Democracias

Suárez y la fascinación melancólica

1 febrero, 2021 00:00

Todos éramos más jóvenes y, probablemente, mejores. Tendemos a adjudicarle al tiempo la capacidad de convertirnos en personas más sabias –hasta el demonio, según el refrán, ejerce el doctorado que otorga el triunfo (pasajero) de resistir la dictadura del calendario– pero, cuando lo consigue, se debe a la pedagogía del desengaño, más intensa cuanto más años se han perdido por el camino. Hace cuatro decenios que Adolfo Suárez, aquel chusquero de la política, según su propia definición, dimitió como presidente del Gobierno tras cinco años en los que fue elegido democráticamente dos veces y una tercera –la previa– por el dedazo del emérito, reverso –cada vez más tenebroso– de una Transición cuyos actores destacados nunca imaginaron que en 2014, cuando el tiempo finalmente lo alcanzó, verían a España rendir un homenaje público a un político que fue jefe del Movimiento Nacional. 

Pensándolo desde el presente, en una España polarizada, destrozada por la pandemia, ignorante de sí misma, no se nos ocurre un cuento más asombroso. Quizás fue el instante del último y verdadero consenso de Estado. Un final de siglo. Desde entonces todo es decadencia, decepción y espanto. Básicamente porque la verdad (camuflada) de la Transición no era en absoluto hermosa, aunque fuera útil y el tiempo la transformase en pragmática. El día que dimitió, empujado por un acoso político y personal que el tiempo ha borrado de la memoria, especialmente de la de aquellos que sólo recuerdan el pasado que puede embellecerles en el presente, fue el último en el que oímos a un político hacer un discurso sin mentir a los ciudadanos, aunque en su famosa “declaración” se reservase secretos y medias verdades

El hacedor del cambio sin ruptura, heredero bisoño del falangismo de última hora, trepa profesional, audaz y peliculero, primer demócrata oficial de la restauración monárquica, se reivindicaba entonces a sí mismo –como hacen los gobernantes– mediante una enunciación dramática que no hemos vuelto a oír desde entonces. Y que cuarenta años después contrasta con la decadencia (de dicción, pero también de acción) de nuestros políticos e instituciones, incapaces los primeros de dirigirse a los ciudadanos mirándoles de frente e impotentes las segundas para salvar vidas, como está demostrando el coronavirus

Suárez, decíamos, no contó toda la verdad de su renuncia, pero tampoco mintió. La tramoya de su salida del poder la hemos ido conociendo con el tiempo, pero la esencia de aquella despedida –que tenía la vocación de ser un hasta luego– nos parece un lejano acto moral en un país donde la contienda política parece ser un estado permanente. En la España de 1981 no existía el relato y la política todavía se miraba, siquiera por el factor novedad, como una esperanza, aunque tenue.

En su comunicación, el primer presidente de la democracia, abandonado por su partido, hostigado por el ejército franquista –ese fantasma recurrente–, calumniado por el PSOE, odiado por la Iglesia y enfrentado al monarca (detrás del escenario de la dimisión sobresale un retrato en plano corto de Juan Carlos I, junto a una bandera con un águila ridículamente imperial) deslizaba, entre líneas, una advertencia sobre el riesgo de involución –que confirmaría el 23F– y sacrificaba una ambición –la suya– para intentar salvar una obra cuyos protagonistas no dudaron en traicionar(se) para ocupar el poder. 

En un país con las peores élites de Europa asombra que un arribista, como fue Suárez, que durante su juventud orbitaba, por estricto interés personal, alrededor de los cenáculos de la dictadura, buscando el favor de las familias más influyentes del régimen e intentando alcanzar mediante el halago un pedigrí que su origen le negaba, fuera con el tiempo enterrado como el presidente de la III República que nunca tuvimos. Suárez, obviamente, siempre se declaró leal a la Corona –no tanto al Rey, que nunca aceptó que aquel a quien él había designado comenzara a llevarle la contraria– pero en su dimisión, sin llegar a explicitarlo, se percibe una vacuna anticipada contra el populismo, en el sentido de entender al Estado como garante de unas libertades –el famoso “paréntesis en la historia de España”– que estaban –y siguen estando– en peligro cuando en la sociedad se instala la obsesión por exterminar al adversario político.

Su adiós fue una pieza retórica transmitida con firmeza, igual que en las películas antiguas, gracias al indudable talento interpretativo del personaje. Una elegía dicha en primera persona. Oírla estos días produce una sensación que no es exactamente nostalgia, sino una fascinación melancólica por aquello que fuimos e, irremediablemente, hemos dejado de ser. Nadie imagina ya a un presidente dimitiendo por sorpresa o limitando su voluntad de poder a un “marco de principios”. Tampoco sería verosímil que un mensaje de la Moncloa comenzase con música clásica, señal que, lejos de tranquilizar, como probablemente pretendía, suscitaba una inquietante preocupación. Y, por supuesto, ahora nos resulta extraordinario que un político sea capaz de explicar de forma clara sus razones, correctas o no, sin dudar y ni ensayar delante de un espejo. 

Suárez, por supuesto, no era un santo. Fue un buscavidas afortunado que manipuló –lo admitió años después fingiendo tapar un micrófono sospechosamente indiscreto en una entrevista con Victoria Prego– el referéndum constitucional para que la democracia y la corona fueran en un único paquete, decisión que explica el trance por el que ahora pasa la monarquía. Sin duda, dejó víctimas (políticas) en su camino hacia la cumbre. Todo esto ya lo han contado sus biógrafos.

La estampa épica con la que ha pasado a la historia tiene bastante de fabricación interesada, pero bajo este retrato artificial, cuyo último episodio es el crepúsculo del Alzheimer, palpitaba una humilde chispa de verdad íntima: la de un hombre terrestre que, viniendo de la nada, consiguió, siquiera en el famoso instante sobre el que noveló Javier Cercas, encarnar la dignidad de una España que ya no existe y que parece haber perdido la memoria de sus propios surcos.