El estetoscopio de un médico sobre un libro / CG

El estetoscopio de un médico sobre un libro / CG

Cine & Teatro

De médicos a escritores

La única profesión con indiscutible sentido de la realidad y de la dignidad es la de médico, y muchos de ellos colgaron el estetoscopio por la estilográfica

27 diciembre, 2020 00:00

En su último artículo, Vila-Matas cita los diarios del actor Richard Burton: “Toda mi vida he estado secretamente avergonzado de ser actor, y cuanto mayor me hago, más avergonzado me siento”. Y pone este reconocimiento en relación con uno parecido del tenista Agassi: “Odio el tenis, lo detesto como una oscura y secreta pasión, y sin embargo sigo jugando porque no tengo alternativa.”

Agassi detestaba “devolver un millón de pelotitas al año”.

Comprendo ese problema de avergonzarse de uno mismo y de aversión al oficio, aunque uno destaque en él, y aunque las multitudes le aplaudan, pues según cómo las mires casi todas las profesiones son versiones del acto absurdo de devolver, día tras día, pelotitas y más pelotitas al otro lado de una red.

Siempre he pensado que la única profesión con indiscutible sentido de la realidad y de la dignidad es la de médico, pues consiste en luchar contra la enfermedad, el dolor y la muerte. Todas las demás se adscriben a ese complejo teatral que Schopenhauer llama “representación”, y cuyo culmen, por descontado, es la profesión de actor --que participa en una obra dentro de otra obra general--. Siempre me han llamado mucho la atención, y me han parecido peligrosas, las declaraciones de los actores que, como Richard Burton, abominaban o se avergonzaban de su trabajo. Por ejemplo, Sterling Hayden (el de Atraco perfecto y Johnny Guitar), John Voight (Cowboy de medianoche) o Anthony Hopkins.

En cambio ¿cómo no respetar y tener en la más alta consideración la tarea del médico? No es por nada que todo el mundo los respeta y los trata de “doctor”: es que lo que hacen no trata de representaciones de ninguna clase sino de la cosa real en sí. Se diría que el que es médico no debería querer ninguna otra cosa.

Sin embargo, la historia de la literatura está plagada de médicos que colgaron el estetoscopio por la estilográfica. En España, Pío Baroja; en Francia, Céline. En Rusia, Bulgakov; en Alemania, Döblin. Ahora no recuerdo más nombres destacados, pero tiempo atrás hice una lista y recuerdo que era muy larga. Conan Doyle prefirió escribir las aventuras de Sherlock Holmes (al que, por cierto, también acabó detestando) que persistir en la cirugía y en la oftalmología. Chejov simultaneó la literatura con la medicina, pero solo para no dejar abandonados a sus pacientes pobres, a los que atendía casi gratuitamente, pues era poco menos que un santo.

En los malos momentos tengo a la literatura y el arte por tan poca cosa (“…mi mente / se aplicó a las simétricas porfías / del arte, que entreteje naderías”) que me pregunto cómo es que tantos médicos prefirieron dedicarse a escribir, y en cambio no conozco casos de escritores que decidieran dejarse de literaturas y, diciendo “bueno, es hora de ponerse serios” se matriculasen en la facultad de Medicina.

En el caso de Baroja, sospecho que no debía de ser un buen médico, a juzgar por sus comentarios en El árbol de la ciencia. Bulgakov está claro que se hastió de amputar piernas y brazos durante la primera guerra mundial, la sola vista del serrucho debía provocarle repugnancia.

Supongo que esos que he citado y otros que he olvidado se trasladaron de la consulta de médico al gabinete del escritor como el pintor que pasa del arte figurativo a la abstracción, respondiendo a un anhelo de elevarse sobre las contingencias del mundo material: un proceso de estilización. O si se prefiere: pasar de tratar con la materia a tratar con el espíritu. De la sangre al alma.

Pero, como vengo diciendo, esa estilización se consigue resignándose a formar parte del mundo de la representación, de lo simbólico, lo que puede ser un poco ridículo y vergonzante.

Según el estado de ánimo, según el color del día, uno piensa que todos esos médicos cometieron un error al quitarse la bata y tirarla a la papelera para dedicarse “al arte, que entreteje naderías”, o bien al contrario: que hicieron muy santamente, avanzando por ese camino que bien podría ser, garabato a garabato, un camino de perfección.