y le debe también a la traducción, como práctica en la que se ha desempeñado con brillantez, momentos importantes de su carrera literaria, que con ella se inició. Deudores solidarios somos también nosotros, los lectores en español que por su mediación podemos acceder a versiones importantes, pulidas, salidas del taller de uno de nuestros máximos novelistas de los últimos tiempos.

Si los orígenes del Marías publicado (Los dominios del lobo y Travesía del horizonte, de 1971 y 1973 respectivamente) se confunden con los de las primeras traducciones que hizo, su conclusión vital será ya inseparable de la traducción, a la que dedicó la última columna escrita y publicada póstumamente en el diario El País, periódico al que entregó cerca de un millar de artículos, piezas tan seguidas como criticadas en las que, no solo en el momento final, sino también jalonando los años, se ocupó periódicamente de esa afición, de aquella devoción en la que si no perseveró mucho se debe a lo que él mismo denunciaba en esa misma despedida: las condiciones casi paupérrimas en las que bogan quienes solo se dedican a esa loable tarea. “El más verdadero amor al arte”, la llamó en esos postreros párrafos. Empezó practicándola y entregó literalmente el aliento hablando de ella. Alfa y omega.

Poemas de Robert Louis Stevenson traducidos por Javier Marías / Revista 'Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil'

Poemas de Robert Louis Stevenson traducidos por Javier Marías / Revista 'Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil'

Si en la década de los setenta del pasado siglo, el escritor madrileño simultaneó escritura y traducción, curiosamente muchas veces esta era de poesía, a pesar de que no conste que haya escrito versos él mismo (aunque sí frecuentó a Vicente Aleixandre). En la revista Poesía menudearon sus colaboraciones entre 1979 y 1980 y luego estas se espaciaron hasta 1987, ofreciendo poemas de alguien en quien también tendemos a pensar solo como prosista: William Faulkner. En las mismas páginas vertió igualmente dieciocho poemas de Vladimir Nabokov (curiosamente escritos por el ruso en su primera lengua y luego vertidos por él mismo al inglés), y unos “Fragmentos” de Frank O’Hara.

Pero además estuvieron los libros. El primer libro que tradujo fue de Thomas Hardy, El brazo marchito y otros relatos (Alianza, 1974). Siguió con Robert Louis Stevenson: De vuelta del mar (Hiperión, 1980). Y al año siguiente El espejo del mar, de Joseph Conrad, también en Hiperión. No se trata de acumular la letanía completa de sus traducciones, pero sí se puede decir que su labor traductora se prolongó, cada vez más escasa, hasta la década de los noventa, a veces recuperando trabajos anteriores. Como hito, destaca su traducción de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, que publicada en Alfaguara en 1978 le valió al año siguiente el Premio Nacional de Traducción Fray Luis de León (aún ostentaba esta denominación).

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Es justamente merecido el premio, por el denodado esfuerzo, que no se limitó a la novela (pues la edición añade Sermones de Mr. Yorick) que tanto debe a Cervantes en el arte de la digresión y que tanto lega a Joyce y la literatura modernista anglosajona, pues el extenso libro de Sterne (al que Marías adosó un millar de notas) es una obra que hoy llamaríamos experimental y que, etiquetas al margen, se trata de una demorada delicia que ha sido alabada por muchos (el más reciente, Enrique Vila-Matas, quien le dedica un puñado de páginas de su novela Montevideo).

La historia de la traducción de Tristram Shandy es muy curiosa. El libro no había sido traducido nunca al español, más de doscientos años después de haber sido publicado en inglés, y el año en que murió Franco apareció una primera traducción seguida de otra en 1976 y la de Marías en 1978. Tres traducciones en cuatro años son muchas, quizá demasiadas. Por el tiempo requerido para la traducción de una obra tan extensa, y por la información que tenemos, es muy probable que los tres traductores no supieran que otros habían puesto ya manos a la tarea al iniciar ellos la suya. Lo que se demostró heroico fue cumplir cada cual su contrato, acaso descorazonado ante la superpoblación sterniana, ni que Malthus, a la que contribuía alícuotamente.

Laurence Sterne / SIR JOSHUA REYNOLDS

Laurence Sterne / SIR JOSHUA REYNOLDS

Alguien que seguramente tuvo que ver en esa primera traducción fue Álvaro Cunqueiro, quien había leído a Sterne desde principios de los años cuarenta y que lo cita a menudo con indeclinable placer. El 23 de octubre de 1975, el gallego publicaba en su columna semanal de la revista Destino: “En varias ocasiones, charlando con editores, les había sugerido que encargasen una traducción de la obra de Laurense Sterne: mi sugerencia no tuvo el menor eco. Pero hete aquí que una mañana de otoño me trae el correo un ejemplar de una traducción de Tristram Shandy al castellano, con un prólogo de mi ilustre amigo Francisco Ynduráin”. O sea, que al final le hicieron caso. En la editorial Planeta, ya fuera porque oyeron a Cunqueiro, deseoso de hacer proselitismo, ya porque José María Valverde o algún otro lo recomendara, salió meses después la versión de Ana María Sanz, traductora de larga trayectoria que hizo un mejor trabajo que el de su predecesor.

Y aquí entra en juego Marías, porque según evocó él mismo fue Claudio Guillén, a la sazón editor de Alfaguara, quien recién cumplidos sus veintitrés años (hablaríamos entonces de septiembre u octubre de 1974) le encargó la traducción de la obra de Sterne. Él aceptó con la osadía con la que se afrontan los retos en la juventud, y la estuvo traduciendo en Barcelona durante un par de años que compaginó, pero durante poco tiempo, con la escritura de su tercera novela, El monarca del tiempo (1978). ¿No es borgeano este argumento de tres conjurados, cada uno por su cuenta, traduciendo el mismo libro inédito?

Javier Marías, traductor

A la galardonada traducción se ha referido Marías a menudo hasta esa columna póstuma. Así, ha explicado que fue un objetivo para él ajustarse a la sintaxis y puntuación peculiares de Sterne, “caóticas e ininteligibles”, pero rehaciéndolas para un lector español del siglo XX. En la constante negociación que es toda traducción, Marías rehuyó castellanizar y caer en lo castizo, cosa que detestaba. Al respecto, señaló: “Confieso, en cambio, que al mismo tiempo hay en la traducción algunas infidelidades notorias (tales como la adición o supresión de un adjetivo, por ejemplo), que, sin embargo, no pertenecen al orden del capricho; están justificadas por una cuestión de ritmo, esencial en la novela de Sterne, y, sin estas ligeras libertades, dicho ritmo podría haberse visto gravemente alterado o trastocado al verter el texto al castellano”.

En otro lugar indicaba como una de las lecciones del libro, junto a la del ritmo, lo siguiente: “hay que ser osado, pero no por serlo gratuitamente y para llamar la atención, sino porque siempre es uno quien manda en lo que escribe. Hay que andarse con cuidado, sin embargo, en la frecuentación de Tristram Shandy, porque ese libro hace al instante viejas cuantas obras se presentan hoy como voluntariosamente innovadoras o rompedoras. Demasiadas las envía al desván, nada más nacer”. Sirvan como correlato de las libertades que se tomó Sterne, y qué él quiso a su vez poner en práctica, este otro juicio: “Prefiero traicionar unas reglas que traicionar un espíritu”, escribe en el prólogo de sus traducciones de Stevenson.

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Pero no solamente ejerció Marías la traducción de manera bastante profusa en sus comienzos, sino que reflexionó acerca de ella en artículos y en conferencias. Varios de esos ensayos fueron recogidos en Literatura y fantasma (Alfaguara, 2015). Además, de 1983 a 1985 dio clases de Literatura Española y Teoría de la Traducción en la Universidad de Oxford, con un paréntesis en 1984 en el Wellesley College de Massachusetts (donde fuera profesor Jorge Guillén), y entre 1987 y 1992 en la Universidad Complutense de Madrid. Enseñanza y traducción de libros fueron trabajos que abandonó cuando le llegó el éxito como escritor (siempre siguió vertiendo un poema o algún texto breve, incluso para la inclusión en sus propias novelas).

Numerosas veces se ha referido a las relaciones entre el traductor y el escritor, y cómo aquel tiene una ventaja de la que carece este: disponer de una partitura, el texto original, sobre la que hacer su interpretación como un músico ejecuta la composición ajena. Lógicamente, aprendió mucho de esa labor. También declaró en varias ocasiones que para el escritor traducir es mucho más útil que estrellarse a ciegas, o no, con textos que todavía no existen (en esto en realidad hay también otro heroísmo, el mismo del que hicieron gala los autores traducidos, que no gozaban de esa partitura, de ese pie forzado). Toda una monografía de Oxford University Press se ocupa de los pasajes que comunican la obra propia de Marías con las de sus traducidos. Se titula Javier María’s Debt to Translation. Sterne, Browne, Nabokov y la firma Gareth J. Wood. Y recuerda oportunamente que tanto el padre como la madre de Marías publicaron traducciones.

Marías, traductor

Marías fue mejor traductor de prosa que de verso. Ahora bien, hay obras poéticas escritas en prosa que tradujo muy bien, sin tener que someterse a las obligaciones del metro. Es el caso de la colección de cincuenta piezas breves que componen Dichtung und Wahreit (Un poema no escrito), de W. H. Auden. O la poesía difícil, ardua de comprender y en verso libre, de John Ashbery, que tiene más de prosa cortada en líneas que de forma tradicionalmente poética. Marías es riguroso, busca y consigue la exactitud. En la traducción de Auden realizó lo que predicó: que al lector le quedara la idea de que estaba leyendo un texto originalmente creado en otra lengua, no uno con pretensiones de, domesticado a machamartillo, sonar a escrito originalmente en español. Así, cuando Auden habla de “put on twenty pounds”, Marías dice “engordes veinte libras” en vez de “engordes nueve kilos”, que es como por estas tierras traducimos los resultados a veces ominosos de las básculas.

Algunas de sus traducciones han pasado luego al catálogo de la editorial fundada por Marías: Reino de Redonda. Es el caso de Auden, pero también de Dinesen (Ehrengard) y algunos más, como La religión de un médico y El enterramiento en urnas, de Thomas Browne, que salieron antes en Alfaguara (1986) con los títulos respectivamente en latín y griego que les puso el raro autor inglés: Religio Medici. Hydriotaphia. Si a veces se le ha acusado maliciosamente de que sus novelas parecen traducidas (algo que también algunos reprocharon a Cernuda acerca de sus versos), lo cierto es que, bilingüe o con un altísimo conocimiento del idioma, ha traducido a autores que escribieron en inglés a pesar de no ser esta su lengua materna: Nabokov, Dinesen y Conrad.

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Con frecuencia, los personajes principales de su narrativa son traductores e intérpretes de organismos internacionales (como lo han sido, por cierto, Julio Cortázar, Eduardo Mendoza, José Ángel Valente o Aquilino Duque). Juan Ranz, el protagonista de Corazón tan blanco, lo es. El mismo título de la novela procede de unas palabras que pronuncia lady Macbeth en la tragedia de Shakespeare. Como Mañana en la batalla piensa en mí es traducción de un verso de Ricardo III. Y no olvidó la traducción en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, leído el día 27 de abril de 2008, donde aseveró: “Nos encontramos, así pues, con la paradoja de que todo puede traducirse, o eso creemos, y de que la traducción es imposible, si nos ponemos muy estrictos o muy teóricos, ambas cosas”. 

Entre ambos extremos, él tradujo en el alfa de su aprendizaje y se acordó de la traducción en la omega de su madurez. A lo que moduló sobre ella de cien maneras distintas y complementarias se podría añadir lo que escribió Borges sobre Beda el Venerable, traductor que murió metamorfoseando palabras de una lengua a otra. Según el argentino, la labor del joven Marías y el amor del Marías adulto es, la realice Beda o quien siga su camino, “la menos vanidosa y la más abnegada de las tareas literarias”.