Libertad de creación, censura contra la imaginación / DANIEL ROSELL

Libertad de creación, censura contra la imaginación / DANIEL ROSELL

Filosofía

Los libros contra los algoritmos

Las nuevas amenazas al pensamiento crítico proceden de la digitalización de un saber controlado por empresas privadas que burlan los controles democráticos y ya no necesitan quemar libros

4 abril, 2023 19:00

La Reforma, al defender la libre interpretación de la Biblia, abrió la puerta a la modernidad del sujeto autónomo, capaz de decidir: un sujeto epistemológico, político y moral que subyace al pensamiento que va de Descartes a Kant y que universaliza en la práctica la Revolución Francesa. Pero hubiera sido imposible sin una innovación técnica previa: la imprenta. Su implantación permitió editar múltiples ejemplares y ponerlos a disposición de quien pudiera adquirirlos y supiera leer. Hasta entonces la lectura era un asunto colectivo. En las familias pudientes leía habitualmente en voz alta alguien joven, porque además de la escasez de libros escaseaban también los anteojos que corrigieran las dificultades de visión inherentes a la edad. Este tipo de lectura facilitaba el monopolio de la interpretación bíblica por el sacerdote, aún vigente en el catolicismo.

El libro es anterior a la imprenta. Pero ésta lo transforma. Incluso en las formas. Marshall McLuhan (El aula sin muros) sostiene que cambió la prosa, haciéndola “más culta y ligera”. También la poesía: “Gracias a la imprenta, la poesía hablada se hizo popular (...) la imprenta hizo posible su lectura rápida”. Y, sobre todo: “El libro dejó de ser algo que memorizar y se hizo obra de referencia”. Se convirtió en depositario para siempre del conocimiento y se generalizó su uso. Pronto el poder percibió la necesidad de controlar el saber. Lo explica Miguel Catalán (Mentira y poder político): “El aparato cultural, que nace como un subproducto de la explotación, será paradójicamente el que abra la vía a la crítica de esa misma explotación. Concebida como un instrumento de dominio, la cultura espiritual hará posible con el tiempo el análisis crítico de la dominación”. Había pues que vetar el acceso de los dominados a los bienes culturales y la crítica.

Sibthorp

En 1850 el Parlamento inglés discutió la conveniencia de establecer una tasa para crear bibliotecas públicas. No pocos diputados se opusieron. Entre ellos, Charles de Laet Waldo Sibthorp (1783-1855). En su opinión, los trabajadores no necesitaban saber leer. Él mismo afirmaba detestar la lectura. Un sentimiento que parece extendido y que, con frecuencia, se ha convertido en impulso destructor. Es conocida la inquina de la Inquisición contra las obras que no se ajustasen al dogma católico, plasmada en el Índice de los libros prohibidos, cuya lectura llevaba aparejada la pena de excomunión, además de otras más mundanas y dolorosas. Pero también la Reforma persiguió a los libros.

La libre interpretación defendida por Lutero no fue obstáculo para que las iglesias protestantes se ensañaran con los libros. Richard Ovenden (Quemar libros), director de la Biblioteca Bodley de Oxford, sostiene que “sólo en Gran Bretaña decenas de miles de libros fueron quemados, destrozados y vendidos como basura. Se perdió entre el 70% y el 80% de los libros de las bibliotecas británicas”. Y otro tanto pasó en el continente, donde “cientos de miles fueron destruidos”. La destrucción de las bibliotecas, es decir, del conocimiento, ha sido una constante a través de los siglos. Se buscaba con ello eliminar los depósitos del saber y frenar el progreso del oponente. Los ingleses quemaron la de Washington en su lucha contra la independencia de las colonias. La quema de libros, que arden a 451 grados fahrenheit, como explica la novela de Ray Bradbury, era, a veces, un primer paso.

Ray Bradbury, en su mesa de trabajo

Ray Bradbury, en su mesa de trabajo

Fue Heine quien se dio cuenta de que donde se empieza quemando libros se pasa pronto a quemar a las personas. En 1914 los alemanes prendieron fuego a la biblioteca de Lovaina. Contenía más de 300.000 libros y un millar de manuscritos clásicos. Fue reconstruida tras la primera guerra mundial y bombardeada de nuevo en 1940. En 1933 los nazis procedieron a la quema de libros en Berlín, ante el edificio de la Universidad Von Humboldt. En el mismo espacio un emocionante monumento recuerda hoy aquel acto de barbarie. En el suelo de la plaza, bajo unos cristales, pueden verse anaqueles vacíos que evocan la cultura destruida y la que dejó de producirse como consecuencia de no haber podido leer aquellas obras. La hoguera de Berlín no fue la única. Las estimaciones más ajustadas señalan que los nazis destruyeron unos 12 millones de libros entre 1933 y 1945. En 1992, los serbios prendieron fuego a la biblioteca de Sarajevo y dispusieron francotiradores para que los bomberos no pudieran frenar la labor del fuego.

Poner coto a la extensión del saber ha sido una constante de los poderosos. Emilio Lledó insiste en que hay que defender la libertad de expresión, tan amenazada, pero añade que ésta carece de sentido si no se dota previamente a los hombres de la capacidad de razonar, del acceso al conocimiento. De ahí que, además de con el fuego, los poderes hayan procurado siempre controlar la difusión de los textos a través de la censura directa o indirecta y de la manipulación de los relatos, hoy industrialmente, como ha señalado Hans Magnus Enzensberger.

Quema de libros en el Berlín de los nazis

Quema de libros en el Berlín de los nazis

Es una tradición antigua. Catón el Censor (234-149 AC) destacó en su defensa de las tradiciones romanas frente a las tendencias helenizantes y promovió que se expulsara de Roma a varios filósofos griegos. Sin embargo (¡ah el poder corrosivo de la lectura!) acabó adicto a estos pensadores y escribiendo él mismo. Juan Crisóstomo aborrecía las procacidades de Aristófanes pero lo leía regularmente para perfeccionar la propia prosa. Juliano el Apostata prohibió que los cristianos leyeran los libros de los infieles para que no pudieran criticarlos y según John Milton, Dionisio de Alejandría (¿190-265?) recibió un mensaje de Dios, que parece haber caído en saco roto: “Leed cualquier libro que caiga en vuestras manos, porque listos estáis para bien juzgar y estudiar todo tema”.

Milton fue un acérrimo defensor de la libertad de expresión y edición, como muestra su panfleto Areopagítica, dirigido a un Parlamento inglés que pretendía imponer la censura previa. Sostenía que el Estado puede y debe gobernar, pero no convertirse en crítico. Y aduce el absurdo de crear un cuerpo de censores: personas que deberían estar bien dotadas intelectualmente, lo que supondría que la comunidad perdiera las aportaciones de estas mentes, entregadas a un trabajo tan nimio como la lectura de cualquier texto, incluidos los malos. Aunque siempre ha habido gente con voluntad de censor. Algunos han hecho carrera.

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En España al menos uno llegó a ministro: Carlos Robles Piquer (1925-2018). A su méritos censores añadía el de ser cuñado de Manuel Fraga. De su finura literaria contaba Juan Marsé una anécdota. Esperaba la publicación de Últimas tardes con Teresa, pero no llegaba la autorización y decidió entrevistarse con el censor: Robles Piquer. Tenía el manuscrito subrayado y le hizo algunas sugerencia: “Mire, aquí pone muslo. Eso es muy erótico. Quizás sería mejor antepierna”. Y es que los partidarios de prohibir confunden a veces el sexo y el cerebro. Las amenazas contra la acumulación y difusión del pensamiento siguen vivas. En septiembre, el Parlamento europeo expresó su preocupación por las trabas a la libertad de prensa. Trabas que van desde la persecución directa a las subvenciones encubiertas en forma de publicidad pública desigualmente repartida.

El último monólogo del humorista Ricky Gervais (SuperNature) empieza con una reivindicación de la ironía y sigue pidiendo que nadie diga que una broma es ofensiva sin añadir que lo es “para él”, porque sentirse ofendido es precisamente eso: un sentimiento, personal e intransferible. Algo que no comparte la Asociación de Abogados Cristianos, dedicada a perseguir a quien critique sus creencias, confiando en la comprensión de algunos magistrados. Las presiones, amparadas en la defensa de lo políticamente correcto, generan altas dosis de autocensura. Son presiones políticas, económicas y hasta personales. A principios de los cincuenta apareció El hombre rebelde, de Albert Camus. Francis Jeason criticó la obra en Les Temps Modernes, revista que dirigía Jean-Paul Sartre. Camus acusó a Jeason de “censor”. Sartre intervino en la polémica y dio por concluida su amistad con Camus. El miedo a este tipo de rupturas contribuye a silenciar las discrepancias.

escritor Juan Goytisolo 1142296178 69455591 1536x1024

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En 2001, Juan Goytisolo publicó un artículo (Vamos a menos) en el que explicaba que en España estaba amenazado el derecho a la discrepancia cultural, en parte por las connivencias entre la prensa y el mundo editorial y también por amiguismos. El resultado había sido, decía, la concesión del premio Cervantes a Francisco Umbral, objeto de elogios desmesurados. Los críticos, sostenía, no se atrevían a discrepar en público. Días después explicaba que había recibido muchas llamadas y cartas felicitándole por exponer en voz alta lo que muchos callaban. “Respiramos mejor ahora y muchos pensamos como tú”, le habían dicho. Y se preguntaba: “Todos estos editores, escritores y periodistas que me han llamado ¿por qué no escriben lo que piensan?”, para dar él mismo la respuesta: “Creo que ahora existe una censura, un miedo al Gobierno o a los grupos mediáticos, una censura comercial del dios mercado, que me parecen mortíferas”.

Para entender la potencia de estas censuras encubiertas vale la pena volver a Miguel Catalán: “El saber organizado siempre estuvo al servicio del poder, en especial cuando su actividad se desplegaba en la metrópoli cortesana. Los doctos y artistas eran incorporados al servicio de la jefatura del Estado y la educación estuvo ligada siempre en origen a la función sacerdotal y burocrática”. Y con todo, vale la pena citar a este mismo autor, cuando apunta a la función crítica de algunos intelectuales, aunque sólo sea para no perder la esperanza: “Durante el periodo ilustrado empieza a manifestarse una clase de intelectuales que escriben sobre materia política y no son al tiempo publicistas gubernamentales o artesanos de la gloria nacional”.

Marshall Mcluhan El aula sin muro

Hoy nuevas amenazas se ciernen sobre la difusión del pensamiento crítico. Proceden de la digitalización del saber que ha hecho que acabe siendo conservado y controlado por empresas privadas que escapan al control democrático. Para silenciar las críticas no hace falta el fuego, basta con dominar ciertos algoritmos. O poder pagar a quien los controle y pueda difundir noticias falsas y hechos alternativos, como cuando Kellyanne Conway, consejera de Trump, sostuvo contra toda evidencia que la toma de posesión del presidente había sido la más masiva de la historia. Si se prefiere un ejemplo más prosaico que facilita Richard Ovenden: la cerveza belga Stella Artois era conocida popularmente como pegaesposas, denominación que acabó figurando en el artículo de la Wikipedia, para desaparecer al poco tiempo. La investigación llevada a cabo mostró que la supresión había sido efectuada por una empresa dedicada a las relaciones públicas. Las formas de censura sobre el conocimiento, como los caminos, del señor, son infinitas. Y habrá más.