Democracias

Indultos y teología barata

28 junio, 2021 00:00

El escritor Léon Bloy, maestro indudable en el arte de la injuria y practicante consumado de la retórica incendiaria, esa forma secreta de artesanía verbal, decía que “en la vida existe una única tristeza: la de no ser santos”. Una meditación llena de realismo (que además tiene el detalle de prescindir de la insufrible melancolía) sobre la verdadera condición humana. Algo que parece imposible de hacer en la correosa política española, marcada en los últimos días por el espejismo de la bondad gubernamental que ha conducido a la liberación arbitraria de los presos del procés, los políticos catalanes que –a sabiendas– conculcaron los derechos constitucionales de todos –incluidos buena parte de los catalanes– con la inequívoca voluntad de imponer sus dogmas políticos. Sin mayoría, sin competencias y sin razón. 

Bloy consideraba que el mundo moderno se había convertido en el reino de Satanás y que el Maligno había contaminado la vida cotidiana con desgracias como el sufragio universal, la democracia, la tolerancia, el materialismo, el feminismo o el divorcio, herramienta suprema para destruir la herencia cultural cristiana. Evidentemente, no era un progresista, pero la vehemencia de sus obsesiones se entiende mejor, igual que los indultos de Sánchez & Cía, si tenemos en cuenta que el iracundo libelista francés vivió su juventud inmerso en un fiero ateísmo y dedicó sus mejores años –que siempre son los que se han ido para siempre– a atacar a la Iglesia. A los veintitrés años participaba en la Comuna de París arropado por banderas revolucionarias. Devoto de Rimbaud, Verlaine y Barbey d’Aurevilly, éste último lo acogió bajo su protección y mudó su desasosiego en fundamentalismo católico. Igual que Pablo de Tarso, cegado por una luz divina, Bloy se convirtió en aquello que censuraba

Similar transformación parece ser la del presidente del Gobierno, al que sus heraldos y otros cuerpos civiles y pensionados alaban por “su valentía” mientras sus críticos lo acusan de cometer el delito (político) de la altísima traición. Parecen posiciones antagónicas, pero no son tales. Se puede ser perfectamente un traidor valiente. El adjetivo, en este caso, no anula al sustantivo; lo complementa. Que Sánchez asume un elevado riesgo político al excarcelar a los cabecillas de la revuelta independentista en Cataluña es una perfecta obviedad. Que lo hace además contradiciendo sus palabras y promesas, también. 

De la suma de ambos enunciados se infiere la perspectiva completa de este caso: el presidente del Gobierno no tiene problema en cambiar de principios o destruir a su partido –con el asentimiento de todos sus dirigentes actuales– porque, en un ejercicio de adanismo muy propio de su generación, piensa que el mundo empezó con él (sin caer en la cuenta que, en coherencia, también acabará al término de su ciclo político). Que esta fecha se encuentre próxima –como sugieren algunas encuestas– o más lejana, dado que el botón electoral es una de sus prerrogativas políticas, es sólo una cuestión de tiempo. Todo llega.

Aunque en la Moncloa creen que el transcurso del calendario terminará desactivando la impopularidad de la decisión, ya consumada, nadie puede asegurar que el personal vaya a olvidarse no tanto de los indultos, sino de la ausencia de una contraprestación lógica para la excarcelación de los condenados por el Tribunal Supremo. El elemento ambiental, que sencillamente es un pánico atávico a la verdad, sólo opera en parte de la Cataluña oficial. El tiempo no parece que vaya a curar la herida catalana –esa cicatriz que el nacionalismo ha extendido sobre la piel de España– porque este perdón táctico e interesado, además de innecesario, contradictorio y nada pedagógico, va a reabrir de nuevo el conflicto. 

Los independentistas, mártires de pacotilla, piensan que la medida de gracia avala sus mentiras y es el inicio del camino para lograr la condonación de sus delitos (entre ellos, la malversación) y llegar algún día no lejano a pactar una consulta política. En cierta medida, tienen razón: si han logrado que el PSOE y Podemos, a cambio de nada, respalden un trato privilegiado ante la ley para sus héroes no es imposible que Moncloa termine entregándoles el derecho (que es de todos) a decidir sobre los límites de la soberanía española. 

El inconveniente es que los indultos y su teología barata han avivado el fuego contra quienes en Cataluña llevan lustros resistiendo el totalitarismo de los buenos catalanes. Familias, profesionales, intelectuales, empresarios y trabajadores que, a pesar de la presión y el amedrentamiento cotidiano, muy efectivo dada la posición del empresariado, los sindicatos o la Iglesia (cuna de los creyentes de cualquier signo) defienden la libertad de pensar y exigen la igualdad ante la ley. Los catalanes constitucionalistas, aquellos que no creen en la distopía amarilla, son los huérfanos de este cuento de terror. Por supuesto, no han tenido ni voz ni voto en esta decisión. ¿Para qué? Su verdad estorba al Vaticano.

Sánchez ni siquiera se refirió a ellos en el acto propagandístico del Liceo. No fue, desde luego, ningún olvido. Más bien se trató de un silencio que nos confirma que la Moncloa ya aplica en Cataluña un patrón diplomático, más propio de la política exterior que de la interior: no mentar a la oposición en aquellas cancillerías donde la democracia no es un valor, sino un problema. Sólo por despreciar los derechos de los ciudadanos no nacionalistas, los indultos de Sánchez van a quedar en la memoria como el recordatorio de que la santidad predicada, en el fondo, no es sino una equidistancia infame con quienes han pagado un precio –altísimo– por su libertad. Como escribió Léon Bloy: “En estado de desgracia, la belleza siempre es un monstruo”. Y la falsa santidad, el estiércol de un tiempo lleno de tartufos.