Arhur Koestler

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Ideas

Año nuevo, vidas nuevas: La iluminación de Koestler en la cárcel

Arthur Koesler formó parte de la red de propaganda soviética antes de escribir 'El cero y el infinito', uno de los grandes libros críticos contra el sistema comunista, a raíz del proceso de iluminación que vivió en una cárcel de Sevilla

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Escribo esto sobre la iluminación de Arthur Koestler mientras Íñigo Errejón escucha las acusaciones por maltrato sexual que vierte contra él ante el tribual la actriz Elisa Moulináa –falsas y hasta un punto grotescas, a juzgar por el relato de los hechos que ella misma hizo explícito hace unos meses ante la prensa, pero puedo admitir que movidas por la voluntad justiciera, inducida por el tóxico resentimiento ultrafeminista; no lo sé, en el fondo no me importa ella, sino la gran oportunidad para una nueva y mejor vida que se le abre a Errejón–.

Cuando yo estaba en la universidad, la atenta lectura, sugerida por mi amigo Joan Gombau, de la Autobiografía de Koestler, entonces publicada en cinco tomos de Alianza
Editorial, luego reeditada en dos por Debate, me ayudó, entre otros factores que no vienen al caso, a eludir la tentación de ingresar en el PSUC, el partido comunista catalán. Todo eso que me ahorré.

Arthur Koestler

Arthur Koestler Benno Rothenberg /Meitar Collection / National Library of Israel / The Pritzker Family National Photography Collection Wikimedia Commons

Koestler (1905-1983) tuvo una vida aventurera, cabalgando sobre el tigre de la Historia en Budapest, París, Londres, Israel, Estados Unidos y vuelta a Londres. Notable periodista, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en el brazo derecho de Willi Münzenberg, brillantísimo jefe de propaganda de la Komintern (la Tercera Internacional Comunista), y la contrafigura del “doctor” Goebbels, el no menos genial jefe de propaganda del III Reich.

Ambos publicaban mentiras sin el menor escrúpulo, aunque el cinismo del jerarca nazi es seguramente más repugnante que el del publicista bolchevique.

Luego Münzenberg murió sórdidamente en el sur de Francia asesinado por los sicarios de Stalin, y poco después Goebbels se suicidó, tras asesinar a su esposa y a sus seis o siete hijos, en el búnker de Berlín.

Las horas junto a la ventana 

Durante nuestra guerra civil, las tareas al servicio de Münzenberg llevaron a Koestler, bajo la cobertura de periodista de un diario británico, a Málaga; allí, si no recuerdo mal, es donde cayó preso de las autoridades franquistas, y se le encerró en la cárcel de Sevilla para que esperase a ser juzgado y probablemente condenado a muerte como agente soviético.

En su celda, durante aquellos dos meses, Koestler oía cada mañana cómo se llevaban al paredón a otros presos, que iban gritando “¡Socorro!" o “¡Madre!”. Aquellas vigilias terroríficas transformaron radicalmente al publicista comunista, según un “proceso” de iluminación que él cuenta en un capítulo de sus memorias titulado “Las horas junto a la ventana”.

Ese proceso se desarrolló en tres fases. La primera, de meditación sobre la Justicia: llegó a la conclusión de que no podía lamentarse, pues, en buena medida, él era, efectivamente, un enemigo que se había infiltrado con mentiras tras las líneas fascistas; además, como escritor comunista, había publicado libros llenos de falsedades. En una especie de extraño juicio moral en el que él era el tribunal y el acusado, decidió que si no “merecida”, la pena de muerte era algo que le correspondía.

La segunda fase del proceso fue de “desdoblamiento”, en el que no me detengo: es fácil de entender que situaciones así son proclives a verse “desde fuera” del yo. La tercera y decisiva fase de su iluminación fue al recordar, para entretener las horas muertas, las lecciones de física y aritmética que de adolescente le apasionaron y que había dejado arrinconadas en beneficio de otras actividades menos abstractas y más mundanas.

Con un pedazo de alambre trazaba fórmulas matemáticas en el muro de su celda. Le arrobaba la belleza de los números primos y de su infinitud, su “fragancia de eternidad”. Esa belleza eterna y universal dio pie a un gran caudal de meditaciones.

Al cabo de dos meses y medio fue liberado, gracias a las gestiones del Foreign Office (el ministerio de AA.EE. británico) y a la abnegación de su exesposa, que removió Roma con Santiago para librarle de las zarpas de la muerte. Salió convertido en un hombre nuevo.

Ver la luz

Si ya antes, viendo en primera fila cómo los militantes comunistas más entregados a la causa eran convocados, uno tras otro, a Moscú, donde eran sometidos a juicios-farsa y
eliminados, su ardorosa convicción comunista se había entibiado mucho, al salir de la cárcel ya era un hombre nuevo, sin miedo a desmentirse.

Pocos años más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, Koestler escribiría El cero y el infinito, uno de primeros, mejores y más influyentes textos de la luego caudalosa bibliografía antisoviética, centrado en los “juicios de Moscú”. Siguieron otros libros no menos demoledores de la fe a la que había entregado su juventud. Se interesó luego por las filosofías orientales y toda clase de espiritualismos. Llevó adelante una cruzada para el reconocimiento del derecho del hombre a la eutanasia. A la que él mismo recurrió, cuando vio que el Parkinson le estaba socavando.

Por cierto que junto con él se suicidó su mujer. Estos dobles suicidios no me gustan nada, pero como no conozco los detalles del asunto me abstendré de opinar.

El cambio radical en la perspectiva de su vida lo debió Koestler a las “horas junto a la ventana”. Que podían haber sido solamente pavorosas, pero gracias a la meditación y, sobre todo, a la aritmética, resultaron iluminadoras, deslumbrantes.

Un dicho anglosajón sostiene que la hora más oscura de la noche es justo antes del amanecer.