El filósofo francés Edgar Morin

El filósofo francés Edgar Morin

Filosofía

Edgar Morin, filosofía e incertidumbre

Los libros del pensador francés, que acaba de cumplir cien años, contienen una enmienda a la totalidad contra el simplismo doctrinal de las sociedades occidentales

8 julio, 2021 00:00

“Hay que evitar los 100 años. Es mejor cumplir directamente 101”. Con esta frase irónica, publicada en las redes sociales, donde tiene cuentas activas, Edgar Morin (1921), uno de los filósofos europeos más influyentes de su tiempo, saludaba el glorioso amanecer de su primer siglo. Considerado el padre del pensamiento complejo, el filósofo francés ha entrado y salido como una exhalación (casi siempre con acierto) en disciplinas tan variadas como la cultura, la sociología, la política, el cine, la ciencia o el arte. A su edad sabe que la muerte le acecha, pero también que su obra intelectual le sobrevivirá y, con el curso del tiempo, acaso termine siendo, dado el erial humanístico que necesita el capitalismo tecnológico para maximizar sus beneficios, una última roca a la que aferrarse frente a la tempestad de idiocia, sentimentalismo y vanidad asentada en la mayoría de las sociedades contemporáneas. 

“La ciencia progresa, pero la conciencia retrocede”, escribía este junio. La centuria le coge dedicado al activismo. Acaba de sacar un libro reciente en la calle –Leçons d'un siècle de vie (Denöel)–, concede entrevistas por ordenador y disfruta de una vitalidad asombrosa para su edad, aunque en alguna ocasión haya dicho que empezó a sentirse viejo el día que, cumplidos los nueve años, quedó huérfano de madre. Desde entonces se considera de izquierdas: “alguien que sufre con los que sufren”. Su primer libro –El año cero de Alemania (Editions de la Cité Universelle, 1949)– versa sobre cómo una comunidad se enfrenta a su destrucción como civilización. La pandemia le obligó hace un año a encerrarse en casa de Montpellier, pero, lejos de recluirse en sí mismo, con ese espíritu rebelde que caracteriza a los que en algún instante de su vida fueron comunistas tempranos e irreverentes –expulsados ipso facto de la organización– decidió llamar la atención sobre la paradoja que supone que la tecnología haya dado lugar a un revival de los nacionalismos y las identidades superrealistas y excluyentes. Más conectados, menos unidos. Siempre perdidos.

Edgar Morin 2011

Mientras muchos de sus coetáneos morían desahuciados en los asilos –esas bocas abiertas del Infierno– Morin rumiaba lo que se nos viene encima: el desastre ecológico, el deterioro de la democracia, la resurrección del absolutismo demagógico y la sacralización de la ignorancia. Plagas infames de nuestra era, donde el hecho de querer pensar como un adulto, en lugar de a la manera de un adolescente, parece haberse convertido en una impertinencia imperdonable. 

Su biografía es un canto a la mezcla: hijo de judíos de Salónica, educado en la Sorbona y soldado en la resistencia al nazismo, Morin ha tenido durante sus diez décadas de vida tiempo para ver pasar ante sus ojos el suicidio de Europa, el auge y caída de los totalitarismos, los espías de la Guerra Fría, el fin de la Historia (que nunca llegó a la hora pronosticada por Fukuyama) y la eclosión digital. De todas estas cuestiones ha reflexionado en una singladura cuyos mapas de navegación son sus excelentes libros, donde predica la tolerancia y la diversidad frente al odio y la segregación cultural, al tiempo que defiende una educación en la que el conocimiento no se circunscriba a los intereses del mercado. Sí, Humanidades.

Edgar Morin

Morin debe parte de su prestigio a su ejercicio como crítico cultural. Él definió de una vez y para siempre la rotunda diferencia que existe entre los productos culturales –esos objetos industriales cuyo consumidor es el imaginario colectivo– y el conocimiento neto, cuyo objeto es interpretar la realidad en lugar de manipularla. La sociedad de masas no favorece el sentido crítico. De hecho, es su negación porque predica la cultura de la grey. Esta idea situó a Morin durante años en la periferia del ecosistema filosófico. Parecía un fin de raza. 

Cumplir lustros le ha permitido, sin embargo, asistir a muchos sepelios ideológicos y disfrutar del espectáculo de conocer el auge y el descrédito de todas las modas intelectuales. Ocurrió en el caso del existencialismo de la posguerra. Después, con el pacifismo. Fue también la causa de su oposición al seguidismo político de parte de su generación, seducida por el brillo asesino del estalinismo y la lógica redentorista de las sectas. El estudio a fondo de las ideologías le hizo sumergirse en la contracultura, que conoció de primera mano en La Jolla (California). Mucho antes, 1951 ya había roto relaciones con el Partido Comunista Francés. Casi veinte años más tarde escribía –a favor– del espejismo de Mayo del 68, aunque desde la orilla de quien sabe que cualquier religión –sagrada o atea– no es más que un ejercicio de desesperación ante la incertidumbre. Esto es: la muerte.

Edgar Morin 2

Esta firme convicción es la que, rebasados los cien años, lo ha convertido en un filósofo actual. Mientras todos los días oímos a gente decir que el pasado es una rémora, ignorantes de que sin el pretérito no se entiende el presente ni puede imaginarse futuro alguno, Morin concibe la tradición cultural de Europa como un imperfecto diálogo de culturas, donde no  necesariamente hay armonía y la violencia forma parte de la sinfonía. Director de revistas de ideas tan influyentes como Arguments o Communications, su ejemplo muestra cómo en Francia la creación y la filosofía son prácticas superiores al consumo ideológico. La verdadera cultura, por supuesto, no habita en los rebaños. Es un patrimonio individual que exige esfuerzo, la única herramienta ante la devastación repentina

En un mundo donde se ha instalado el miedo al otro, al tiempo que los nuevos inquisidores de la moral legislan la vida pública, cuando demasiadas sociedades eligen comportarse como hordas infantiles, siempre a la búsqueda de chivos expiatorios y obsesionadas con sus propios traumas porque son incapaces de gestionar su frustración y asumir la responsabilidad que implica la libertad, el filósofo anima a adentrarse en el crudo mundo real, donde las cosas no son como deseamos, sino como siempre han sido. Desordenadas, ininteligibles, injustas

Sólo frente al caos se comienza a entender. Pensar, según Morin, no consiste en transformar artificialmente en simple lo complejo, como postulan los profetas de la automotivación. Pensar es mirar de frente la complejidad de la existencia, génesis del verdadero conocimiento. La pedagogía está matando a la escuela. “Los alumnos” –ha escrito el filósofo– “son incapaces de formular perspectivas transversales y entender que la vida es una sucesión de situaciones contradictorias e imprevisibles”. 

Entender –y ésta es la gran lección de Morin– es un ejercicio que exige una actitud que parece haber caído en desuso. Presupone que nuestro espíritu tiene la voluntad de averiguar la verdad. Cada vez que un político dice que un problema es “complejo” está renunciando a explicarse porque, para hacerlo, antes debe desentrañar la confusión, en vez de limitarse a enunciarla. Su famoso método de análisis es un retorno al sentido común. Primer paso: saber distinguir hechos de interpretaciones y la verdad de la ilusión. Segundo: no hay más identidad que la universal. Tres: la vida es inseguridad. Cuatro: la cultura nos salvará del naufragio. “Hay que tener el coraje de afrontar las fuerzas negativas que trae la vida. Ser maduro es conseguir que, cuando los demás están contigo, sean mejores”. En un mundo donde muchos quieren que nos traguemos sus ruedas de molino, Morin, sin duda, es el último punk.