Javier Tomeo Estallo (Quicena, Huesca, 1932 – Barcelona, 2013) tiene una calle a su nombre en Zaragoza, pero en Barcelona, donde pasó casi toda su vida, da la impresión de que solo se acuerdan de él los que le conocimos y le tuvimos aprecio. Aquí ejercía como de presidente honorario de lo que yo llamaba la Internacional Baturra: no había escritor aragonés de paso por Barcelona que no acabara comiendo con Javier Tomeo. Pese a no serlo, un día de Sant Jordi me encontré almorzando con Ignacio Martínez de Pisón, Félix Romeo, que se nos murió antes de tiempo, y Tomeo, quien me pareció que era reconocido por sus compadres de la Internacional Baturra como una especie de referente moral. O de decano de la institución, ya que era mucho mayor que los demás comensales.Javier era fuerte, feo y, a su manera, formal, como se definía a sí mismo Loquillo. Arrastraba cierta fama de pelmazo que se había labrado en Cadaqués a base de patrullar cada domingo por la tarde por la terraza del Maritim para ver quién podía devolverlo gratis a Barcelona en su coche. Puede que lo fuese, pero al menos era simpático, solía estar de buen humor y se daba aires de desocupado, aunque no paraba de trabajar. Tardó muchos años en vivir de la literatura, pero cuando lo logró se quedó en la Hispano Olivetti hasta su jubilación. Vivió siempre con sus padres, a los que sus amigos imaginábamos de la edad de Matusalén: por las noches, si se apuntaba a algún jolgorio, nunca se olvidaba de llamar a casa para decir que no iría a cenar y que llegaría tarde. Un día, no sé por qué, me enseñó su agenda telefónica y vi que solo había nombres masculinos, algo muy extraño en alguien que se pasaba la vida hablando de mujeres: resultó que sus amigas y conocidas estaban todas juntas, ya no sé si por la M de Mujeres, la A de amigas o la T de tías. "A las tías no hay que pedirles muchos esfuerzos intelectuales", me comentó en cierta ocasión.Curiosamente, este pelmazo misógino era un tipo que se hacía querer. Vivía en su propio mundo de Kafka baturro, escribía a mayor velocidad de la que su editor, Jorge Herralde, era capaz de absorber (en 1990 llegó a publicar cinco libros), se contaba que había vivido un matrimonio relámpago de unos pocos meses y componía una estampa descomunal que destacaba en cualquier rincón de Barcelona. Yo lo descubrí en 1979 con El castillo de la carta cifrada, que me gustó mucho, y luego lo seguí esporádicamente, tal vez porque, al igual que Herralde, era incapaz de seguir su ritmo estajanovista de publicación.Cuando triunfó y sus novelas fueron llevadas al teatro en Francia y Alemania, él parecía el primer sorprendido ante la situación. Yo diría que su vida no cambió en nada. En Barcelona, escribía y se apuntaba a algún sarao literario de vez en cuando. En Cadaqués, deambulaba sin ropa de verano --era de esos que llegan a un pueblo de mar y, tras dejar en casa la chaqueta y la corbata y arremangarse la camisa, van a pasear con las manos en los bolsillos y sin pisar jamás la playa--, siempre solo y siempre dispuesto a dar la chapa en cualquier mesa del Maritim o del Boya en la que lo acogieran.Creo que nunca llegué a entenderle ni a saber qué le movía en esta vida, pero me caía bien y, a veces, cuando estoy en una terraza leyendo el periódico, aún espero verle aparecer para sentarse a mi mesa, darme una conversación de una hora, hacerse el sueco ante cada intento mío de seguir con la prensa y acabar marchándose sin conseguir que le coja manía.Javier Tomeo: lobo solitario, animal social, conversador implacable, amado monstruo.