Reloj antiguo / PIXBAY

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Filosofía

El tiempo huye, el deseo permanece

En las sociedades posmodernas se viven más años pero más deprisa, lo que provoca una sensación de incertidumbre constante y la percepción de que las horas vitales se desvanecen

10 septiembre, 2022 21:00

El tiempo más feliz y también el más incierto es el del deseo. El hombre ha aprendido a medir los tiempos. Primero fue el tiempo cíclico de las estaciones: el frío y el calor, la larga noche y las intermedias, hasta llegar al solsticio. También el movimiento de las estrellas para predecir las crecidas del Nilo y sus arrastres de limos, y los movimientos del Tigris y del Eufrates y de los ríos de otros mundos menos occidentales. Las religiones dieron sentido a estos movimientos y divinizaron sus inicios y finales, rodeando las fronteras de los tiempos con rituales de cambio: el otoño y la vendimia; la primavera y el renacer; el verano y las cosechas.

Hasta que se produjo la gran transformación, la revolución industrial, que generalizó el uso del reloj e impuso un tiempo lineal y, sobre todo, evaluado, convertible en horas de trabajo, de descanso reparador y, supuestamente, de ocio. Incluyendo las vacaciones, que no son el tiempo del deseo, sino el deseado, en una fase en la que el hombre se independizó de la naturaleza y se sometió a las máquinas. El tiempo, para la mayoría de los mortales, pasó a dividirse entre el tiempo propio, también llamado libre, y el tiempo forzosamente vendido para garantizar la subsistencia.

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No es que antes no hubiera sometimiento temporal. El primer labrador perdió capacidad de movimientos respecto a cuando era cazador y recolector. Pero se adaptó pronto a una situación que prometía ser ventajosa y sugería la posibilidad de vencer al frío y al hambre y de permitir aumentos progresivos de una población que sería alimentada sin costes excesivos. En el nomadismo, el aumento de población tiene una consecuencia terrible: agota los medios de subsistencia del entorno dominado y obliga a ampliarlos, con el probable riesgo de que en los territorios vecinos haya hombres y mujeres que no deseen compartir los recursos. Una explosión demográfica que suponga movimientos en el espacio comporta, probablemente, una guerra y los sufrimientos que ésta siempre acarrea.

En el sedentarismo, en cambio, caben los excedentes. Y éstos pueden ser acumulado y servir para alimentar a la población en días futuros, y también para permitir la existencia de los guerreros y los sacerdotes y los poetas. Los que imponen y mantienen el orden establecido y los que invitan a soñar la libertad. A los que forjan las cadenas y a los creadores de mundos y tiempos soñados. Así se hicieron catedrales y se escribieron libros que narraban los viajes y sus momentos: la Odisea, la Eneida, los cantares de gesta.

La Odisea de Homero : ALIANZA

El hombre se adaptó pues con facilidad a un tiempo agrícola y circular. Hasta que descubrió la mayor de las fisuras: el tiempo del deseo, que nunca coincide con el tiempo deseado. El tiempo del deseo es el que impulsa hacia adelante, el que permite soñar despierto; el tiempo en el que el hombre ansía la felicidad y es capaz de imaginarla al alcance de la mano y de ponerse en movimiento para llegar a ella. Y es también el tiempo en el que el hombre sabe lo que le falta y sufre por ello, aunque proyecte compensar la carencia. Para decirlo con palabras de Ernst Bloch (El principio esperanza) “la vida de todos los hombres se halla cruzada por sueños soñados despiertos”, en general, aunque no siempre, mirando hacia un futuro que contiene “lo temido y lo esperado”.

Para alguien como él, convencido de que hay un telos (un destino) para la humanidad, la esencia de la esperanza nunca puede estar en el pasado. Tiene que estar enfrente, en el tiempo que ha de venir. En el tiempo que puede ser modelado por la propia acción del hombre. De hecho, el sueño de futuro implica la conciencia de que la vida tiene necesariamente algo que ofrecer. Una de las características del sistema de producción basado en la compra del tiempo trabajo, sistema llamado capitalismo, consiste en convertir el tiempo en moneda de cambio.

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Para ello hay que delimitar el tiempo, medirlo, no al modo de la naturaleza cíclica sino al modo lineal, cuantitativo, del mercado: el tiempo se compra y se vende a cambio de un salario. Se vende el presente, el hoy, a cambio de la libertad del mañana. Por supuesto, siempre hay un mañana que exige la venta del presente. Pero hay más. Ya en los primeros años del capìtalismo, los empresarios lograron hacer que los asalariados tuvieran que hipotecar hasta el tiempo libre. Con jornadas extensas (que cuando fueron limitadas por ley se convirtieron en horas extraordinarias voluntarias) o, más ladinamente, pagando los salarios en especie. Si alguien producía paraguas, cobraba en paraguas, convirtiéndose así en su tiempo libre en representante y vendedor de la empresa para transformar una parte de su propia producción en renta intercambiable por otros productos.

En la posmodernidad se ha avanzado un paso más: el tiempo libre se ha convertido en preparación del tiempo del trabajo, una extensión del mismo, a base de convencer a los individuos de que lo que tienen que hacer es, precisamente, lo que quieren hacer. Hay unos pocos casos en los que ambas actividades coinciden, pero en otros no es más que un espejismo llamado alienación que permite que cada hombre entregue su tiempo creyendo que lo retiene y disfruta. Y llegó la llamada sociedad del bienestar.

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En ese momento, el capitalismo convirtió en producto el tiempo libre. Prometió a los asalariados unos días libres, preferentemente en verano, cuando la luz dura más que la oscuridad, a cambio de que se convirtieran en consumidores de tiempo de ocio. Y, además, les aseguró que en ese ocio se hallaba un primer plazo del paraíso futuro. Pura falsedad. Lo puso de manifiesto Manuel Vázquez Montalbán cuando hizo que Stuart Pedrell, acomodado hombre de negocios de Barcelona, buscara los mares del sur en la periferia de la ciudad, en uno de los barrios de Cornellà, mostrando que la felicidad es un constructo. Como los sueños.

Durante casi un siglo de esperanzas, el hombre tuvo un objetivo: hacer de la tierra un lugar que no fuera un valle de lágrimas. Cuando empezó a creer que eso no sería posible, se convenció de que, esporádicamente, él podía escapar de la tristeza, al menos en los meses de libertad del verano en los que el tiempo dejaba de ser la cadena forzada y rutinaria para convertirse en un sin fin de opciones, incluida la de la felicidad. Aunque fuera momentánea. 

Esto supuso la fragmentación del tiempo, su conversión en una sucesión de instantes que no podían ser dilapidados. Como señala Manuel Cruz (Ser sin tiempo) se entraba en una fase en la que “no hay tiempo que perder”. Es necesario, por consiguiente, vivir deprisa y “acumular el máximo de experiencias”. Para ello conviene cambiar de tiempo y de espacio. Del presente y del lugar habitual, marcados ambos por la monotonía; lo que se consigue, al menos en apariencia, viajando a países desconocidos o volviendo a la memoria de la infancia.

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Pero en el extranjero, lo ha visto bien Emma Riverola en Sal, su de momento última novela, todo es aparentemente exótico aunque, si bien se mira, lo único verdaderamente exotico es el forastero. Los demás arrastran la normalidad del tiempo encadenado del que él pretende escapar. El viajero de verano, antes cargado de una máquina fotográfica en la que apresar el certificado de la estancia, hoy mirando a través del móvil lo que no es capaz de apreciar sólo con los ojos, se convierte en un ser transfronterizo en el tiempo. Hay fronteras geográficas y temporales. Ésta últimas parecen invisibles, pero la habilidad de hombre en trazar separaciones consigue el milagro de inventar las diferencias. En lo temporal, hay una muy notable: la del tiempo libre y el que no lo es.

Los individuos son, como decía Platón en la República, animales menesterosos, es decir, necesitados. Y para cubrir esas necesidades se ven obligados a dedicar parte del tiempo de la vida. Lo que ocurre es que, como dice la antropóloga Mary Catherine Bateson, se vive más tiempo pero más deprisa y, además, improvisando constantemente, lo que genera una incertidumbre constante y la percepción de que el tiempo, como decía un anuncio de relojes evocando a Virgilio, fugit, huye, se desvanece entre nuestra memoria y nuestro deseo de fijarlo. Manuel Cruz lo formula de modo similar: “La aceleración no constituye, en el fondo, otra cosa que un efecto del modelo de la vida activa, troquelado por el imperativo del trabajo, donde la persona queda inexorablemente degradada a condición de animal laborans”.

'El Banquete de Platón' (1869), un cuadro de Anselm Feuerbach

'El Banquete de Platón' (1869), un cuadro de Anselm Feuerbach

El viajero en el espacio y el tiempo finge buscar la felicidad, pero que es una ficción queda claro cuando adquiere, con el billete de ida, el de vuelta a su normalidad desdeñada. Está convencido (Bloch) de que la felicidad está en el mundo, más aún, de que “hay la suficiente en el mundo” pero él, por los motivos que sea, ha quedado excluido del reparto. Con ello aviva su deseo que debe ser satisfecho de inmediato, “lo que prueba que lo que pretende es escapar de su mundo, no transformarlo”. Deja de tener un telos para multiplicarlos al infinito, acuciado por los mensajes publicitarios, y, al mismo tiempo, fragmentar la posibilidad misma de una vida feliz, tanto en solitario como en compañía.

Lo que se busca no es ya la felicidad, que Bloch sitúa para los ancianos en la tranquilidad, en los jóvenes en una larga vida colmada de placeres. Quieren vivir largos años, pero no llegar a viejos. Tal vez quieren madurar, sin saber lo que sabe un personaje del recientemente fallecido Domingo Villar: “No se madura, sólo se envejece”. Pero los placeres que buscan, los que buscaron sus antecesores, son por definición efímeros. Y, aunque el viajero, el turista, cree que los goces están asociados a lo prohibido y lo novedoso, lo cierto es que lo que encuentra es la repetición. No en vano quedó desierto el premio que Jerjes ofreció a quien inventara un nuevo placer. De hecho, el sueño del disfrute vive mientras no se realiza; cuando se materializa, decae y desaparece. Y eso ocurre en el verano o en el invierno, sean éstas estaciones del planeta o de la vida, que tiene en la muerte su última frontera del tiempo.