Historia cultural de la ecología / DANIEL ROSELL

Historia cultural de la ecología / DANIEL ROSELL

Filosofía

Historia cultural de la ecología

La inquietud humana por la destrucción de la Naturaleza, desde los antiguos griegos a los celtas, pasando por las civilizaciones orientales, es un motivo literario recurrente

29 enero, 2022 00:10

El ser humano siempre se ha sabido inserto en una realidad superior o envolvente; a veces la misma cosa, como el mito del paraíso terrenal, que aúna a Dios en lo alto y la naturaleza en su expresión más perfecta, sensitiva y horizontal. Porque en el mito hebreo del Edén el hombre surge ya en un entorno exuberante, idílico, del que es expulsado por su imprudencia o soberbia (luego esa expulsión tuvo como epílogo el éxodo de la Tierra Prometida y, aún después de este, el de la dispersión por países extraños en permanente exilio). El mito del paraíso terrenal embellece también otras mitologías, y como recordó René Guénon tiene su paralelismo en el iranio Paradesha, que le otorga además su etimología. 

Se trata siempre de un lugar primordial puro, no corrompido, de fuentes cristalinas y belleza vegetal. La geografía de Mesopotamia (Entre dos ríos) también favoreció esta idea o visión en las culturas más antiguas. Y en las diferentes creencias y relatos que estudia la antropología se produjo esa caída, esa expatriación que se manifiesta de muchas formas pero que tiene un resultado común: la decadencia, el marchitamiento. Es lo que sucede con el simbolismo tradicional que rodea el mito del Grial, con su gasta floresta, su tierra baldía, su rey herido. Y el yermo, como se ha traducido a veces The Waste Land de T. S. Eliot, lo asoció este a la urbe desbordada, a la City frente a lo bucólico. Basta recorrer la selva de leyendas, creencias y testimonios que constituye La rama dorada de Frazer (que leyó bien Eliot) para comprender la importancia de la naturaleza no ya como hábitat, sino también como lugar sagrado para cualquier sociedad por primitiva que parezca.

The Waste Land, T.S. Eliot

La idea de la Florida, de Avalón (la interpretación más fiable de este nombre es algo así como pomar o manzanera), de ese lugar de la eterna juventud, siempre viene adobada por una naturaleza esplendorosa, por una plena lozanía, contraste con la muerte, la enfermedad, el decaimiento. Lo que fenece se asocia al desierto; al vergel, lo que tiene vida (esta que conocemos o una segunda imperecedera).Podemos, pues, y debemos hacer caso a quienes advierten de los peligros que entraña el daño que infligimos a la Tierra y atender los llamados de quienes hablan con voz cualificada, no tanto por lo científico sino por la elocuencia, ese arma que empuñan sobre todo los poetas, sin olvidar que la atención a la gran casa en que vivimos no es nueva, que hunde sus raíces en la literatura más antigua y se ramifica en toda la tupida selva posterior hasta llegar, fronda arriba, a nosotros. 

Naturalmente, en el campo de la acción, de pasar de la contemplación pasiva a los hechos, podemos leer a Jorge Riechmann y a otros que hoy advierten en España de las calamidades causadas al medio ambiente. En los siguientes párrafos, con todo, haremos un recorrido desde el pasado y otras latitudes hasta alcanzar a la actual crisis climática y a quienes, testigo de ella, la denuncian y tratan de azuzar conciencias. Lo mítico y lo literario son la misma cosa en Los trabajos y los días de Hesíodo, que presta atención a las labores agrícolas y a un orden natural.

HesiodoSi en la antigua Grecia se sientan las bases de la ciencia actual como basa de una columna dórica, cada vez más profusa hasta llegar al corintio de las ciencias modernas, es en Roma donde alcanza la cumbre el subgénero de canto a la naturaleza, aunque sea una naturaleza domesticada por el hombre: las Geórgicas de Virgilio con su canto al agro y las predicciones meteorológicas del Libro I (cuyo latín hoy enloquecería por los trastornos climáticos). También da que pensar el Libro IV, dedicado íntegramente a la apicultura: ¿no desaparecen las abejas, no corremos el peligro de que la falta de polinización que estas realizan cause males en la flora? Está también el canto pastoril de las Bucólicas, que tanto debe a Teócrito, y entretejido con el tema amoroso el rural y la añoranza de la Arcadia, esa otra encarnación de lo paradisiaco que, pasando por el poema homónimo de sir Philip Sidney, llega al Endimión de John Keats, con sus náyades y dríades, y hasta W. B. Yeats y su “Canción del pastor feliz”. Además está Lucrecio y De rerum natura, que sigue los pasos de Demócrito pero va mucho más lejos.

Si en la antigua Grecia se sientan las bases de la ciencia actual como basa de una columna dórica, cada vez más profusa hasta llegar al corintio de las ciencias modernas, es en Roma donde alcanza la cumbre

La rama dorada, Frazer

El Lícidas de Milton retoma lo pastoril, pero no hay que ir a Albión porque nosotros tenemos a Garcilaso y fray Luis de León y el tema de la naturaleza, si estereotipada, es frecuente en la poesía castellana del Siglo de Oro. Uno de sus máximos representantes, pero no uno de los nombres que inmediatamente vienen a las mientes al recordar el periodo, es de Pedro Espinosa, autor de “La fábula del Genil” y “Salmo a la perfección de la Naturaleza, obra de Dios”, del que procede este portentoso verso (entre muchos otros) dirigido a la divinidad: “¿Quién te enseñó el perfil de la azucena?”

Por aquellos tiempos de la Invencible y del asentamiento en España de parte de la nobleza gaélica tras la derrota de la batalla de Kinsale, tuvimos la oportunidad –desperdiciada– de conocer algo de la tradición céltica, a la que es tan cara la naturaleza desde los especímenes más remotos que tenemos, de Amergin a los monjes copistas que entre una página y otra de su códice dejaban poema sobre mirlos, ciervos, árboles y todas las delicias campestres. El rey Suibhne, que enloqueció, ha dado estrofas y más estrofas de lozana poesía de la naturaleza, y el siglo pasado adaptó su historia al inglés Seamus Heaney (Sweeney Astray), un autor, por cierto, que tuvo su debut poético con el libro Muerte de un naturalista, que muestra el choque de la curiosidad infantil con la realidad tantas veces cruda de los elementos y de la biología, que no se deja sobornar por lo amable.

Miscelánea celta, Miscelánea celta

Muchos irlandeses y escoceses fueron a América del Norte, y allí los indios con los que trataron siempre tuvieron una relación muy íntima con la naturaleza, porque esta formaba parte de su espiritualidad. El sioux oglala Alce Negro contó cómo estando sobre una alta montaña alcanzó una experiencia iluminadora: “Y contemplé cómo el círculo sagrado de mi cuerpo formaba parte de los muchos círculos que componen el gran círculo, amplio como la luz del día y como la luz de las estrellas en la noche, y en su centro crecía un árbol poderoso y florecido, para cobijar a todos los hijos de una misma madre y de un mismo padre. Y vi que esto era sagrado”. ¿Quién no recuerda cómo ponían a sus hijos, con la facilidad de plumas en sus tocados, nombres de osos, de caballos, de bisontes, de águilas? 

La Tintern Abbey en un lienzo pintado por William Havell (1804)

La Tintern Abbey en un lienzo pintado por William Havell (1804)

Uno de los primeros poetas de lo que serían los Estados Unidos, William Cullen Bryant, ganó la gloria, sobre todo, por “Las Praderas”, asombro en verso ante la magnitud de aquellas extensiones donde literalmente la naturaleza campaba por sus respetos. Y escritores y pensadores posteriores allanaron el terreno para la actual conciencia: Freneau con el poema “La religión de la naturaleza” (1815), Ralph Waldo Emerson con La Naturaleza (1836) y Thoreau con Walden (1854). Por cierto, que se atribuye erróneamente a Thoreau la creación de la palabra ecología, aunque si non é vero é ben trovato. Quien acuñó el término fue el alemán Ernst Haeckel en 1869.

Como en Alemania con Schelling y Hölderlin y Novalis, o en Italia con Leopardi (“El infinito” y su reverencia ante el paisaje visto desde una colina, como Alce Negro), en el Reino Unido, el Romanticismo fue fundamental en el aprecio de la naturaleza, y al final de Baladas líricas (1798) Wordsworth escribe en “Tintern Abbey”: “Por tanto soy amante todavía / de praderas, y bosques, y montañas; / y de todo cuanto hay que conozcamos / en esta tierra verde; del gran mundo / del oído y la vista, que crean ambos / lo percibido. Reconozco a gusto / en la naturaleza y los sentidos / el ancla de mis más puras ideas, / la guía y el guardián de mis afectos, / y el alma de mi ser moral entero” (traducción de Gabriel Insausti).

Retrato del poeta Hölderlin (1792), obra de Franz Karl Hiemer

Retrato del poeta Hölderlin (1792), obra de Franz Karl Hiemer

Enseguida, sobre los poemas que cantaban a la naturaleza se elevó la voz, muy celebrada al principio y luego eclipsada por la locura, de John Clare, el gran poeta ecologista inglés avant la lettre, que no solo cantó la fauna y flora de su comarca sino que enseguida alzó la elegía ante el cierre de los campos, la parcelación, el fin de los pastos comunales. A Clare hoy se lo estudia como preámbulo del ecologismo que vendría después, precursor de lo verde. Sin ser muy conocido, es ejemplo para los poetas que ya en el siglo XX han tenido y manifestado las mismas preocupaciones.

Por ejemplo, en Estados Unidos, uno de los más interesantes poetas de la Beat Generation, Gary Snyder. Mientras otros estaban más pendientes de la hierba y otras drogas, él lo ha estado de los bosques y otros éxtasis. Hondo conocedor de la tradición oriental como dos poetas que se movieron en la periferia de los Beat (Kenneth Rexroth y W. S. Merwin), Snyder ha abrazado el budismo, religión no teísta que cae más de lado de lo filosófico y respetuosa a rajatabla de toda forma de vida.

Selected Poetry of John Clare

Concomitante a menudo con ciertas formas de budismo, el haiku es una forma poética japonesa que privilegia la observación de la naturaleza y su relación con los cambios estacionales sin la intromisión de la subjetividad humana, y Basho, uno de sus principales cultivadores, alguien que dejó constancia de un largo viaje por montes y parajes silvestres en Sendas de Oku. Un bello haiku de Issa muestra la interrelación de lo grande y lo pequeño en la naturaleza: “Un alto monte / reflejado en el ojo / de una libélula”.

Es a finales del XIX cuando con la Revolución Industrial cambia la fisonomía de la tierra, y las humaredas de las chimeneas de las fábricas se convierten en señales de humo que podrían descifrar perfectamente un lakota o un iroqués pero que al hombre occidental, tan tardo en muchas cosas, le ha costado descifrar. Se produce entonces el viraje de la delectación ante la naturaleza al ecologismo. Si a aquella hay que amarla, este es alarma. Como en una cábala diabólica, las cosas se tuercen. En todo el mundo se advierte de esto.

Ecopoemas, Nicanor Parra

En el ámbito hispánico y el presente no faltan tampoco muestras de inquietud ante el problema ecológico. El chileno Nicanor Parra se dio cuenta hace ya cuatro décadas de que el discurso político ya no podía ser de capitalismo frente a comunismo, y abrió la puerta a una tercera vía manifiesta en Ecopoemas (1982). En uno de ellos lo deja expresado de manera imbatible: “El error consistió / en creer que la tierra era nuestra / cuando la verdad de las cosas / es que nosotros somos de la tierra”. Faltaban siete años para que cayera el Muro de Berlín, y aún estaba por ver cómo China, contaminante máximo, ha integrado en el colmo del horror ambos antagonistas: “Como su nombre lo indica / el Capitalismo está condenado / a la pena capital: / crímenes ecológicos imperdonables / y el socialismo burrocrático / no lo hace nada de peor tampoco”.

En México Homero Aridjis recogió el testigo en el libro de poemas Tiempo de ángeles (1994) y el de ensayo Noticias de la Tierra (2012). Su activismo medioambiental lo llevó a formar el Grupo de los Cien, en contra de la deforestación. José Emilio Pacheco tiene varios poemas sobre la calamidad ambiental. En “Séptimo sello”, de Irás y no volverás (1973), escribe: “Y poco a poco fuimos devorando la tierra / Emponzoñada ya hasta su raíz / no queda un árbol ni un vestigio de río / El aire entero es podredumbre / y los campos océanos de basura / Soy el último hombre / Sobreviví a la ruina de mi especie / Puedo reinar sobre este mundo / pero de qué me sirve”.

El poeta Ernesto Cardenal en sus últimos años / RTVE

El poeta Ernesto Cardenal en sus últimos años / RTVE

De Ernesto Cardenal es Cántico cósmico, muy preocupado por estos asuntos y, en especial, el poema “Nueva Ecología”, con su denuncia de los desechos químicos, el desvío de los cursos de los ríos, la extinción de especies. En la actualidad, la preocupación se une al anticapitalismo y al feminismo. En la novela Mugre rosa la uruguaya Fernanda Trías, preocupada por el “terror climático”, pone el dedo en la llaga de la carne procesada. 

Cada vez hay más voces que preconizan una ruptura con el crecimiento desmesurado, aprender a conjugar el progreso, en lo que vale, con la tradición del ritmo lento, los cambios de las estaciones cada una a su hora. La pandemia ha introducido nuevos elementos de reflexión que se añaden a los ya latentes sobre el cambio climático. Pero esto no es nuevo. San Francisco de Asís y su “Cántico de las criaturas” ya hablaban de la hermandad de todo y con la Tierra. De soberbia y adanismo, de esa misma hybris que nos ha llevado a explotar el planeta, podría calificarse la creencia de que la naturaleza es algo que acabamos de descubrir, cuando el amor por esta es algo que nos ha acompañado siempre. Incluso la preocupación ecológica es mucho anterior a lo que pensamos. No somos Adán y Eva: el mundo no comienza con nosotros. No habitamos el Paraíso.