'Homenot' Franco Zeffirelli / FARRUQO

'Homenot' Franco Zeffirelli / FARRUQO

Cine & Teatro

Zeffirelli, en la Arena de Verona

El "director total" europeo, perfeccionista, elegante, devoto de María Callas y personaje clave del mundo del espectáculo, nos deja tras 98 años

21 junio, 2019 00:00

Hoy viernes, 21 de junio, Franco Zeffirelli estrena su última Traviata, pero él no acudirá a la Arena de Verona; faltará a su propia cita por exigencias del guion del destino. "Un dì, felice, eterea", el dúo de Alfredo y Violeta en el primer acto de la ópera de Verdi le ofrecía serenidad y éxtasis al gran director, recién fallecido. Disfrutó de la ópera, bordó el teatro isabelino y nos obsequió a nosotros, simples mortales, con un cine de ecos tan barrocos que ahogaban a sus personajes. Era excesivo, pero nos gustaba por su éxtasis y porque, seamos sinceros, sarna con gusto no pica.

Hay un Zeffirelli del Shakespeare popular que pasa por Falstaff, Hamlet, Yago, Romeo o Cleopatra; es el que conduce al espectador hasta los límites del gran dramaturgo, pero sabiendo que no debe rebasar estos límites, porque expresan los arquetipos con exactitud matemática. Cuando está en juego “la invención de lo humano”, como escribió el gran crítico Harold Bloom, el romanticismo endomingado no tiene cabida. Zeffirelli desbordó todos los límites de la exuberancia, pero era bueno, podía hacerlo y ser perdonado al instante, del mismo modo que los poetas modernistas perdonaron los excesos de Rubén Darío, el mejor, a riesgo de parecer un cursi hablando de princesas y hadas madrinas.

Trabajó durante más de medio siglo y recibió reconocimientos de todo tipo. Se ha ido con cinco galardones del David de Donatello, el premio de la Academia de Cine Italiano, y catorce candidaturas de sus películas a los Óscar, entre ellas su Romeo y Julieta, de 1968. El “director total”, como lo ha definido el Corriere della Sera, ha sido enterrado en Florencia, su ciudad-estado, capital de la Toscana y cuna de Leonardo Da Vinci, del que Zeffirelli vindicó descendencia directa, basada en un árbol genealógico de 15 generaciones. 

María Callas no puede faltar en una nota de recuerdo a Zeffirelli. Se enamoró de ella y le dedicó una película transcurridos muchos años, en 2002, bajo el título Callas forever, protagonizada por Fanny Ardant, la implacable musa de Truffaut, Resnais o Costa Gavras, una real dama que hoy arrasa todavía, bien cumplidos los setenta.

Zeffirelli era un hombre de cocción lenta, tanto como sus desesperantes movimientos de cámara, detenidos en miradas de incontenible quietud. Unos dirán que se readaptó a la ópera, su arte mayor, a partir del cine y otros lo formularán a la inversa. Da lo mismo, como bien saben los miles de espectadores que acudieron al Metropolitan de Nueva York, el Met, donde el maestro puso en escena 800 espectáculos. Era un perfeccionista enfermizo, y nunca pudo sacarse de encima el recuerdo nefasto de una noche de Las bodas de Fígaro de Mozart, en la que la soprano británica Margarete Price salió enfundada en rasos negros sudando la gota gorda y esquivando trozos del encalado que se desprendían del recién estrenado techo del Met. Zeffirelli no verá su Traviata póstuma y tampoco su ultimísimo producto, un Rigoletto cuyo debut está previsto para el 17 de septiembre de 2020 en Omán, en la Royal Opera House de Muscat. 

A Callas la conoció desgarbada y mal cuidada, pero tuvo el tino de reconocer que se había convertido en “una mujer de insuperable fascinación”. Zeffirelli describió el mundo a partir del físico de la gente y, al sentirse atraído por la belleza de Callas, podría decirse que su inmersión dionisíaca abarcó, ni más ni menos, que la panorámica andrógina que le ofreció la diva. Él, que era un hombre de carácter blando y prontos diabólicos, lo resumió con esta caricia: “su transformación marcó el mundo de la lírica”.

Aunque rechazó el término gay, Zeffirelli amó a los hombres y definió la homosexualidad como una “virilidad superior”, al estilo pansexual de los patricios romanos en los años del emperador Claudio. Amó especialmente a Visconti, su mentor y pareja: “Luchino era el modelo de todo lo que es verdad”. Lo conoció en Roma cuando debutaba como actor. Se convirtió en su ayudante de dirección en películas como Bellissima y Senso. Compartieron una relación vital que marcó para siempre la educación sentimental de Zeffirelli y, especialmente, su formación estética.

En su madurez se confesaba un ferviente anticomunista y un hombre de derechas, católico hasta la extenuación, espiritualmente enfermizo y litúrgico sin caer en la mojigatería, pero casi. En su madurez se distinguió por su derechismo político y llegó a ocupar, durante dos legislaturas, el puesto de senador de Forza Italia, el partido de Berlusconi, uno de sus grandes amigos. El séptimo arte transalpino nunca se lo ha perdonado, pero, él, cabezudo como era, elogió a Il Cavaliere refutándole con sorna haber privado al teatro de una gran actriz, como Verónica Lario, esposa divorciada de Berlusconi. 

Visconti y Zeffirelli arrancaron un conocido despertar barroco, muy visible en películas como El Gatopardo, sobre la archiconocida novela de Lampedusa, en la que se entrelazan los destinos de Fabrizio Corbera, príncipe de Salina (Burt Lancaster), Tancredi (Alain Delón) y Angélica (Claudia Cardinale). Y más adelante fue Visconti, en solitario, quien realizó La caída de los dioses (Götterdämmerung) –inciertamente atribuida a la decadencia de los Krupp, grandes siderúrgicos germánicos, y también a una de las compañías químicas que integraron el Igefarben nacionalizado por el Reich– con actores emblemáticos, como Dick Bogarde, Helmuth Berger o Ingrid Thulin. Algunos expertos han visto en Götterdämmerung una réplica de Los Buddenbrook de Thomas Mann, la gran saga industrial que definió el crepúsculo de la burguesía centro-europea en los últimos años de la República de Weimar. En el rastro de Visconti se han quedado retazos del dúo Lancaster-Berger que, en opinión de algunos, revela el fin de la tormentosa relación entre el maestro y su protegido, Franco Zeffirelli. 

Ambos directores emergieron  de un movimiento parco, hecho de conceptos, y resumido con manga ancha, como el neorrealismo de posguerra. Fue el gran momento de Roberto Rossellini (Roma, città aperta); Vittorio De Sica (Ladrón de bicicletas) o Federico Fellini (La dolce vita) una cinta en la que Marcelo Mastroiani rivalizó en la Fontana con Anita Ekberg, la espalda más cotizada de la era del blanco y negro; el mismo Luchino Visconti con La tierra tiembla y más tarde, Michelangelo Antonioni. Puede añadirse, a modo de apéndice, que Antonioni fue recuperado posteriormente para el arte contemporáneo, gracias a la película El eclipse, una cinta vagabunda y sin diálogos en la que la cámara recorre las calles de Roma desiertas en lentísimas panorámicas; muestra rostros fragmentados, personajes a la deriva, mundos en suspensión. 

Quien lo conoció personalmente nunca pudo sospechar el compromiso político de sus primeros momentos. El joven Zeffirelli se involucró en la lucha antifascista con el movimiento partisano, tal como cuenta en su película Té con Mussolini, una autobiografía de adolescencia, en la ciudad de Florencia, invadida por los nazis. Los alemanes señorearon los Uffizi y saquearon obras de arte por toda la ciudad, halladas después por los Aliados en las minas abandonadas de Salzburgo, donde se encontraron cuadros de Rubens, Miguel Ángel, Rembrandt, Tintoretto, Leonardo Da Vinci, Goya o Vermeer.

Té con Mussolini es el relato del joven Luca (su alter ego) viviendo con su tía, junto a un grupo de amigas británicas. La cinta refleja la incredulidad de los testigos ante la fascistización de la sociedad italiana; el momento en el que el culto a la violencia inundó la espiritualidad de la nación entera. En la casa de Luca se revela la mentira del Duce, al que su tía y sus amigas habían visitado en Roma y llegaron a considerar un simple seguidor de Marinetti, autor del Manifiesto futurista.

La narración de Zeffirelli, bella, plana y centrada en Florencia, estuvo llamada por muchos a rivalizar con Una giornatta particolare, de Ettore Scola, centrada en Roma. En la cinta de Scola, el diálogo humano entre Antonieta (Sofía Loren) y Gabriele (Mastroianni) tiene, como correlato de fondo, el discurso inaugural de Mussolini, transmitido por la radio, ante millones de italianos. Las dos películas eran como un huevo a una castaña. Fue como comparar La guerra de los mundos con la señal incierta de un exoplaneta. Ganaría Wells porque la ficción es la realidad perfeccionada. En Escola, gana el concepto; en Zeffirelli, brilla el matiz.

El director total falleció a los 98 años en su casa romana de Vía Appia Antica. Italia sabe despedir a sus artistas. En la catedral de Florencia, el cardenal Giuseppe Beori presidió sus exequias, antes de ser enterrado en el cementerio de las Puertas Santas, donde su cuerpo descansa en un panteón familiar. Zeffirelli sintió el púrpura, la piedra muy tallada y los ángeles de Rubens, mucho más que el blanco desnudo y terso del David de Miguel Ángel.