'El triunfo de Aquiles'. Fresco del palacio de Aquileón (Corfú) / FRANZ VON MATSCH

'El triunfo de Aquiles'. Fresco del palacio de Aquileón (Corfú) / FRANZ VON MATSCH

Filosofía

Héroes, charlatanes y populistas

La historia cultural de la figura del líder nos ilustra sobre los mecanismos de seducción y desengaño de los caudillos políticos, resucitados por los populismos

13 diciembre, 2020 00:10

“El hombre, en todas partes, es enemigo innato de la mentira”. Lo escribió Thomas Carlyle (1795-1881), epítome del ensayismo romántico, en su famoso tratado Sobre los héroes (Athenaica), publicado en 1841 a partir de seis conferencias dedicadas a la materia heroica que versan sobre dioses, profetas, poetas, sacerdotes, reyes y revolucionarios. Sin embargo, la historia cultural de la humanidad es un largo trayecto cuyas estaciones esenciales delimitan una nutrida colección de ilustres falsedades, llámense religión –la invención trascendente–, arte –la creación artificial– o política, que es la administración de un poder que, aunque se ejerza y mantenga mediante la violencia, no deja de estar basado en una convicción ficcional, como formula el antropólogo Marvin Harris en su opúsculo Jefes, cabecillas y abusones (Alianza): “Cuando un cabecilla da una orden, no dispone de medios físicos certeros para castigar a aquellos que le desobedecen. Si quiere mantener su puesto, dará pocas órdenes”. 

La contención, lo dice la experiencia, no siempre es uno de los rasgos del poder, que tiende a prescindir de la prudencia de los sabios para ejercer el absolutismo de los que se creen infalibles. Los líderes políticos, esa constante antropológica, usan vestiduras entre las que figura la bondad. A través de su devenir pueden contemplarse con claridad los valores de las distintas sociedades. En unas predominaban el prestigio y el ejemplo; en otras, es el caso de la nuestra, sobresalen la impostura y una charlatanería que, aunque es un mal ancestral, jamás ha gozado de los instrumentos de intoxicación masiva que ahora tiene a su disposición. 

Thomas Carlyle (1854) ROBERT SCOTT TATEThomas Carlyle (1854) / ROBERT SCOTT TATE

Thomas Carlyle (1854) / ROBERT SCOTT TATE

Harris afirma que la capacidad de nuestra especie para configurar grupos jerárquicos es innata. Carlyle lo expresa con un hallazgo conceptual: “La sociedad está fundada en el culto al héroe. Todas las dignidades de jerarquía en las que descansan las asociaciones humanas vienen a ser una Herarquía (gobierno de los héroes). La etimología le da la razón: Dux (Duque) significa guía; un Rey (König) es un hombre que conoce y puede. En todas las manifestaciones culturales se intuye de alguna manera el culto ancestral de los héroes, figuras que, desde la perspectiva de Carlyle, son lo contrario a los líderes políticos contemporáneos, practicantes de un redentorismo comunal que, a la postre, sólo les beneficia a ellos. Se trata de un argumento de hace casi dos siglos, pero parece escrito ayer si lo aplicamos a los populismos que han irrumpido en el horizonte político inmediato. 

Como buen romántico, el ensayista escocés exaltaba la voluntad individual y concebía la Historia Universal como una biografía colectiva de grandes referentes espirituales. A los “dignatarios sociales”, en cambio, les otorgaba otro tratamiento: “son como billetes de banco, todos representan oro, pero muchos no son más que billetes falsos”. Para la mentalidad de Carlyle, una sociedad puede sobrevivir a las mentiras de sus gobernantes si éstas no superan un determinado límite; en caso contrario, acontece la revolución y la revuelta. No ha sido así: la política posmoderna, hija bastarda del relativismo, es una excepción a esta regla porque ha sido capaz de institucionalizarse y prevalecer sin que su patrón de valor sea la coherencia o la credibilidad, sino la propaganda y los simples silogismos de los argumentarios. 

Sobre los héroes, Carlyle

El populismo convierte a los individuos en una masa instrumental, en contra de la tesis de las democracias liberales. Sustituye la democracia por el asamblearismo y promete una redención colectiva que, como demuestra la historia, al final sólo cobija a sus promotores. Carlyle contrapone el prosaísmo de los líderes sociales de su tiempo con la epopeya de las edades antiguas, donde cada héroe expresa una fase mítica distinta. El resultado de esta comparación no puede arrojar otra conclusión más que la degeneración cultural de la figura del líder, sustituida por su remedo. ¿No es acaso eso con lo que nos topamos todos los días al contemplar a la clase política española? 

Es llamativo que la evolución de la idea del liderazgo que rige en las sociedades actuales haya sido inducida en lugar de acordada. Los políticos ya no pueden encarnar simbólicamente a los antiguos héroes, pero gozan de una inquietante omnipresencia en nuestras vidas a través de la realidad virtual creada gracias a los medios de comunicación. La entronización de estos caudillos, cuyo único mérito es haber llegado a controlar una estructura social cerrada –el partido–, evidencia hasta qué punto los aprendices de sofistas han ocupado el atrio que correspondía a quienes influían mediante la auctoritas en vez de incurrir en los excesos de la potestas. Este patrimonio político clásico, prácticamente desaparecido, no puede heredarse ni transmitirse a otros porque es intrínsecamente personal. Depende de virtudes voluntarias, como la autoexigencia, el ejemplo o la prudencia. 

Jefes, cabecillas, abusones, Harris

Al contrario de lo que sucede en el universo intelectual de Carlyle, en nuestros días no existe un principio espiritual de carácter universal que impulse la mitología política. Todo es material. Podemos incluso poner en duda la misma condición simbólica del liderazgo social, que básicamente administra –en su beneficio– los mecanismos de la seducción y el desengaño. Los héroes, escribe Carlyle, no pueden surgir del vacío. Necesitan unos cimientos culturales cuya solidez exige la existencias de fases históricas previas en las que los profetas, los místicos y los moralistas establecen un primer asiento intelectual que, más tarde. desarrollan los poetas y los literatos. Su tarea es desvelar la verdad en un océano de espejismos y fantasmagorías. Su singularidad es aceptar el sacrificio y asumir el dramatismo de la lucha frente al destino. 

Los héroes son seres solitarios que representan las aspiraciones colectivas, los sueños de cuya materia –como escribió Shakespeare– estamos hechos. O mejor dicho: estábamos. Porque la verdadera razón de su ausencia en nuestro tiempo es la pobreza espiritual de nuestras aspiraciones, concentradas en lo material y ratificadas por ese abuso de la estadística que, como escribió Borges, son las supremas mayorías sociales. Para Carlyle, que creía en la monarquía no hereditaria como forma ideal de gobierno, hemos sustituido a los dioses de la Antigüedad, a los poetas del Renacimiento, a los reformistas del protestantismo y a los sabios de la Ilustración por los caudillos parroquiales de los partidos políticos.

Las vovces de la imaginación colectiva, LaplantineEn este tránsito hemos renunciado a que la sinceridad dirija la política para aceptar el opio de las mentiras. Nuestra imaginación colectiva, el campo de significados y mundos esperados gracias al cual una sociedad civilizada asume riesgos –usamos aquí el concepto creado por el antropólogo François Laplantine– ha reemplazado el ejemplar espíritu de la epopeya por el mesianismo ramplón, la manipulación de la voluntad ajena y una colección de utopías sentimentales y arcaicas. Salimos perdiendo con el cambio, por supuesto.

En este tránsito hemos renunciado a que la sinceridad dirija la política para aceptar el opio de las mentiras. Nuestra imaginación colectiva, el campo de significados y mundos esperados gracias al cual una sociedad civilizada asume riesgos –usamos aquí el concepto creado por el antropólogo