La cultura del flamenco en Cataluña / DANIEL ROSELL

La cultura del flamenco en Cataluña / DANIEL ROSELL

Ensayo

La cultura del flamenco en Cataluña

La historia del arte jondo revela su vitalidad desde finales del siglo XIX en esta comunidad autónoma y desmonta la falacia de que su presencia se deba al amparo de la dictadura franquista

7 noviembre, 2020 00:10

Historias del flamenco abundan, unas escritas y otras en suspenso desde hace años en el aire recosido de las peñas, las tabernas y las aulas universitarias, donde la afición hace repaso y recuento de las realidades de lo jondo. De su origen poco se sabe, si acaso su linaje mestizo y su alto grado de parentesco con la historia de los gitanos españoles, y de su intricada biografía se han buscado rastros de prestigio en la literatura. Parece ser que la primera vez que alguien plasmó que aquello existía fue Cervantes en La gitanilla (1613), una de las Novelas ejemplares. Más de dos siglos después, Estébanez Calderón confirmó que el flamenco era un hecho en sus Escenas andaluzas (1847), cuando ya triunfaban los cantaores El Fillo y Antonio el Planeta, y no tardaría en hacerlo Silverio Franconetti, a quien se le atribuyó la invención de los cafés cantantes.  

Casi en la misma fecha, Prosper Merimeé registró en las notas de sus Viajes por España (1846) su asistencia a una fiesta flamenca en Barcelona, “a mil leguas de Andalucía”, donde “había tres guitarras, y cantábamos a voz en grito en caló y en catalán”, anota el escritor francés. En los carteles de la Ciudad Condal se leían entonces los nombres de cantaores como Dundito y Chocolate, mientras que la bailaora Manuela Perea, la Nena, a su regreso de los teatros de Londres, recibía grandes elogios tras actuar en el barrio de Gracia: “Fue un bello triunfo el que consiguió, uno de esos a los que está acostumbrada la graciosa bailarina que cuenta los días por ovaciones. Perla del Mediodía de la España, la Nena es uno de esos hechizos, una de esas joyas que brillan en un teatro como un diamante en una corona”, informó el Diario de Barcelona el 4 de enero de 1852

Cuando se van a cumplir diez años de su declaración como Patrimonio Inmaterial Cultural por parte de la Unesco, el flamenco está considerado una expresión artística con algo más de dos siglos de historia. Es, sin duda, fruto de la síntesis de multitud de tradiciones: los cantos musulmanes, la música judía y las canciones mozárabes, por ejemplo, más la impronta del pueblo gitano y, cristalizó, con el tiempo, en tierras de la Baja Andalucía –no por casualidad en ciudades con puerto o con gran actividad comercial, como Sevilla, Jerez y Cádiz–. Además, no tardó en ganar popularidad y conocimiento a causa de su autenticidad y su fuerza hasta extenderse desde mediados del siglo XIX por la oferta teatral de las grandes capitales –principalmente, Madrid y Barcelona– como reacción al predominio de las músicas italianas y francesas. 

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Fotografía de gitanos de Barcelona, junto al dramaturgo Juli Vallmitjana / MAE / INSTITUT DEL TEATRE / MARTA VALLMITJANA

En el caso concreto de la capital catalana, el cante jondo demostró una rápida adaptación al gusto de los consumidores urbanos y a las variadas fórmulas de representación. Así, ya a finales del siglo XIX, pasó en los teatros de complemento para otros espectáculos –a modo de pausa musical en el intermedio de una pieza de texto– a convertirse en el principal reclamo de los carteles, tal como ha estudiado el profesor de la Universidad Pompeu Fabra Eloy Martín Corrales. Todo, además, impulsado por su temprana profesionalización. El auge de los cafés cantantes, tan vinculados con la aparición pública del flamenco, tuvo en Barcelona uno de sus centros más importantes dentro de España. En concreto, proliferaron en el Raval, dando lugar a una explosiva mezcla de prostitutas, obreros y marineros ociosos, gentes de clase media en busca de vicio y aventuras, lemas revolucionarios y nuevos sones de jazz y de bulerías.  

Para calibrar el temprano despegue del flamenco en Cataluña es ilustrativo atender a las crecientes críticas que cayeron sobre él desde diversas trincheras morales, ideológicas y, por supuesto, políticas. Entre sus enemigos se situaron los defensores de la moral, hostiles a la música jonda por considerarla una escuela de riñas, borracheras y prácticas licenciosas; la burguesía industrial, por entender que contribuía a retrasar la necesaria domesticación del proletariado y, por supuesto, el catalanismo y el nacionalismo catalán, que lo creyó ajeno a la sociedad que creían representar. “No se escucha nada más y se olvidan todas las hermosas y decentísimas canciones catalanas”, proclamaba el obispo José Torras y Bagés, impulsor de la Renaixença, quien alertaba también de que “la adopción de costumbres extranjeras señala el fin de una raza”.  

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El óleo Baile flamenco de Ricard Canals, pintado durante su etapa parisina / COLECCIÓN CARMEN THYSSEN-BORNEMISZA

El flamenco gozó, pese a las andanadas, de una extraordinaria vitalidad en Barcelona a comienzos del siglo XX. “Puede que quienes bailaran sardanas tuvieran el patriotismo en los pies, pero la mayoría de los catalanes utilizaban los suyos para dirigirse a las zonas de esparcimiento y acudir a los cabarés y cafés cantantes”, sostiene la profesora Sandie Holguín, de la Universidad de Oklahoma, en el estudio Vergüenza y ludibrio de las ciudades modernas: los nacionalistas ante el flamenco en la Barcelona de 1900-1936. Por aquellos años, abrieron locales como el cabaré flamenco Villa Rosa, que acabaría por convertirse en el centro de atracción de la afición, y surgieron las primeras sagas locales, como la iniciada por el guitarrista Miguel Borrull Castelló, padre de Miguel Borrull Jiménez, uno de los mejores instrumentistas de la primera mitad del siglo XX.

No es extraño, por tanto, que los espectáculos de baile y cante ocupasen un lugar sobresaliente en la programación de la Exposición Internacional de 1929. El certamen impulsó un importante desarrollo urbanístico y avivó su proyección como destino del turismo internacional, gracias a la oferta flamenca, tal como ha demostrado Montse Madridejos en su tesis doctoral El flamenco en la Barcelona de la Exposición Internacional 1929-1930. Para atraer al público norteamericano se agitó una “Barcelona. Picturesque City of Spain. Birthplace of romance… [Barcelona. Pintoresca ciudad de España. Cuna del romance…]”, con anuncios donde un hombre ataviado con sombrero de ala ancha abrazaba su guitarra, y para los visitantes nacionales se acudió al pintorequismo del Pueblo Español de Montjuïc, donde se podía pasear por “patios andaluces” y encontrar “un ambiente de soleares”. De esta cita, precisamente, salió una de las grandes figuras catalanas del flamenco: Carmen Amaya.  

Carmen Amaya visita en 1959 el barrio de Somorrostro rodeada por una multitud.

Carmen Amaya visita en 1959 el barrio de Somorrostro rodeada por una multitud.

Casi en paralelo, la cultura jonda despertó el interés de artistas catalanes de finales del XIX y comienzos del XX, atraídos por la aparición de un mercado internacional cautivado por los lienzos con motivos españoles. Ramón Casas, que llegó a recibir clases de guitarra impartidas por el botones de su hotel en Granada, pintó con 17 años su Autorretrato en traje flamenco, lienzo que llegó a exponer en París; Isidre Nonell y Ricard Canals dejaron numerosos testimonios del ambiente en los cafés cantantes, y Santiago Rusiñol participó, invitado por Falla y Lorca, en el Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922 con el apodo de El Niño de Barcelona. También, por entonces, el dramaturgo Juli Vallmitjana arrastraba al joven Pablo Picasso a la montaña de Montjuïc y al barrio de Hostafrancs, donde se arremolinaban, entre la miseria, los gitanos.   

Enganchado a esta ola, el flamenco se arrimó a las vanguardias, necesitadas de alma e ideario en su búsqueda y su peregrinación por lo nuevo. Aunque combatido por los intelectuales españoles –por la Generación del 98, en especial–, el universo jondo fascinó a pintores, escultores, pioneros del vídeo y la fotografía con su oscuridad, su llanto y su fiesta. Por ejemplo, Man Ray eligió una saeta de Pastora Pavón, la Niña de los Peines, como banda sonora para una de sus películas y Francis Picabia pintó en La revolución española (1937) a una mujer vestida de gitana rodeada por dos esqueletos rematados por un clavel y una montera. Entretanto, el bailaor vallisoletano Vicente Escudero triunfaba en los teatros de Nueva York, Londres y París, donde subió al escenario de la sala Pleyel dos motores para bailar al son de la máquina.

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Autorretrato en traje flamenco’ (1883), del pintor Ramón Casas / MUSEU NACIONAL D’ART DE CATALUNYA

A ese flamenco de horma moderna le acompañó, pasados los años, otro comprometido con la ideología republicana y, por tanto, alejado de ese cliché que ha situado de forma generalizada al arte jondo y a sus protagonistas en la órbita del bando sublevado. Como ocurrió en otros ámbitos de la vida española, los artistas se sumaron, con más o menos entusiasmo, a uno y otro bando. Hubo quien eligió bandera por razones de tipo ideológico y quien lo hizo por simple oportunismo político, cuando no por puro instinto de supervivencia. No faltaron tampoco aquellos que se posicionaron fundamentalmente por el deseo de satisfacer al público al que se dirigían ni los que se vieron envueltos en conflictos que no entendían o no querían entender. Unos fallecieron en el frente; otros, represaliados, y algunos más, marcharon al exilio.     

La burda identificación del flamenco con el franquismo olvida, por ejemplo, el elevado número de espectáculos jondos ofrecidos en Barcelona durante la República y la Guerra Civil, así como la celebración de numerosos festivales antifascistas y recitales en las trincheras en apoyo de los combatientes. Sin ir más lejos, el presidente de la Generalitat Francesc Macià asistió a algunas citas flamencas, como una benéfica en el Circo Barcelonés “para los obreros sin trabajo” el 3 de junio de 1931 con el cantaor Manuel González, Guerrita, como cabeza de cartel. Cabe destacar también que el primer recital flamenco en el Palau de la Música –sede del Orfeò Català y sancta sanctorum del nacionalismo catalán– se produjo en plena contienda: el Festival Pro-Heridos de 1937, con el Niño de Utrera, Sabicas e Imperio de Granada. 

Manuel González, Guerrita, canta el fandango republicano De matices tricolor

Sobre el asunto, Martín Corrales desveló en el estudio El flamenco en la Barcelona: julio de 1936 a mayo de 1937 que, entre esas fechas, hubo en la capital un total de 86 funciones en los teatros de cante y baile jondo, cifra que ascendería a casi 120 si contabilizamos la totalidad de los espectáculos celebrados en otros espacios, como los cafés cantantes. “Sin duda alguna, un nivel de presencia flamenca superior a la que tuvo lugar en el largo franquismo y en el período democrático”, ha señalado el profesor de la Pompeu Fabra. En esta misma línea, Montse Madridejos ha recordado que, “aunque muchas voces han situado al flamenco en el flanco derecho de la política, la mayoría de los espectáculos en los que el flamenco en Barcelona se mezclaba con otras actividades, no exclusivamente musicales, tenían vinculación con algún evento republicano”. 

Como dato revelador, con el nuevo régimen nacido en 1931, surgió una nueva variante de fandangos, los republicanos, con letras alusivas al vuelco político, la mayoría de los cuales fueron grabados en compañías discográficas con sede en Barcelona y con artistas asiduos de la cartelera de la capital catalana. Apenas un mes después de proclamada la República, el cantaor sevillano Manuel Vallejo ya había registrado los fandangos Al grito de Viva España y Un minuto de silencio para la discográfica barcelonesa La Voz de su Amo. El murciano Manuel González, Guerrita,  grabó para el sello Odeón los fandangos En Jaca se rebelaron / fue el 14 de abril y España es republicana / de matices tricolor, cuya letra dice: “Quiero decir con pasión / este fandango que canto. / Quiero decir con pasión / España Republicana / y lo es de corazón / ¡Abajo la ley tirana!”.+

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Retrato del bailaor Vicente Escudero, firmado por Richard Avedon / MUSEO REINA SOFÍA 

Luego, a la salida de la Guerra Civil, el franquismo moldeó el flamenco como una manifestación de la cultura española, situándolo como embrión de la industria del espectáculo y como atractivo (otra vez) para el turismo. Aun con la sombra de la represión y de la censura, a partir de la década de los cincuenta, llegaron los concursos nacionales, surgió la flamencología, abrieron las peñas flamencas y se convocaron los primeros festivales de verano, incluso los promovidos por artistas de ideología comunista como José Menese y Francisco Moreno Galván. En paralelo, los intelectuales iban acercándose al universo jondo con el propósito de asomarse a la tradición o desvelar sus secretos: Ricardo Molina, José Manuel Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Antonio Gala o Félix Grande.

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 Rosalía y Raül Refree, durante un concierto en Madrid

A la vuelta de la democracia, el flamenco perdió terreno entre las predilecciones del público catalán y el nacionalismo lo arrinconó desde el poder porque siempre entendió que su aceptación entre las clases populares dificultaba o imposibilitaba su objetivo de inculcar a la población música y entretenimientos más acordes a sus objetivos políticos. Encontró cobijo, eso sí, en las asociaciones y peñas fundadas por los emigrantes andaluces –más de 840.000 personas, en 1970–, quienes avivaron, de nuevo, la celebración de recitales jondos en muchas salas y teatros comerciales. De este ambiente han surgido algunos nombres importantes del panorama actual: Mayte Martín, Duquende, Miguel Poveda, Juan Ramón Caro, Montse Cortés Juan Gómez, Chicuelo, y Rosalía. Y es que el flamenco vive. Siempre es leña vieja para fuegos nuevos.