'Homenot' Patxo Unzueta / FARRUQO

'Homenot' Patxo Unzueta / FARRUQO

Democracias

Patxo Unzueta: retrato del editorialista de prensa como artista maduro

El periodista vasco, autor de ensayos sobre el nacionalismo vasco y maestro del género del editorial, estableció una singular poética de los artículos argumentativos sobre la actualidad política

2 julio, 2022 21:00

“El impacto y credibilidad de la opinión editorial de un diario es proporcional a su distancia respecto a la adscripción que se le presupone”. Este era el razonamiento de Patxo Unzueta, periodista, editorialista de El País y escritor de ensayos sobre nacionalismo vasco, que nos dejó el lunes a la edad de 77 años. El mismo Patxo escribió que Raymond Aron, el amigo de juventud de Sartre, editorialista durante 30 años de Le Figaro (tras haberlo sido del Combat de Camus), cuenta en sus Memorias su método de trabajo consistente en “enumerar en primer lugar los argumentos de signo contrario y tratar de refutarlos”. En el mismo escrito, nos recordó que el más conocido editorialista de la Transición, Javier Pradera, escribió poco después de dejar de serlo que la “carga del periodista” es tener que “pronunciarse en una hora allí donde los políticos pueden tomarse días de reflexión, los profesores meses de cavilación y los historiadores años de investigación”.

Cuando en 2015, la informadora bielorrusa Svetlana Alexiévich ganó el Premio Nobel de Literatura, la Academia sueca acogía un nuevo género de escritura y ampliaba el territorio de lo literario. Dos décadas antes, Gabriel García Márquez parecía haberse anticipado al asegurar que el periodismo es un género literario y desplegar sus argumentos en más de 2.000 palabras bajo el título El mejor oficio del mundo, una historieta convincente y frugal para el lector entusiasta. Sobre el mismo sendero, Zola o Larra practicaron en su tiempo un oficio tan antiguo como el de Heródoto, el padre de la Historia.

'Homenot' Javier Pradera / FARRUQO

'Homenot' Javier Pradera / FARRUQO

El París desmembrado y rediseñado por el Barón Haussmann, fue la capital del Segundo Imperio que desdeñó Émile Zola armado de su pluma impresionista hasta llegar al naturalismo literario del que acabó siendo  su estandarte. Desde aquel momento hasta la aparición de Balzac, las letras funden la crónica real con la ficción, pero respetando los géneros periodísticos en busca de la verdad. D siglos después, Ryszard Kapuscinski, con sus historias de África, conquista al lector llamando a la misma puerta: la calidad narrativa en estado puro, dispuesta siempre a la prueba del contraste con los hechos. Queda por definir ¿quién es el responsable? El editorialista no ve cada mañana su nombre al frente de lo que ha escrito; “trabaja de manera anónima, casi clandestina, y ni siquiera puede decir exactamente lo que piensa, sino lo que piensa que piensa el periódico para el que trabaja”, en palabras de Unzueta. En su etapa en el Diario del Frente Popular de Argelia, Camus lo resuelve con este sobrenombre: homme de lettres.

Camus comenzó a escribir en Combat cuando era un panfleto clandestino de la Resistencia, y fue su principal editorialista a partir de la Liberación. En uno de sus artículos de opinión, Unzueta dio este pequeño rodeo a propósito de Combat: “Jean Daniel recuerda en un libro reciente (A contracorriente. Gutenberg, 2008) las desviaciones que según Camus acechaban al periodismo: el sometimiento al poder, la obsesión por agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago a los peores instintos, el gancho sensacionalista, la vulgaridad tipográfica”. Un hombre rebelde es ante todo “un hombre que dice no, pero que es capaz de decir sí”. La actitud del editorialista implica un cierto escepticismo para resistir los ataques de unanimidad que periódicamente uniformizan a las sociedades. 

La noticia de la muerte de Camus en 'Combat', su periódico.

La noticia de la muerte de Camus en 'Combat', su periódico.

En este contexto, el auxilio de las bellas artes deja de ser un adorno para convertirse en el centro de los textos argumentativos. Los editorialistas no son como el resto de periodistas; ellos mantienen una distancia crítica con la pasión de la noticia, que se consume a sí misma a causa de la inmediatez de un producto perecedero en cuestión de 24 horas. La misión editorial es iluminar el camino, permitir su acceso, teniendo en cuenta que cada paraíso tiene su serpiente. Un buen editorial no siempre es una rama de la literatura, aunque le conviene no apartarse de la intensidad del lenguaje: “debe mantener la capacidad de seducción de los textos literarios” argumenta John Banville que, antes de escribir ficciones únicas, practicó en el periódico The Iris Times.

Unzueta fue corresponsal de El País en Euskadi. Cuando se trasladó a Madrid para convertirse en editorialista del mismo diario, el mundo se iba cayendo a pedazos, detrás de las Malvinas, el conflicto anglo-argentino, vengado por Maradona en el Mundial de México de 1986, con la Mano de Dios; se frustró el primer Camp David palestino-israelí; estalló la guerra Iran-Irak y se encadenaron conflictos en Liberia, Angola, Sudán o el Cuerno de África, hasta desembocar en los Balcanes a principios de los noventa. Caímos todos en la cuenta de que el peligro global de guerra no había desaparecido, solo estaba cambiando. No era cuestión solo de ponerse al lado de los habitantes de la Sarajevo masacrada, sino de denunciar los crímenes de guerra serbios, como ahora debemos hacerlo al defender la línea del Cáucaso martilleada por Putin.

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Es bien conocido que Unzueta amaba el fútbol: Panizo, Gainza, Zarra, Txirri y Gorostiza; recitaba, de vez en cuando, aquella delantera histórica del Athletic, con voz cantarina, acompañada de una media sonrisa poco habitual. Estos días, le han llamado con ternura bilbaíno esencial para recordar muchas cosas, entre ellas su condición de cronista del último título liguero del Athletic, con Javi Clemente de entrenador, cabreado con su mejor hombre, Manolo Sarabia, finalizador como ninguno. Fue un triunfo apoteósico. Aquel día sacaron la Gabarra y la pasearon orgullosos por delante de la herrumbre de los pantalanes desvencijados sobre los que, años más tarde, en 1997, se levantó el imponente Guggenheim de Frank Gehry. Unzueta es el autor de un clásico del periodismo deportivo, como A mí el pelotón. Tenía un conocimiento enciclopédico del Athletic y lo demostró al reunir una serie de tertulias futboleras en el libro Athletic 100, Conversaciones en La Catedral, con sus amigos Manu Leguineche y Santiago Segurola, su gran discípulo.

Unzueta nos ha devuelto al editorialista como artista maduro en respuesta al interrogante que plantea el Portrait of an Artist as Young Man, o mejor dicho en contraste con Stephan Dédalus el amigo de Leopold Bloom, Poldy, en el Ulises, que a su vez contempla la correspondencia lúbrica y escatológica del autor, James Joyce, con su mujer Nora Barnacle. Seguramente no existe un yo interior de Joyce, pero si lo hubiera, este Portrait sería su editorial. Un lugar de la memoria que evita referirse a la verdad a cara de perro–-la noticia, el parte de guerra, el sexo lascivo en el caso de Joyce, etc– para reflexionar sobre el hecho desde varios ángulos que permiten un conocimiento más exacto incluso que el mismo dato. Dédalus y Bloom resultan las personas más razonables y compasivas de la literatura en liza con santos inocentes al estilo de Sancho, Falstaf, Alonso Quijano o el príncipe Hamlet. Si entramos en el laberinto que relaciona el editorial, resumen de lo vivido, con la misma realidad, nace de nuevo Poldy Bloom para demostrarnos que “su auténtica alma gemela es el tío Toby en el Tristam Shandy de Lawrence Sterne” (Harold Bloom, Genios). Un editorialista literario, como Patxo, viaja con su mochila a cuestas y aprendió a vivir, como Sterne, sin alardes de comodidad.   

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Impartió una prosa serena, un poco pétrea por su exactitud, siguiendo la estela anglosajona del doctor Samuel Johnson y de su biógrafo James Boswell, cuyo periodismo fue sin duda literario. Diría que Unzueta aprendió de ambos a escribir con la mirada puesta en un presente, sin pasado ni futuro; su apuesta fue una inmersión intemporal, allí donde mandan la lógica del hecho y la sintaxis sin extremismos. Otros han dado tumbos y han resuelto su mirada editorial al amparo de grandes maestros.

Luis María Ansón, por ejemplo, recuerda que la mejor faceta periodística de Octavio Paz era el editorialismo en el que “el poeta mexicano se acercaba a la figura gigantesca de Arnold Toynbee”; según el académico, Paz tuvo una conciencia clara de la función del gran periodismo; era un analista formidable, “el mejor editorialista por su capacidad de unir belleza y pensamiento profundo”. Unzueta dejó por escrito el anhelo de su vida: “el editorial perfecto es un modelo que recuerda las sentencias judiciales”. Su eficacia depende de la “limpieza y objetividad con que se presentan los argumentos contrarios a la tesis que se defiende”. Para añadir después que “el sarcasmo, la caricatura de lo que se pretende refutar, suelen ser señal de debilidad argumentativa”. Es una forma impecable de exteriorizar la elegancia.

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Fue tan apasionado de la ciudad del Bocho que, en medio de sus ensayos políticos, legó a la posteridad una pieza breve titulada Bilbao (1990), descripción al estilo de los polígrafos anglosajones en sus obras menores, que son las mejores. Publicó decenas de libros, centenares de reportajes y miles de artículos de opinión que le reconocen como uno de los mejores relatores de la historia de ETA, banda a la que él perteneció muy al principio, en su vertiente revolucionaria. En el libro Cómo hemos llegado a esto (Taurus), Patxo explicó con pelos y señales la ruptura de la tregua por parte de ETA en enero de 2000 que no sólo significó el fracaso de la vía nacionalista hacia la pacificación, sino de la idea, compartida en el fondo por todos los partidos, de que era posible convencer a ETA mediante concesiones políticas.

El Pacto de Lizarra llevó esa lógica hasta el final (aceptación del programa soberanista), sin por ello conseguir que ETA dejara de matar. “La oposición del nacionalismo tradicional a la ilegalización de Batasuna, a la vez que trata de hacerse con sus votos como forma de garantizar su permanencia en el poder, determina iniciativas rupturistas que configuran una crisis política de incierto desenlace”, escribió José Luis Barbería, coautor de la obra junto a Unzueta. Lo mejor del trazado analítico de Patxo sobre el nacionalismo está en Los nietos de la ira (1988), un ensayo comparable a los mejores de Jon Juaristi (autor de El bucle melancólico) con el que escribió Auto de terminación (El País-Aguilar;1994), acompañados ambos por el prólogo de Javier Corcuera Atienza.

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El editorialista fallecido pertenece a la diáspora del polimili de Mario Onaindia, junto a los que se han pasado la vida haciéndose perdonar pecados de juventud. Sus artículos, fueron siempre de culto. “No les faltaba una palabra ni les sobraba un adjetivo”, escribe José Antonio Zarzalejos. Añadamos que la huella del terror político vasco, vista por analistas sobresalientes, ha tenido su reverberación catalana, como lo muestra el escritor y periodista Antoni Batista, en su libro ETA i nosaltres (Grup 62). Unzueta ha sido uno de los grandes porque nunca tuvo la pretensión de serlo: “Llegaba tarde por las mañanas, con la prensa vasca ya leída, saludaba a todos los presentes en la sección y, después de comentar la agenda del día, visitaba el despacho mínimo de Javier Pradera, que era su gran amigo, su hermano espiritual, su confidente de ideas políticas y su par en lo que se refiere al laconismo”, escribe Jesús Ceberio, ex director de El País.

Patxo volvió siempre al mismo tema, como se demuestra en Nacionalistas y sociedad vasca, el tratado costumbrista que nunca se le escapó. Por eso, al conocer la noticia de su muerte más de uno volvió la vista al pasado sábado el día del Desfile de 1900, cuando un grupo de ciudadanos engalanados como la vieja nobleza de Neguri con la mirada puesta en el cambio de siglo XIX mostraron –como lo hacen cada año– la época floreciente de la banca, la arquitectura, la siderurgia, el arte y especialmente la pintura. Destilar gotas del pasado que dejaron huella permanente. De eso sabía el periodista-escritor Unzueta, que en tantos ensayos desatendió la prudencia para aventurarse en el álgebra impresionista de los que reflejan el misterio de una ciudad en una simple bocacalle o en medio de una pequeña plaza, como lo hicieron sus maestros, Baroja o Gaziel.