Fotograma de 'El poder del perro' de Jane Campion

Fotograma de 'El poder del perro' de Jane Campion

Cine & Teatro

Los Oscars: películas menores, gran cine y un bofetón

Los académicos y la industria de Hollywood prefieren premiar films sentimentales y con buenas intenciones. ‘El poder del perro’, de Jane Campion, permanecerá; 'CODA' se olvidará en unos años

28 marzo, 2022 19:45

Algunas preguntas: ¿CODA, Oscar a la mejor película, ha ganado por méritos cinematográficos, por inclusiva, por buenrrollera, por su carga sentimental? ¿Hacer bromas de mal gusto sobre los problemas de alopecia de una mujer presente en la sala es un buen ejemplo de que el humor tiene, guste o no, límites? ¿La broma habría generado una crisis racial y hasta altercados en las calles si el humorista que hace el comentario sobre la mujer negra fuera blanco? ¿Y si en lugar de ser Will Smith el que le pega una castaña a Chris Rock lo hubiera hecho un actor blanco estaría ya cancelado, enterrado de por vida y hasta borrado de la orla de su clase del instituto?

¿Tiene sentido que se retransmita con todo lujo de detalle la castaña en cuestión y después, cuando Smith se sienta e increpa a Rock, se censuren con un pitido los tacos que suelta? ¿Tiene sentido castigar a los ganadores de categorías técnicas o menores sin su momento de gloria y la ineludible y cansina dedicatoria a los seres queridos con la intención de agilizar la gala? ¿Habrá alguna gala de los Oscars que al día siguiente no genere el eterno comentario de que ha sido demasiado larga y carente ritmo? ¿Si siempre son tan malas, por qué todo el mundo se empeña en hablar de ellas (yo, señores, tengo la excusa de que este texto me lo han encargado)?

Will Smith

Con tanta obsesión por la inclusividad, la diversidad, las películas con mensajes positivos y demás dogmas de la nueva fe, resulta que estos van a ser los Oscars de la bofetada que un actor negro le arrea a otro en directo con millones de personas contemplando la escena sin saber si es otro ejemplo de humor sin límites o si a alguien se le han cruzado los cables y se le ha disparado la testosterona. Difícilmente serán los Oscars de CODA, porque de las nada menos que diez películas nominadas, es la menos interesante de todas junto con El método Williams, de Will Smith, Oscar al mejor espectáculo televisivo del año (bueno, y al mejor actor, aunque el que se lo merecía era Benedict Cumberbatch, que tenía el hándicap de ser blanco).

Rasgarse las vestiduras a estas alturas por el Oscar a CODA sería empeñarse en seguir creyendo que los reyes magos no son los padres, o sea en que en esta gala se premian las mejores películas del año. Rasgarse las vestiduras porque los Oscars tengan más que ver con el show business que con el cine como arte puro sería bastante naif. Y además nunca hay que darle mucha importancia a los premios: si nos ponemos a hacer la lista de Nobeles de literatura discutibles, de los que nadie se acuerda o directamente disparatados, y otra paralela de escritores fundamentales que no lo han recibido, también nos tiraríamos de los pelos. Los premios aciertan solo de vez en cuando.

Tampoco creo que tenga mucho sentido cargar las tintas contra CODA, película previsible, sentimental, tramposilla en cuanto que da al espectador una historia edulcorada envuelta en una apariencia de cine con carga social e indie (fue premiada en Sundance, algo quizá más incomprensible que lo de ganar el Oscar). Películas de este tipo que se han llevado el Oscar y pasados unos años nadie se acuerda de ellas hay a puñados (un caso reciente, la bienintencionada Green Book, que tampoco es que fuera un bodrio, ganó a Roma, que es cine en mayúsculas). Quizá lo más alarmante del Oscar a CODA es que la película es un remake o refrito americanizado de una tragicomedia francesa, La familia Bélier.

Había entre las nominadas al menos otras tres a las que se les podría endosar la etiqueta de remakes, pero habría que matizarla. El West Side Story de Spielberg vuelve sobre un clásico tratando de hacer una relectura actualizada, pero bebe más del musical original que la adaptación al cine previa y, sobre todo, tiene unas virtudes estéticas muy superiores a las de CODA. El callejón de las almas perdidas del gran Guillermo del Toro no es tanto un remake de una estupenda película del mismo título dirigida por Edmund Goulding en 1947, sino una adaptación mucho más fiel al original novelístico de William Lindsay Gresham (quien, por cierto, se inspiró para uno de los episodios más aberrantes de la trama en una escena que vio en España, donde combatió con las Brigadas Internacionales en la guerra civil).

La película, pese a haber sido recibida con críticas tibias, me parece toda una lección de cine, con una cuidadísima estética que salta del homenaje al Freaks de Tod Browning de la primera parte a la apoteosis art decó de la segunda. Hay que entenderla como una nueva incursión del cineasta en el universo de los monstruos, que aquí no son seres diferentes mirados con cariño –como en La forma del agua–, sino personajes siniestros que juegan con el dolor ajeno.También hay monstruos temibles en Dune de Denis Villeneuve, que algún despistado podría considerar un remake de la película de Lynch. Es más bien una nueva adaptación del clásico de Frank Herbert, mucho más fiel a la riqueza de matices y subtramas del original. Y es además otra lección de gran cine, espectacular y repleto de efectos digitales, pero con un desarrollo narrativo y una construcción de personajes admirable.

En los últimos años Villeneuve ha encadenado tres obras maestras de la ciencia ficción, que tienen el mérito añadido de ser proyectos a priori condenados al fracaso: el relato de Ted Chiang que adaptó en La llegada no es precisamente fácil de llevar al cine; hacer una continuación de una película tan icónica como Blade Runner y salir airoso parecía improbable y no solo salió airoso sino que visualmente casi supera a su antecesora, y con Dune (primera parte de un todo compuesto por dos películas) logra llevar a la pantalla una novela con la que ya tropezaron Alejandro Jodorowsky (no se pierdan el estupendo documental que hay sobre su fallido proyecto: Jodorowsky’s Dune de Frank Pavich) y nada menos que David Lynch (con la inestimable ayuda de los De Laurentis, padre e hija, que se dieron a tal bacanal de poda que al final no se entendía casi nada).

En cuanto a Belfast de Kenneth Branagh, puede que tire de emotividad como CODA, pero tiene muchísimos más méritos cinematográficos, empezando por la cuidada planificación. No mires arriba de Adam McKay puede tener algún que otro altibajo, pero es osada y mordaz, y lo que hace McCay –aquí y todavía más en la portentosa Vice– rompiendo la cuarta pared es muy interesante. Licorice Pizza puede tener también algún altibajo, pero es una muestra más del inmenso talento visual y narrativo de Paul Thomas Anderson, alguien capaz de abordar sentimientos –un amor temprano en este caso– sin recurrir a facilones trucos emotivos.

Drive my Car de Ryûsuke Hamaguchi tenía una doble nominación a mejor película y a mejor película extranjera y con toda justicia –y con permiso de La peor persona del mundo de Joachim Trier– se ha llevado el de película extranjera. Adaptación libre de un relato de Haruki Murakami, con el teatro de Chejov como telón de fondo, es una película larga y parsimoniosa sobre las emociones, las soledades y los secretos; una buena muestra de este cine japonés sutil y elegante que viene del maestro Ozu y tiene hoy sólidos representantes como Hirokazu Koreeda o la cineasta Naomi Kawase (el reverso diabólico son los cineastas nipones del sector tronado: Takashi Miike, Sion Sono, y mi favorito, Hitoshi Matsumoto).

Jane Campion

Y he dejado para el final en este repaso El poder del perro de Jane Campion, la gran derrotada, la que más nominaciones tenía, doce, de las que solo ha conseguido una, a la mejor dirección, para Campion. Era la gran favorita y para explicar su fracaso se ha hablado incluso de supuestas conspiraciones anti-streaming y anti-Netflix. Creo que las razones son menos rebuscadas: son las mismas que dieron el triunfo a Green Book frente a Roma. A los académicos y a la industria parecen gustarles más las películas amables, cargadas de buenas intenciones sociopolíticas y que tocan la fibra sensible con un hábil –y pelín tramposo– manejo de los mecanismos del melodrama espolvoreado con toques de comedia. Eso es lo que son Green Book y CODA. En cambio, Roma y El poder del perro son películas elusivas, que no se lo dan todo mascado al espectador (la famosa teoría del iceberg de los relatos de Hemingway).

Este carácter elusivo es uno de los pilares sobre los que descansa la película de Campion, que culmina con ella un proceso de progresiva depuración. Sus primeras películas internacionales, El piano y su adaptación de Henry James, Retrato de una dama, tenían una intensidad romántica. El estilo fue evolucionando en dos películas muy irregulares, Holy Smoke y En carne viva, y da un giro radical con la preciosa Bright Star, retrato de los últimos años de John Keats y su relación amorosa con Fanny Brawne, en la que Campion logra transmitir las emociones poéticas a través de las imágenes. Esta capacidad para plasmar conflictos interiores a través del lenguaje puramente visual, sin verbalizarlas, llega a su máxima expresión con El poder del perro, en la que también exprime al máximo lo elusivo y elíptico como modo de contar la historia.

La propuesta es muy osada: la película que empieza pareciendo una cosa –un vaquero muy macho que martiriza a la mujer de su hermano y al hijo afeminado de esta–, cambia súbitamente hacia lo que parece una revisación de Brokeback Mountain y al final todavía da un tercer viraje imprevisto, que convierte la historia en algo mucho más oscuro y complejo, con un final abierto que desconcertará a más de uno y que adquiere todo su sentido si recordamos la frase con la que arranca la película.

Lo que hace Campion en El poder del perro es cine en mayúsculas: una película sobre un cambio de era –el Oeste que empieza a motorizarse–, sobre personajes que ocultan su dolor con la agresividad o la bebida, y con otro que lleva a cabo un acto destructivo movido por el amor. Estéticamente en algún momento recuerda al Terrence Malick de Días del cielo, pero es mucho más oscura (esos opresivos interiores de la mansión). Sin duda merecía ganar el Oscar mucho más que CODA, pero qué más da. CODA se olvidará en unos años y El poder del perro permanecerá. El año que viene vaticino que al día siguiente de los Oscars se volverá a hablar de que la ceremonia ha sido aburrida y tal vez habrá quien se rasgará las vestiduras porque una película sentimental, menor y un poco tramposilla se ha impuesto a otras de mucha más calidad cinematográfica. Lo que va a ser difícil de repetir y no digamos ya superar es el happening de Will Smith.