Fachada de la Casa Batlló, en Barcelona /PIXABAY

Fachada de la Casa Batlló, en Barcelona /PIXABAY

Ensayo

Los Batlló en la Casa de Los Bostezos

La colección amasada por los Batlló, con una parte ahora en el MNAC, se fue dispersando desde el momento en que la familia perdió sus propiedades industriales

19 enero, 2020 00:00

“Los verdaderos intereses son quiméricos”, escribió Gaston Bachelard, cuando trataba de desmitificar el concepto del arte como posesión. El lienzo impresionista, éxtasis del fetichismo, forjó su hegemonía a lo largo de un siglo y medio. Pero cuando la nueva clase empresarial producto de la Revolución del Vapor abrazaba las vanguardias estéticas, los coleccionistas catalanes hicieron visibles sus capturas de arte románico fruto del expolio de las basílicas pirenaicas y de los monasterios del Cister, que mantenían la memoria del país milenario, como Poblet, mausoleo de los reyes. Así, la propuesta de las vanguardias quedó relegada momentáneamente por el arte sagrado de muchos siglos antes. Este fue el caso emblemático del efecto provocado por la Majestad Batlló, una imagen en madera policromada del siglo XII, que presenta a Jesucristo crucificado en actitud triunfante, sin rastros de sufrimiento. Su procedencia se ha situado en la comarca de la Garrotxa y actualmente se encuentra en el MNAC. Debe su nombre al coleccionista Enric Batlló i Batlló, que la compró, según dijo, en un mercado de antigüedades y la donó a la Diputación de Barcelona, cubierta por una capa de barniz que impedía ver la policromía.

En el medio siglo pasado, el gran crítico y poeta barcelonés, Juan Eduardo Cirlot, escribió en su Diccionario de símbolos que “el símbolo es una ciencia exacta y no la simple ensoñación de fantasías individuales”. Cirlot habló de la identificación cultural del símbolo, no de su explicación a la luz de una teoría. Al convertir el símbolo en una matemática del arte, algunos especialistas y coleccionistas de los años cincuenta y sesenta ocultaron su interés por las vanguardias y buscaron la forma de refugiar sus colecciones en policromías y obras medievales de carácter religioso. La siembra del noucentisme había dado sus frutos gracias a escritores y críticos como Eugeni d’Ors, que puso el foco en la exactitud de la obra, sin deslindar su concepto, pero despreciando el adorno matizado del mundo vanguardista, que él consideraba barroco.

Majestad Batlló, imagen policromada del siglo XII, en el MNAC / MNAC

Majestad Batlló, imagen policromada del siglo XII, en el MNAC / MNAC

Resabio de la fiebre simbolista

Aquella fiebre del símbolo contaminó a uno de los mejores coleccionistas del país, el industrial Albert Folch Rusiñol, accionista y creador de Titán, el grupo que se ha mantenido en los primeros puestos entre los fabricantes de pinturas y tintes en Europa. Folch Rusiñol creó una colección de arte no europeo muy centrada en Africa, con la colaboración del artista Eudald Serra y de August Panyella, impulsor del Museo Etnográfico, convertido ahora en el Museo de las Culturas del Mundo.

Hoy queda un resabio de la fiebre simbolista en opiniones discretas de mecenas sobresalientes, como Helena Cambó, la hija del político regionalista (presidenta de la Fundación Instituto Cambó y miembro de honor del patronato del Museo del Prado), o como Josep Sunyol y Antoni Vila-Casas.

Cirlot y Alexandre Cirici Pellicer fueron el sujeto teórico de unas décadas de creación en la España pobre, afectada todavía por la posguerra. Las vanguardias viajaban entonces desde la nostalgia dels Quatre Gats a la inesperada realidad del Dau al Set (el nido de Modest Cuixart, Antoni Tàpies, Joan-Josep Tharrats, Arnau Puig y Joan Brossa) y desde el espíritu del Cau Ferrat de Sitges al Cadaques de Dalí, un caucus de protegidos y protectores.

La Casa de los Bostezos

La colección Batlló arrancó al final del ochocientos, gracias al impulso algo borroso de uno de los miembros de la familia de Olot, Enric Batlló i Batlló, impulsor del complejo textil Can Batlló, una parte del cual está situado en el interior de la actual Escuela Industrial. En todo caso, el corazón de la maquina fabril de los Batlló  se construyó en los terrenos de Can Mangala y se puso en marcha como fábrica textil en 1880, junto a el Vapor Vell y el Vapor Nou, y a la España Industrial de los Muntadas Prim. Estas cuatro instalaciones se convirtieron en uno de los motores económicos de Barcelona y dinamizaron la transformación urbana del distrito Sans-Montjuïc. Además, aquel poderoso foco textil nació casi al mismo tiempo que su plataforma logística: estaba a pocos metros de la estación de ferrocarriles de la Magoria, nexo de trenes mercancías cargados en dirección a diferentes puntos de España.

Imagen de uno de los míticos balcones de la Casa Batlló de Barcelona / CG

Imagen de uno de los míticos balcones de la Casa Batlló de Barcelona / CG

Cuando después de la Guerra Civil, los Batlló, ya en franca decadencia, cayeron en manos del emporio de Muñoz Ramonet se producía el primer gran estallido textil del novecientos: fue en la década de los 40, con el hundimiento paulatino de las colonias Rosal, Sedó o Güell, entre otras, instaladas en las cuencas de los ríos Llobregat, Cardener o Ter. Desde aquel punto y aparte, los descendientes de los emprendedores Batlló han litigado con el Ayuntamiento de Barcelona por la calificación urbanística de la Magoria. El consistorio convirtió las ruinas en zonas verdes, gracias al Plan General Metropolitano, pero los últimos Batlló exigieron su parte.

El tiempo de la imaginería industrial daba paso al de la especulación inmobiliaria y las colecciones de arte se adaptaron al cambio. Los Batlló encargaron a Gaudí el rediseño de la famosa Casa Batlló del Paseo de Gracia que, en su mejor momento, fue conocida en la ciudad como la Casa de Bostezos por la admiración contenida de los curiosos. En su espacio museístico, la Casa conserva puertas y muebles originales realizados por los talleres de ebanistería Casas i Bardés, siguiendo las directrices de Gaudí, cuyos diseños biofórmicos pertenecen ya al arte contemporáneo.

Bernat, el fundador de Chupa Chups

El gran arquitecto de la Sagrada Familia construyó un piso principal con acceso independiente, recubrió de azulejos blancos y azules el patio interior y sobrepuso sobre la antigua fachada un enorme trencadís de vidrios y colores. Coronó el edificio con una doble cubierta y optó por un mobiliario de líneas esenciales, desprovistas de elementos superfluos, basándose en materiales como la madera, con sus vetas naturales ricas en texturas. En resumen, puede añadirse que sus piezas emblemáticas, como La Silla y el Confidente, reúnen dos cosas: la adaptación ergonómica del usuario y la inventiva extrema del arquitecto.

La colección amasada por los Batlló se fue dispersando desde el momento en que la familia perdió sus propiedades industriales. Agotada la fuente del dinero, los descendientes buscaron nuevas formas para conseguir recursos, vendiendo piezas de la colección o recalificando propiedades. El último episodio de la emblemática finca del Paseo de Gracia empieza en Iberia de Seguros, una compañía en quiebra que consiguió hacerse con la Casa gracias a un golpe de ingeniería financiera que convirtió a Enric Bernat, fundador de Chupa Chups, en el dueño de la Casa Batlló. Corrían los primeros años noventa, cuando la empresa de caramelos capotaba por su frente internacional y los Bernat decidieron poner en valor una de las joyas turísticas de Barcelona. El resto lo explican las colas interminables de turistas japoneses y chinos atraídos por el diseño gaudiniano. Las visitas guiadas y el patrocinio han devuelto el resuello a los dueños del edificio, que cambiaron la industria por el goteo, euro a euro, de millones de personas de todo el mundo.

La colección, en el MNAC

Lo que queda visible hoy de la Colección Batlló se encuentra en el MNAC, donde se incluyen donaciones como la citada Majestad Batlló, relacionada por los expertos con el Volto Santo de la catedral de Lucca; a ella se unen piezas de artistas no coleccionistas como Eusebi Valldeperas o  Josep Pascó, movidos en su momento por sentimientos más eruditos que obsesivos. Del arte medieval, destacan los únicos frontales con firma de autor, que se conservan en el MNAC: el Frontal de altar de Chía y el Frontal de altar de Cardet, ambas obras de Iohannes, realizadas en un taller de la Ribagorza.

En conjunto, la donación desinteresada de los Batlló fue de 900 pìezas, según los cálculos realizados por expertos, como Benoventura Basegoda. La parte de la familia en el fondo museístico comprende, además del arte románico, obras de artistas recientes, tan destacados como Ramon Amadeu, Joaquim Vayreda o Manuel Pereira, entre otros. La mayoría de piezas de esta serie, que fue una de las últimas grandes colecciones catalanas, enriquecen las piezas del Renacimiento y el Barroco, expuestas en el mismo MNAC.

Avanzamos en el laberinto luminoso de los símbolos buscando “menos su interpretación que su comprensión; menos su comprensión que su contemplación”, en palabras de Cirlot. ¿Es el placer de la contemplación privada lo que buscan los coleccionistas o solo invierten en arte para mantener o incrementar el valor de su patrimonio? Los mecenas que apuestan por artistas noveles muestran un valor pocas veces reconocido. Quizá no les mueve solo el interés. O quizá son prisioneros del interés quimérico del que habla Bachelard.