Román Gubern posa en la terraza de su casa en Barcelona / LENA PRIETO

Román Gubern posa en la terraza de su casa en Barcelona / LENA PRIETO

Cine & Teatro

Román Gubern: “El cine ahora está sujeto al imperativo del canon televisivo”

El ensayista, que recuerda su experiencia en el Vaticano, donde participó en los actos para conmemorar el centenario del cine, analiza los cambios en la industria audiovisual

3 febrero, 2020 00:00

No hay película que Román Gubern no haya visto. Hablar con él es viajar a lo largo de la historia del séptimo arte con el mejor de los guías. Desde su apartamento en lo alto de Barcelona, Gubern sigue disfrutando del cine. Habla con entusiasmo de El irlandés de Scorsese, “que se ha revelado como un verdadero genio”. Mientras la lluvia no da tregua, en su salón hablamos de Un cinéfilo en el Vaticano (Anagrama), un breve texto en el que recuerda su experiencia en Roma, cuando fue invitado a participar en los actos por la celebración del centenario del cine. 

–André Breton decía que la pasión por el cine era propia de la juventud, pero leyéndole me da la impresión de que no es su caso.

–Yo a Breton lo respeto mucho y he de decir que lleva algo de razón en cuanto, en la juventud, sientes una pasión por el cine que con el tiempo y la madurez se transforma en interés. Yo he disfrutado muchísimo viendo El irlandés de Scorsese, El oficial y el espía de Polanski o 1917 de Sam Mendes, pero el cine ya no me provoca esa pasión arrebatadora que sentía con veinte años. Ahora, más que hablar de pasión, hablaría de un interés más maduro.

–Cuando va a ver una nueva película, después de haber visto tantas, ¿tiene una sensación de déjà vu?

–Lo cierto es que es muy raro que vea una película y diga: “Esto no lo he visto nunca”. En 1917, de Mendes, hay un plano secuencia que técnicamente me asombra, pero es un asombro más intelectivo que emocional. Puedo sorprenderme por la tecnología digital que permite hacer una fantasmada de este tipo pero, como te decía, es un sorprenderse técnico o intelectual, no emocional. En ese sentido, y volviendo a lo que comentábamos antes, Breton tenía toda la razón cuando decía que el cine es un arte emocionalmente de juventud. 

–Y, sin embargo, usted trabajó en 1995 para el Vaticano, donde el cine no era valorado en términos de emoción o de asombro intelectual, sino por su valor instrumental.

–Efectivamente, la relación de la Iglesia con el cine es principalmente instrumental. Sin embargo, también hay que decir que películas como La Pasión de Cristo, por citar una, pueden llegar a ser muy emocionales para un creyente. Cuando era niño y era creyente veía películas de santos que me emocionaban mucho, cosa que ahora no pasa. Recuerdo que, cuando la Oficina Católica del Cine se planteó premiarlo por Nazarín, Buñuel dijo: “Soy ateo, gracias a Dios”. Suscribo plenamente esta frase. Gracias a mis años de estudio en un colegio religioso, no soy creyente. 

Román Gubern posa en la entrada de su casa / LENA PRIETO

Román Gubern posa en la entrada de su casa / LENA PRIETO

–Buñuel se reivindicaba como ateo, pero tenía una formación religiosa muy amplia, como puede apreciarse en obras como La vía láctea.

–Esa es, en efecto, la película de un docto teórico. Yo estudié con los jesuitas en un momento en el que en España la religión formaba parte integral de la educación. A Buñuel le pasó algo similar: su formación estuvo marcada por la religión. De adulto siguió interesándose por el tema hasta el punto de que Lorca le recomendó una historia de las religiones en varios volúmenes verdaderamente prodigiosa, en la que se narraban milagros e historias peregrinas, absurdas… En definitiva, fantásticas para un guionista como Buñuel. Solo así se entienden películas como Nazarín o La muerte en este jardín. Yo tuve la suerte, más que nada por ser viejo, de haber podido conocer a grandes maestros como Buñuel, en cuya casa de México lo visité varias veces. Era el interlocutor perfecto para poder hablar de religión.

–De lo que no cabe duda es de que el elemento religioso de una película no implica la creencia religiosa de su director.

–Efectivamente. De ahí que una película como Nazarín aparezca en el listado final de películas ejemplares, como también aparece La Pasión de San Mateo de Pasolini, que era un marxista-materialista. Hay que tener en cuenta que la leyenda judía de Cristo es hermosa y ha despertado el interés de muchos directores que, a pesar de no ser creyentes, consideraron que valía la pena trasladarla a la gran pantalla. Algo similar sucede con la historia de Buda o de Mahoma. Ahora que hablamos de Buda te voy a contar una anécdota interesante que tiene al papa polaco como protagonista

–Cuénteme.

–Antes de viajar a la India en 1983, Wojtyla quiso prepararse en términos culturales y religiosos. Vio la película Gandhi, se informó sobre la historia del país y leyó libros sobre budismo, algo que fue un enorme error. Tras muchas lecturas, llegó a la conclusión de que el budismo no era una verdadera religión y, en lugar de guardarse para sí esta idea, la hizo pública. En cierta manera, el papa polaco no se equivocaba, pues es cierto que en el budismo no hay un cielo ni un infierno, pero sobre todo no hay un dios creador. Sin embargo, no debió decirlo. Sus palabras sentaron fatal y, de hecho, su viaje a la India fue un completo desastre por estas declaraciones, pero también por no pedir perdón por los años de colonialismo.

–En el Vaticano, ¿encontró cinéfilos que valoraban el séptimo arte más allá de su valor instrumental?

–Todos los religiosos que conocí en el Vaticano tenían una concepción instrumental del cine, para ellos las películas debían servir para enseñar y divulgar valores. El padre Fantucci, que era un cinéfilo muy respetado y escribía en Il Osservatore Romano, me contó que cuando se estrenó La dolce vita hubo todo tipo de reacciones. En algunos sectores católicos se discutió si era conveniente o no que la película de Fellini fuera proyectada en los seminarios como retrato del mundo pagano moderno. Hubo un largo debate sobre el tema y, finalmente, Fantucci, que era el cardenal superior responsable de los seminarios, decidió que La dolce vita tenía que ser una película obligatoria para cuarto curso de teología. Lo que te quiero mostrar con este ejemplo es ese uso instrumental del cine. Para ellos, La dolce vita no era una obra de arte, sino una herramienta para reflexionar sobre el paganismo en el mundo moderno y sobre la decadencia de valores en Occidente. De todas maneras, este uso instrumental del arte no es exclusivo del mundo católico: el marxismo también concibió el séptimo arte como una herramienta de divulgación ideológica y las películas se valoraban solamente según si eran útiles o no a nivel político. 

Román Gubern posa en la escalera de su casa / LENA PRIETO

Román Gubern posa en la escalera de su casa / LENA PRIETO



–Ahí está el cine soviético, por ejemplo.

–Cierto. Y en el polo opuesto está la Nouvelle Vague. La revista Positive, que era trotskista, atacó la Nouvelle Vague y a directores como Godard o Truffaut, que escribían en el Cahiers du Cinema. Tuve la suerte de vivir en París en aquellos años. Cada semana leía la revista Arts, en la que también escribía Truffaut, y la revista comunista Lettres françaises, donde George Sadoul defendía la Nouvelle Vague, pero no por una cuestión ideológica, sino por patriotismo. 

Positive criticaba a Godard, director que rodaría una película tan panfletaria como La Chinoise.

–Sí, pero esta película es más tardía respecto al debate del que hablábamos. La Chinoise la rodó después de mayo de 1968, cuando se acercó ideológicamente al maoísmo y comenzó a hacer cine revolucionario. Eso sí, esta etapa no le duró demasiado. Godard es como el Guadiana: va cambiando constantemente tanto en su estética como en sus convicciones ideológicas. Lo que me asombra de Godard es que tiene 87 años y sigue teniendo una enorme vitalidad para seguir haciendo cine. Es verdad que sus últimas películas son muy baratas y poco complicadas, pero importantes. 

–Agnès Varda rodó casi hasta el último momento.

–Sí. Recuerdo que en Venecia la premiamos por Sin techo ni ley, una película muy feminista. Lo que vemos con Varda, con Godard y con cualquier película de autor es que el cine siempre es ideológico, ninguna película es neutra. Todas son partidistas o criptopartidistas. 

–Se acaba de estrenar Los dos papas y hace un par de años Sorrentino convirtió a Jude Law en el Sumo Pontífice. 

–El Papa es una estrella mediática y, por tanto, es una figura que despierta el interés de creyentes y de no creyentes. Como se dice ahora, marca tendencia se quiera o no. El tema de los dos papas no es nuevo. Basta retrotraerse al siglo XIV con el papado de Aviñón. Sin embargo, lo interesante del caso actual es que los dos papas representan el choque entre la Europa conservadora y el Tercer Mundo renovador. Han tenido que pasar veinte siglos para que apareciese un papa no europeo. ¡No es poca cosa! Francisco recuerda un poco a Juan XXIII, es el papa filoizquierdista, reformador, mientras que Ratzinger es el papa canónico, un estudioso de la teología más dura, un erudito. Hay varios conflictos en el Vaticano, entre los que cabe destacar tres: el primero tiene que ver con el tema de la pederastia; el segundo, con las finanzas y el tercero con la teología. Mientras el Papa Francisco está pensando en nombrar sacerdotes a los hombres casados de la Amazonia, Ratzinger es un defensor absoluto del celibato. Lo que sucede es que nos olvidamos a menudo de que el celibato eclesiástico es una norma tardía que aparece en el siglo XIII. El debate en torno a la obligatoriedad del celibato está vinculado a la problemática relación de la Iglesia con la sexualidad. No hay que ser Sigmund Freud para saber que el sexo mueve el mundo. Esto lo saben incluso los adolescentes que, con internet, tienen acceso a todo tipo de información.

Román Gubern posa en la librería de su casa / LENA PRIETO

Román Gubern posa en la librería de su casa / LENA PRIETO



–Ya que habla de sexo: usted es autor de La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, un ensayo donde prestaba atención a la historia del porno en el cine. 

–Para mí generación el porno no existía. Ahora, sin embargo, los adolescentes, que tienen hormonas, se sienten lógicamente atraídos por el porno, al que fácilmente pueden acceder a través de sus móviles. Yo estaba en Copenhague en 1979 cuando se despenalizó el porno en Suecia y Dinamarca. Para alguien que venía de España era algo asombroso ver lo fácil que era acceder a ciertos contenidos. Volviendo al Vaticano, la institución eclesiástica tiene un gran problema con el sexo, si bien su papel ha sido muy poco ejemplar. Acuérdate de los Borgia, ahí hubo de todo. El papado, en este sentido, tiene una historia turbulenta. Ahora el Papa Francisco, que tiene mis simpatías humanas, está luchando para poder modernizar el Vaticano abriéndolo más allá de Europa, pero lo tiene muy crudo.  

–Usted estuvo en el Vaticano en la época de Papa Juan Pablo II.

–El papa polaco era un continuador de Pío XII. Un hombre piadoso que venía de un país ultracatólico. Su origen le marcó mucho. No tenía nada que ver con Juan XXIII, que es el modelo que tiene el actual Papa. Conociendo el Vaticano por dentro como lo pude conocer yo, te das cuenta de que es un mundo plural en el que se enfrentan distintas tendencias de opinión y donde conviven posturas diversas. Hablando de esto, me viene a la cabeza Xirinacs, un cura rebelde, independentista y que medio se suicidó en el bosque. 

–Por como habla, tuvo que sorprenderle mucho el mundo del Vaticano.

–Bueno, es un mundo que te sorprende por todo: por sus costumbres, por sus ritos, por su lenguaje e, incluso, por los chistes. Estando en el Vaticano me di cuenta de que su humor nada tiene que ver con el nuestro. Sus chistes son del tipo: “¿Qué le dice un jesuita a un benedictino?”.  Es otra galaxia intelectual en la que tuve la suerte de entrar durante un tiempo y que observé con asombró y, a veces, desazón. 

–¿Por qué?

–Por ciertas discusiones en torno a las películas. Recuerdo que en una de las reuniones uno quería redimir Viridiana. Evidentemente, su propuesta no fue aceptada a pesar de que insistiera en que se podía leer la película de Buñuel desde una perspectiva religiosa. Todo puede ser leído de una manera u otra dependiendo de las antiojeras desde la cual se observa. La prueba es que cuando se estrenó Viridiana desde la productora enviaron a la cabina de proyección a un espía para ver qué decían los censores. Lo único destacable fue que uno de los censores comentó que quizás el camisón de Silvia Pinal era demasiado transparente. ¡Esto fue lo único que dijeron! No se enteraron de nada. Como los censores eran unos obsesos buscaban lo que buscaban, sin enterarse realmente de lo que iban las películas. 

–De todas sus propuestas, solo fue incorporada a una: La Strada

–Mi lista era muy estrambótica, pero la he vuelto a revisar estos últimos meses y he de decir que, a pesar de todo, tiene lógica, al menos para mí. La Strada, como dices, fue incluida en la lista de mejores valores artísticos, no en la de valores religiosos ni en la de valores humanos. Es decir, en la lista menos importante.

–Usted fue pionero al estudiar la historia del cine cuando nadie, en España, se interesaba por el séptimo arte.

–De hecho, si fui elegido para conmemorar el año del cine en el Vaticano, fue porque mi Historia del cine había sido traducida al italiano. Volviendo a tu pregunta, hay que decir que el franquismo no favorecía a la cultura. Además, durante décadas se consideraba que el cine era una forma de entretenimiento y no una expresión de cultura. Más allá de que hubiera grandes maestros como John Ford, la doctrina de Hollywood era que las películas tenían que ser entretenimiento. De ahí que costara tanto legitimar al cine como forma artística y de que hasta los años setenta no entrara en la academia. Primero se crearon las escuelas de cine y, posteriormente, se convirtió en disciplina en las facultades de historia del arte o de literatura. Date cuenta de que el cine es un arte transgenérico: en él se junta el teatro, la literatura, la pintura… Es un crisol de disciplinas y esto es lo que a mí más me interesa. 

Román Gubern posa en el terrado de su casa / LENA PRIETO

Román Gubern posa en el terrado de su casa / LENA PRIETO



–¿Los directores de la Nouvelle Vague fueros los primeros en reivindicar el cine como un arte intelectual?

–Sí y no. En los años veinte hubo un interés intelectual por el cine, muy vinculado entonces a las vanguardias pictóricas y literarias, como podían ser el surrealismo o el dadaísmo. Por entonces, el cine era un arte de gueto, de capilla o de cine-club. Por lo que se refiere al cine mainstream, sí es cierto que fue la Nouvelle Vague quien reivindicó el factor artístico más allá del entretenimiento. Ahora que lo pienso, de aquel grupo de cineastas franceses Godard es el único superviviente. Todos los demás se han muerto. 

–Desde que comenzara a ir al cine hasta ahora los hábitos de consumo han cambiado mucho.

–El cine está siendo una provincia de lo audiovisual, es decir, de la televisión, que es el medio hegemónico que está absorbiendo al cineVéase El irlandés. Se estrena en las salas para poder optar a los Oscar, pero en seguida se ha podido ver en la pequeña pantalla. Por tanto, el cine ahora está sujeto al imperativo del canon televisivo. Esto es así y cada vez más habrá fenómenos como El irlandés. Yo diría que en los últimos años el cine ha vivido el paso de lo analógico a lo digital, que ha sido una revolución, y el cambio en la forma de ser consumido, de verlo en pantalla grande a verlo en la pantalla del móvil. 

–Hay quien dice que las próximas generaciones no llegarán a conocer las salas de cine.

–Yo pertenezco a la generación que se formó viendo películas en las catedrales de cine, donde las películas se proyectaban en enormes pantallas de terciopelo. Ese mundo ha desaparecido por completo. Ha perdido sacralidad, pero ha ganado número de espectadores: ahora la gente consume mucho cine a través de dispositivos muy variados, desde la gran pantalla hasta el móvil, pasando por la televisión y el ordenador.