Religión, espiritualidad y otros derivados / DANIEL ROSELL

Religión, espiritualidad y otros derivados / DANIEL ROSELL

Filosofía

Religión, espiritualidad y otros derivados

Los viejos credos han dado paso a un interés difuso por la dimensión espiritual del ser humano, aunque el pensamiento mágico pervive en ideologías como el nacionalismo

26 diciembre, 2020 00:10

Hace unos cuatrocientos mil años, mucho antes de que el ser humano pudiera llamarse así, un protocromañón que habitó en la sierra de Atapuerca acumuló en una fosa casi una treintena de cadáveres, a los que dejó, probablemente como tributo, una extraña hacha de mano tallada en un bloque de cuarcita roja y amarilla, mineral escaso en la zona. En la tarde del 1 de junio de 2020, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se acercó a la iglesia de Saint John en Washington –donde Lincoln solía sentarse a rezar durante las campañas de la guerra civil– y, con una Biblia en la mano, reclamó que su autoridad estaba respaldada por Dios.  

A la luz de estos dos acontecimientos, tan alejados en el tiempo pero con similitudes por su carga simbólica, la superstición o su versión reglada –la religión–, emergen como un mecanismos para conjurar el miedo a la muerte o legitimar el poder. Hay quienes, como el historiador Yuval Noah Harari, en su ensayo Sapiens: de dioses a hombres (Debate), atribuyen el éxito de la especie humana a su capacidad de creer en ficciones compartidas, la religión entre ellas. “El más primitivo homo sapiens fue también homo religiosus”, anotó el sociólogo Salvador Giner en su libro El porvenir de la religión (Herder), donde concluía que “la religión es parte de la naturaleza humana y no tenemos que suponer que va a cambiar la naturaleza humana”.

El porvenir de la religión, Salvador GinerOtros sostienen, por el contrario, que el hecho de que la humanidad haya sido mayoritariamente creyente –al menos, desde que podemos intuir o confirmar– no tiene por qué significar que la existencia de la religión se deba a que cumple una función vital. Tal vez –argumentan– se trata sólo de un tipo de ideas y actividad para las que nuestro cerebro siente una atracción especial bajo determinadas circunstancias, por causas distintas a los posibles beneficios que se derivan de la religión. Como colofón, los defensores de esta opción mantienen que uno de los logros más importantes de las sociedades avanzadas es que nos muestran, sin asomo de duda, que lo religioso es algo de lo que el ser humano puede sencillamente prescindir.

Otros sostienen, por el contrario, que el hecho de que la humanidad haya sido mayoritariamente

Pero, sea real o no la existencia de esa criatura curiosa e inclinada por fuerza a hacerse preguntas metafísicas, parece claro que el ser humano no está preparado para afrontar la incertidumbre de la vida y tiene a su alcance acudir a la superchería o la fe para seguir en pie. Así lo planteó con claridad, ya en el siglo XVII, el filósofo Spinoza: “Los hombres nunca serían supersticiosos si pudieran gobernar todas sus circunstancias mediante reglas claras o si siempre fueran favorecidos por la fortuna, pero siendo enfrentados con frecuencia a circunstancias donde las reglas no tienen uso y siendo mantenidos con frecuencia fluctuando de manera lamentable entre la esperanza y la inseguridad de la fortuna, son por consecuencia muy dados a la credulidad”. 

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 El lienzo Spinoza en el ostracismo (1907), del pintor polaco Samuel Hirszenberg

Precisamente, cuando el pensador holandés remataba su Tratado Teológico-Político (1677), Europa se iba confeccionando a modo de juego de ajedrez entre monarcas absolutistas y pontífices ilimitados que ponían en disputa la primacía del trono o la mitra. Con el paso de los años, los valores del cristianismo que agitaban reyes y papas se depuraron –con dolor, sangre y guerras de religión, pero también a la luz de las catedrales y las universidades– hasta dar lugar al antropocentrismo (el hombre es el centro del mundo), la autodeterminación de la Razón (autónoma y adulta, sin ataduras religiosas), la voluntad democrática laica (el poder viene del pueblo soberano) y el desarrollo técnico y científico (al amparo de la ciencia, no de los milagros). 

A esa transformación contribuyeron, sin duda, la reforma protestante y, sobre todo, la Ilustración. Insatisfechos con la deficiente respuesta que las formas eclesiásticas establecidas daban a su inquietud religiosa, el protestantismo buscó soluciones nuevas y concibió una espiritualidad original asentada sobre la relación personal directa del individuo con Dios y sobre la Biblia como única autoridad válida para los asuntos de fe. Por su parte, el pensamiento ilustrado, a lomos de su ideario por racionalizar el mundo y apartar toda trascendencia que condujera más allá de lo visible, arrinconó los credos al ámbito privado. La religión se convirtió, en todo caso, en un compromiso personal con la divinidad, dejando atrás las imposiciones y apostando por la tolerancia. 

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Neón de Bruce Nauman con la frase ‘The true artist helps the world by revealing mystic truths’ (1967) / PHILADELPHIA MUSEUM OF ART

Como consecuencia de esa deriva, el ser humano es, a día de hoy, poco partidario de los cultos y los rituales institucionalizados, aunque todavía es posible detectar en él la pervivencia de ese interés por la dimensión espiritual y el sentido de la vida. Este proceso de secularización está, en buena medida, vinculado al desarrollo del espíritu crítico, la expansión de la globalización y el auge del individualismo, factores que han contribuido a adelgazar cada vez más las vocaciones y vaciar los templos en los países occidentales a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ni los estragos de una pandemia, con su aluvión de fallecidos y su grave impacto social y económico, ha arrastrado a las masas a los lugares de oración, frecuentados apenas por los habituales.   

Breve tratado historia religiones“La religión es colectiva y ha habido una individualización en todo, una tendencia a espiritualizarse, de liberalización respecto a las instituciones, al grupo. Hay un rechazo a la religión organizada”, afirma el filósofo, sociólogo y ensayista francés Fréderic Lenoir, quien publicó en 2018 su Breve tratado de historia de las religiones (Herder), donde aseguraba  que “la religión tiene dos dimensiones esenciales que se cruzan”: una horizontal, “que tiende a unir a los hombres entre sí”, y otra vertical, “que une al ser humano con el mundo invisible, con una trascendencia”. “Somos menos religiosos, pero cada vez tenemos más interés por la dimensión espiritual, por el sentido de la vida”, diagnosticaba Lenoir al aludir a la capacidad de ese deseo de trascendencia para dar respuesta a cuestiones que, como especie, compartimos: el miedo a la muerte (la primera ritualización tuvo carácter funerario) y la necesidad de vínculos sociales.

“La religión es colectiva y ha habido una individualización en todo, una tendencia a espiritualizarse, de liberalización respecto a las instituciones, al grupo. Hay un rechazo a la religión organizada”, afirma el filósofo, sociólogo y ensayista francés

Esa búsqueda de la espiritualidad se puede rastrear de forma poderosa en algunos artistas contemporáneos –Bill Viola es, sin duda, uno de los más representativos–, así como en el ámbito de las letras, en especial en la poesía y el ensayo. Dentro del género lírico, José Julio Cabanillas y Carmelo Guillén Acosta reunieron, como continuación de la antología confeccionada en 1970 por Ernestina de Champourcin, una amplia selección de poetas españoles que se han acercado a lo religioso o a la trascendencia que impone lo divino en Dios en la poesía española (Rialp, 2018). Entre ellos, destacan Eloy Sánchez Rosillo, Vicente Gallego, Andrés Trapiello y Jesús Montiel, autor de estos versos: “Me parece bastante religión / este sol no muy frío / de primeros de octubre”. 

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Al campo del ensayo pertenece el libro de Pablo D’Ors Biografía del silencio (Siruela y Galaxia Gutenberg), quien propone a lo largo de poco más de un centenar de páginas una reflexión en torno a los favores del ejercicio de la meditación en el mundo actual. “Este libro, esta palabra, ha sido precedida de mucho silencio, de cientos, de miles de horas de sentada en silencio. Y solo las palabras que van precedidas de silencio pueden hacer diana en el corazón de la gente”, asegura este sacerdote sobre un título que se ha convertido en una de las últimas grandes sorpresas registradas en el mercado editorial español: desde su aparición en 2012, ha vendido más de 200.000 ejemplares.

Al hilo de esa supervivencia del hecho religioso, también podría añadirse que el progresivo desinterés por los códigos y las prácticas religiosas no ha erradicado el pensamiento mágico de la sociedad contemporánea. Durante décadas cristalizó en la ideología comunista que, en palabras de Antonio Escohotado, “es un cuento de hadas con cien millones de muertos”. En la actualidad, el ejemplo más contundente de esa deriva mesiánica está en el vigor que muestran los nacionalismos, ideología que propone un relato mítico en torno a un territorio y una bandera. En ocasiones, tiene un texto fundacional, un líder e, incluso, llegado el caso, hasta sus mártires.

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El expresidente de Estados Unidos Donald Trump, en un acto público

 Llegados a este punto, ni siquiera está claro, a la vista de los hechos, ese pronóstico lanzado por algunos sociólogos –algunos tan célebres Max Weber o Karl Marx– sobre cómo el desarrollo de las sociedades haría que, poco a poco, la ciencia y la razón sustituyesen a la religión como forma de entender el mundo. A día de hoy, en la nación tecnológicamente más desarrollada del planeta, Estados Unidos, ha arraigado un fundamentalismo religioso que alcanzó el centro mismo del poder. Hace meses, Donald Trump, presentado como el redentor que venía salvar a América, agitaba una Biblia cuando los manifestantes hablaban, al otro lado de la calle, del reverendo Martin Luther King, de la ocupación romana de Galilea, del rey David. ¿Será que no estamos tan lejos del homínido que dejó el bifaz en una ceremonia para recordar a sus difuntos?