Una imagen de 'Doctor en Alaska'

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Cine & Teatro

Doctor en Alaska: ¿tradición o nostalgia?

La reposición de la mítica serie de culto en la plataforma Filmin nos devuelve un clásico de la historia de la televisión cuyo predicamento se debe a los excesos nostálgicos de la Generación X

22 marzo, 2023 19:15

Hubo un momento en que el inicio del fin de semana no era completo hasta que volvíamos de los bares y comprobábamos, ya en el sofá familiar, medio dopaditos con los primeros venenos, que el capítulo de Doctor en Alaska se había grabado en el VHS correspondiente. Su nombre corría como una contraseña entre los jóvenes protohispters de los años noventa. Buena parte de su particular encanto, consistía en que no era fácil dar con ella. Ya conocen cómo nos las gastamos los snobs respecto a la exclusividad.

Los programadores de La 2 prometían emitirla a las 23:30, pero aquello era una vaga indicación aproximativa. Por no hablar del orden aleatorio en el que aparecían los capítulos que, sumado al gusto por la elipsis de sus guionistas, nos permitía ejercitarnos en el arte de la fantasía y la especulación. Así que, antes de verla, había que ir avanzando por lo grabado hasta dar con el momento exacto del inicio del episodio e imaginar qué había pasado antes, como cuando éramos pequeños e íbamos al cine a mitad de la doble sesión.

Los que habíamos vencido el prejuicio de considerarla otra ficción médica –aunque el desempeño en la consulta de Joel Fleischman tenía su peso, no era lo más importante-- nos rendimos a sus múltiples encantos. Desde el inicio nos hechizó su sintonía tropical y silbable, el reno que se paseaba por las calles de Cicely y el desfile de personajes antitópicos y memorables ideados por Joshua Brand y John Falsey como miniserie de verano para la CBS. Lo de menos era la premisa, un joven doctor de Queens obligado a pasar unos años en un pueblucho de Alaska para pagar el crédito de sus estudios. Lo que más era el universo cálido y excéntrico que se desplegaba ante nosotros: onírico, encantador, divertido.

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Un Amanece que no es poco a lo yanqui, la cara alegre de Twin Peaks, el pueblo de vacaciones soñado por los futuros gafapastas. Había un sitio del mundo donde todos sabían que somos más raros que un perro verde y nadie se alarma por ello. Que combinaba la maravilla natural con una aproximación a la alta cultura divertida y gozosa. Una novela de García Márquez guionizada por Woody Allen. Una bocanada de aire fresco –más bien gélido– entre la atmósfera grunge y tristona de aquel tiempo. Eso, en aquellas circunstancias, sin nichos de internet en los que refugiarse, era el equivalente al paraíso.

Igual que las escuchas policiales comprobaban el interés de los mafiosos de New Jersey en lo capítulos de Los Soprano, los lunes en el instituto se comentaba los pormenores del episodio entre los círculos de iniciados. La serie era, además, una lanzadora de recomendaciones literarias, filosóficas, cinéfilas y musicales. Allí se combinaba Rilke con Sonic Youth, el principio de incertidumbre con la teoría poscolonialista.

Y el elenco de personajes que conformaban su estructura coral daban, ellos solos, para una decena de spin-offs. Por no hablar de la belleza y fotogenia tanto de los paisajes –se rodó en el estado de Washington– como de algunos de sus protagonistas, véanse Janine Turner o John Cullum, capaces de dotar de calidez y lumbre al más oscuro de los rincones. La serie dejó de emitirse un día. Nosotros nos fuimos de Erasmus sin acabar de verla o entramos en el mundo laboral o lo que sea y nos hicimos mayores. Treinta años después, ensalzada por el hecho de que nunca ante se había podido ver en plataformas por  los derechos de autor de las canciones, Filmin la devuelve a la pantalla, remasterizada y en orden. Las redes se inundan de parabienes generalizados y loas mayúsculas.

¿Pero será esto así? Demasiado conocemos la sensación de echar a perder el recuerdo de un libro o una película que creíamos estupenda por la mala costumbre de verla o leerlo de nuevo. ¿Resistirá la prueba del sofá mullido de la madurez? Vista desde la actualidad, desde la costra de cinismo de la mediana edad ¿será Doctor en Alaska una serie pretenciosa y cursi? ¿Disfrazada de buen rollo y amor a la diversidad –entre sus tramas aparecen la teoría de Gaia, el respeto a las culturas ancestrales, personajes femeninos potentes y protagonistas– se esconda quizá otra serie mainstream y adocenada de la gran industria norteamericana? ¿Será una serie rancia aunque nos empeñemos en sentir su frescura? ¿Una simple romantización de la inmemorial aldea realizada por uno urbanitas irredentos que en realidad no aguantarían ni dos semanas en un pueblo real?

El caso es que, teniendo algo de todo lo que anteriormente hemos citado, la respuesta es no. Increíblemente –como una Casablanca de finales del siglo XX, una suerte de milagro de la casualidad y la industria– la serie sigue funcionando pese a sus aparentes debes y trampas. No sabemos si como el primer día o todavía mejor. Para empezar, resulta original el desprecio por los trucos más habituales para tener a toda costa a los espectadores pegados a la pantalla y, aún así, mantener un ritmo tan adictivo.

El desparpajo en soltar discursos intelectuales –y poemas y aforismos– como si nada y conseguir imbricarlos en la trama costumbrista. Los múltiples guiños a una suerte de Arcadia compartida de lecturas y películas sin subrayados plúmbeos. El desdén por utilizar la violencia o el morbo como motor argumental. No tener miedo de abordar temas como la muerte, la familia o el amor desde una perspectiva cómica. La descollante unidad de sus temporadas pese a sus múltiples guionistas y creadores.

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En definitiva, es la ligereza y el hedonismo cultural, el tono juguetón de la inteligencia, unida a la belleza de los exteriores y la profundidad de los personajes, los que dotan a la serie de su indiscutible atractivo. Destaca el dibujo de los múltiples personajes: el guión se esfuerza en mostrarnos sus costados amables, pero no desdeña tampoco ninguna de sus sombras. No hay villanos, pero tampoco héroes. Todos en algún momento son egoístas y extraordinarios.

Sorprende el driblar de tópicos junto al inteligente uso de los arquetipos, las libertades digresivas en la trama. La capacidad para crear imágenes significativas y memorables más allá de las palabras: un piano quemado lanzado por una catapulta, el espectáculo de los osos en el vertedero, la calidez de un bar. En fin, parece que hemos dado con un nuevo clásico. Como las tiras de Mafalda, como los poemas de Emily Dickinson que tanto aparecían en sus guiones, las canciones de Nina Simone o la obra de Velázquez, Cicely no se acaba nunca.