Democracias

España ya no existe

17 agosto, 2020 00:00

A estas alturas del partido, que, indudablemente, vamos perdiendo sin remedio, uno se pregunta en qué momento dejamos de ser lo que creíamos –un país normal, moderno, abierto– para convertirnos en esta caricatura negra donde no hay nadie –habiendo tantos– detrás del teatro de guiñol en el que se ha convertido toda la política española. Ya tenemos encima la segunda oleada del coronavirus, con sus muertos, sus cartas de despedida sin destinatario, el miedo como un hecho cotidiano, las mascarillas piadosas, el pánico pegajoso e inmanejable, el presente aciago y un futuro inmediato con música de metales que tocan a funeral. 

Para asombro del orbe, especialmente de nuestros supuestos prestamistas europeos, hemos dejado avanzar libremente a la pandemia –mientras otros países la controlan– para poner en escena una grandiosa ficción: inventarnos un verano que no es tal, porque medio país está de vacaciones sin estarlo en realidad, un tercio tiembla ante la inminente vuelta del curso escolar –donde veremos contagios entre menores– y el restante maldice la hora en la que el mundo de ayer, como diría Zweig, se fue literalmente a tomar viento, trayendo a cambio ruina y enfermedad, resucitando los fantasmas del pasado, derribando el escasísimo prestigio que atesoraban nuestras instituciones –la Corona, en primera fila de revisión– y mostrando, como en una película de ciencia-ficción, lo asombroso: España ya no existe. 

En lugar de los nacionalismos, que también abandonan a sus súbitos ante la desgracias –a los ciudadanos de Cataluña y Euskadi el Estado los dio por perdidos antes–, quienes han terminado con el país donde vivieron nuestros padres es una infame pléyade de políticos adolescentes, sin sentido de la moral y que creen que la realidad se construye en función de sus caprichos, en lugar de suceder de improviso.

Tras el cónclave de Bruselas, donde se pactó un rescate que no lleva tal nombre, y que de momento únicamente es virtual, Pedro I, El Insomne, decidió que la crisis –y con ella los 40.000 muertos, la mitad todavía sin reconocer– había terminado. Debía cesar. Así, sin más. Despachó la gestión de la pandemia en las autonomías –que son virreinatos federales de facto–, forzó el tardío y chapucero exilio del emérito y se marchó de vacaciones. Con el virus multiplicándose, sin establecer ninguna de estrategia gubernamental para prevenir el contagio social –que tardó muy poco en resurgir– y trasladando toda la responsabilidad de la salud pública a los propios ciudadanos. 

La última ocurrencia, tras meses llenos de improvisación y mensajes sentimentales que nadie creía, es prohibir fumar en la calle después de que Galicia, gobernada por Feijóo (PP), se le adelantara. Sus socios de Podemos, atrapados en lo que debía haber sido un montaje judicial en su beneficio, han renunciado definitivamente a gobernar para seguir interpretando la función de siempre: nosotros los buenos, frente a todas las fuerzas del mal. Una variante del  viejo adagio: el fin justifica los medios. Los ultramontanos de Vox anuncian una moción de censura que no saldrá adelante pero que puede esperar a que todos ellos disfruten de sus vacaciones. Al PP, inmerso en el debate sobre si moderación o reacción, da lástima verlo. 

Lo más triste de todo es que no se avista solución alguna para tanto desastre. Parece que, al contrario de lo que sucede en Europa, que recomienda a sus ciudadanos que no viajen a España –las razones, desde luego, sobran–, debemos resignarnos a seguir viviendo gobernados por políticos sin atributos, vacíos, que se sienten protegidos porque controlan las convocatorias electorales, les favorece la infinita calamidad de la Justicia –ciega, según convenga, igual que en los tiempos de Quevedo– y saben que nada puede suceder(les) si nada les ha pasado ya por mentir, ocultar la tragedia de los difuntos y distraer el espanto fingiendo una falsa seguridad temeraria y miserable.

Dentro de unos días, si no antes, volveremos a ver de nuevo los hospitales colapsados, algunos ingenuos volverán a aplaudir a los profesionales de la sanidad –como si estuviéramos en el fútbol en vez de en la curva previa a la embocadura definitiva de la muerte–, volverán a sedarnos con falsedades y cada uno, según sus circunstancias y recursos, deberá soportar la segunda vuelta de tuerca de la tragedia. Decían que de esto íbamos a salir juntos y más fuertes. No era verdad. Sencillamente, no salimos.