La familia Joad, protagonistas de 'Las uvas de la ira' ( John Ford, 1940). Cuento contra la caridad

La familia Joad, protagonistas de 'Las uvas de la ira' ( John Ford, 1940). Cuento contra la caridad

Filosofía

Cuento (navideño) contra la caridad

La beneficencia promete refugios, mientras que la solidaridad emancipa a los seres humanos, poniéndolos en relación con los demás sin exigirles obediencia

27 noviembre, 2019 00:00

Tal vez es el mejor final de la literatura contemporánea. Todo el horror y toda la esperanza están en esas líneas. John Steinbeck, en 1939, nos explica en Las uvas de la ira la trágica historia de la familia Joad. Tras la hecatombe económica del 29, llega una terrible sequía que acaba con los campos de cultivo de Oklahoma. Los banqueros expulsan a los granjeros de las tierras que han trabajado durante décadas. Hace días que en la zona se reparten folletos en los que se habla de California como un lugar próspero. La publicidad de la tierra prometida, una vez más, hace su efecto. Los Joad comienzan su éxodo con una vieja camioneta. Pero, como ocurre actualmente con las pateras que operan en el Mediterráneo, cuando llegan a su destino se dan cuenta de que los explotadores siempre ven en la miseria ajena una oportunidad de negocio. 

Trabajan recogiendo fruta, pero carecen de derechos y perspectivas. Después de diversos giros narrativos, llegan las fuertes lluvias, y la cabaña donde duermen se inunda. Antes de trasladarse a una zona más elevada, la joven Rose of Sharon se pone de parto. El niño ha nacido muerto. La devastación es absoluta. Derrotados y hundidos, llegan a un viejo granero. Allí encuentran a un hombre moribundo. No come nada desde hace días. La madre mira a su hija y sabe que lo hará. Rose of Sharon se acerca al hombre, se acuesta junto a él, se saca un pecho, y aprovecha la leche materna para salvarle la vida. Le acaricia los cabellos como si estuviera acariciando a su hijo muerto.

Steinbeck, al que le dieron el Nobel en 1962, siempre fue capaz de concentrar una idea clarividente de la tragedia con un último gesto que nos recuerda que el humanismo no es un concepto abstracto. Lo hizo en tantas otras novelas, como La luna se ha puesto, De hombres y ratones, o La perla, pero también en sus textos periodísticos. De hecho, el germen de Las uvas de la ira está en Los vagabundos de la cosecha, una serie de reportajes que publicó en 1936 en The San Francisco News, y en los que explicaba cómo las tormentas de polvo del Medio Oeste americano convirtieron a los granjeros, de un día para otro, en personas desahuciadas. El coraje y la dignidad de los que buscaban una vida mejor en California tenía que combatir la codicia y la vileza de los que siempre quieren sacar tajada del desamparo. 

'La Caridad' (1881), lienzo de François Bonvin

'La Caridad' (1881), lienzo de François Bonvin

La trama que construyó Steinbeck la llevó al cine en 1940 el director John Ford, también de forma lúcida, aunque con un final diferente, en un filme protagonizado por Henry Fonda y Jane Darwell. Mientras Estados Unidos quería huir durante esos años del realismo social, Steinbeck y Ford van mucho más allá y articulan, sin renunciar a la ambición estilística, dos obras de arte altamente comprometidas. El compromiso no se vincula con una idea concreta, fácilmente utilizada por la propaganda. No se trata de una adhesión política o de un posicionamiento ideológico. Es un canto a la humanidad. Un compromiso que no esconde lo trágico, por supuesto, pero que confía en una concepción de la familia que desborda todas las fronteras.

Ahora que la Navidad se acerca, y que van a surgir todo tipo de discursos moralizantes a nuestro alrededor, es un buen momento para reflexionar sobre los matices que separan la caridad de la solidaridad. Se parecen tanto, o tan poco, que la confusión entre ambos términos también es un campo de batalla. Si atendemos a su significado etimológico, la caridad –que viene del latín caritas– significa un amor de calidad. Y se refiere a la virtud de amar (a Dios y al prójimo). El problema es que este término, tan utilizado por la jerarquía católica (que, por supuesto, solo es una parte del cristianismo), ha connotado esa cualidad de un paternalismo que siempre es biempensante, que siempre es unidireccional, y que suele caer en la autocomplacencia que genera la dádiva. La solidaridad es una suerte de fraternidad: no hay allí subordinación posible, ni juego de poder en los afectos, y etimológicamente nos remite a la solidez de una causa común. Por eso sabemos que la vulnerabilidad compartida es uno de los mayores signos de resistencia, uno de los más indestructibles.

En la novela de Steinbeck, la joven Rose of Sharon no está sola en el parto. Le acompaña su madre, pero también la señora Wainwrigth, alguien que simplemente han encontrado por el camino. La matriarca de los Joad no deja de darle las gracias por lo que ha hecho por su hija, a la que no ha abandonado en ningún momento. El diálogo entre las dos mujeres podría ser la mejor definición de qué es la solidaridad:

(...) –No tiene que agradecerlo. Todos estamos en el mismo barco. Supóngase que fuéramos nosotros. También ustedes nos habrían echado una mano.

–Desde luego que sí –dijo Madre–.

–Cualquiera lo habría hecho.

–Cualquiera. Antes siempre decíamos que la familia era lo primero. Pero ya no es así. Contra peor estamos, más hacemos por ayudar a los otros (...).

La clave de lectura está en ese nosotros, que se diluye, que abre todas sus compuertas, y que de fortaleza se transforma en morada. La familia es mucho más que una familia, entonces. Es la misma pregunta que se hace la pensadora Marina Garcés en su libro Un mundo común, cuando se interroga sobre a quién nos referimos exactamente cuando pronunciamos ese nosotros. Nos dice la filósofa catalana que, en un mundo global, no sólo el yo sino también el nosotros ha sido privatizado. Encerrado en las lógicas del valor, la competencia y la identidad. El espacio del nosotros, insiste, se nos ofrece hoy como un refugio o como una trinchera, no como un sujeto emancipador.

La caridad promete refugios. La solidaridad emancipa seres humanos, poniéndolos en relación con el resto, sin pedirles a cambio sumisión ni obediencia a una idea, a una cultura o a unos símbolos. Las dos mujeres que atienen en su parto a Rose of Sharon no actúan por sentimiento de misericordia o de lástima. Dibujan un nosotros para el que no se necesita un contrato entre propietarios y arrendatarios. No hay súbditos. No hay limosnas. Ese nosotros es un yo dilatado, una primera persona amplificada, como diría Garcés. Es imposible ser sólo un individuo. “Lo dice nuestro cuerpo, su hambre, su frío, la marca de su ombligo, vacío presente que sutura el lazo perdido”, nos recuerda la autora de Filosofía inacabada. Hemos estado tantos años diciéndonos que no teníamos que mirarnos el ombligo –cuando eso era sinónimo de narcicismo y de culto al ego– que se nos ha olvidado por completo que tenemos, literalmente, ombligo, que existe un cordón umbilical con el mundo que pone en relación los cuerpos, por muy invisible que ahora nos parezca.

La solidaridad es la toma de conciencia de ese hilo de la vida, un hilo que, en realidad, siempre ha sido representado por la mitología como parte fundamental de nuestra existencia. Las Moiras griegas –y las Parcas romanas– hacen eso, mostrarnos que la vida es un tejido, que la vida pende de un hilo, que todo es vínculo, hebra y filamento. Las tres divinidades que cosen, Cloto, Láquesis y Átropos, representan, respectivamente, la rueca, la regla y las tijeras. O, lo que es lo mismo: la gestación, el transcurso y el deceso. Algo así están haciendo los mujeres de John Steinbeck cuando asisten al parto de un niño que nacerá muerto. Abren la posibilidad de la vida, la cierran, y la vuelven a abrir cuando Rose of Sharon decide alimentar a un vagabundo famélico.

'Las tres Moiras, o El triunfo de la Muerte'. Tapiz flamenco (1520).

'Las tres Moiras, o El triunfo de la Muerte'. Tapiz flamenco (1520).

La caridad, en su versión más siniestra, se ha convertido en una cronificación de la pobreza. La miseria humana vende. Y, si vende, hay un mercado que se puede beneficiar de ello. Por eso diferenciar la caridad de la solidaridad no es algo inocuo, ni inofensivo. Quien ponga en duda el concepto de caridad será tratado de desalmado porque, en realidad, lo que está haciendo es poner en duda los cimientos de una sociedad clasista y reaccionaria.

Eso es lo que, a su manera, nos dicen Daniel Raventós y Julie Wark en su ensayo Contra la caridad, un manifiesto, publicado este mismo año, en defensa de la renta básica. Los dos autores denuncian la caridad entendida como una relación desigual y no recíproca entre el que da y el que recibe, porque el que recibe no está en condiciones de corresponder. Incluso tildan de “estafa” el sistema aparentemente caritativo de las instituciones –y también de algunas empresas– que limpian su imagen a través de donativos y proyectos aparentemente desinteresados. Sostienen que el discurso de la caridad sirve, a menudo, para enmascarar la cruel desigualdad.

Edición en catalán de 'Contra la caridad'Sin embargo, nos dicen, hoy en día la palabra clave en política es división: el gran abismo entre los muy ricos y los numerosos pobres, la división entre hombres y mujeres, entre ciudadanos y refugiados, entre negros y blancos, el enfrentamiento de un grupo étnico contra otro, de una religión contra otra, de lo privado contra lo público. Por eso apuestan por la bondad, “en el sentido familiar de adecuado reconocimiento de todos y cada uno de los miembros de nuestra especie”.

Sin embargo, nos dicen, hoy en día la palabra clave en política es división: el gran abismo entre los muy ricos y los numerosos pobres, la división entre hombres y mujeres, entre ciudadanos y refugiados, entre negros y blancos, el enfrentamiento de un grupo étnico contra otro, de una religión contra otra, de lo privado contra lo público. Por eso apuestan por la

Otra vez aparece, pues, la idea de familia como algo expedito, como una brecha de posibilidad. Un concepto, el de familia, que hay que resignificar, para que no nos se encierre en sus muros de contención, sino que cosa y reconstruya los hilos de una fraternidad pervertida por la condescendencia. Hay dolor en la solidaridad. Pero es un dolor que se comparte, que nos afecta y que nos desplaza. El ombligo del mundo no es un agujero negro por el que perderse para siempre. Es la  cicatriz de un tiempo en el que no estuvimos tan desamparados ante el desierto árido y deslumbrante de la vida.