La revolución de las librerías / DANIEL ROSELL

La revolución de las librerías / DANIEL ROSELL

Cine & Teatro

Leer imágenes, ver libros, contar historias

El cine y la literatura pueden ser disciplinas rivales, pero no enemigas. A los cineastas les seducen las invenciones del universo libresco y los libros son fuente de inspiración para las películas

29 marzo, 2023 19:30

En la deliciosa Moonrise Kingdom de Wes Anderson un niño y una niña inadaptados deciden fugarse y refugiarse en una recóndita playa de la isla en la que viven. En el equipaje que acarrean, además de cosas prácticas para la supervivencia, ella ha metido seis libros que ha birlado de la biblioteca local. Estos dos pequeños rebeldes consideran imprescindible llevarse a su secreto paraíso varios libros. No les servirán para llenar el estómago, ni para encender un fuego, ni para protegerse de la lluvia, pero sin ellos a su aventura le faltaría un ingrediente, porque la lectura nos invita a soñar y reflexionar, nos ayuda a vivir más plenamente.

Esos volúmenes son asideros, bitácoras. Por cierto, los libros son ficticios, pero como Anderson es un obseso de los detalles, los dotó de título, argumento y portada. Entre el material promocional hay un corto precioso –Moonrise Kingdom, Animated Book Short, lo pueden visionar en YouTube– en el que el cronista local –que es el narrador en la película– presenta cada una de esas obras inexistentes, fruto de la imaginación del cineasta.

La relevancia de los libros desde la más tierna infancia como arma contra la estupidez es uno de los elementos centrales de Matilda, acaso la obra maestra de Roald Dahl (con permiso de Charlie y la fábrica de chocolate y Las brujas), adaptada al cine por Danny DeVito. La inteligente y curiosa niña protagonista sobrevive al entorno hostil de unos progenitores zopencos y horteras gracias a la lectura y a su amistad con una tímida profesora que ejerce de mentora. Los libros la salvan de la mediocridad reinante, estimulan sus inquietudes, le abren un camino.

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Otra buena plasmación cinematográfica del poder de la lectura para despertar la imaginación de los niños la encontramos en La princesa prometida, dirigida por Rob Reiner sobre uno de los guiones más redondos del legendario William Goldman (ganador de dos Oscar al mejor guion por Dos hombres y un destino y Todos los hombres del presidente), que en este caso versiona su propia novela. La película es una desternillante parodia de las historias de caballeros, princesas, reinos mágicos, venganzas y espadachines. Arranca con un abuelo que va a visitar a su nieto enfermo y ante las reticencias de este, al que los libros le parecen un tostón, le promete que la historia que va a leerle le encantará. Y así sucede, la narración lo atrapa.

Son tres ejemplos de cómo se ha mostrado en la pantalla la importancia de la lectura, algo que no es sencillo, porque la relación con el libro es un acto íntimo. El cine, como arte narrativo, es a priori el principal rival de la literatura y es muy probable que haya contribuido a mermar el número de lectores. En un mundo regido por las prisas y los múltiples estímulos, leer requiere tiempo y concentración, mientras que para ver una película basta con sentarse en el sofá durante un par de horas. Sin embargo, el cine no tiene por qué ser enemigo de la literatura. Acaso sean rivales, pero no enemigos. Rivalidades aparte, lo cierto es que al cine le seduce el universo libresco. Las bibliotecas y las librerías lucen fotogénicas en la pantalla, y los libros son un buen propulsor narrativo, porque pueden contener secretos, misterios, claves, maldiciones, o pueden ser un vínculo a través del cual se relacionan los personajes.

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Si de los niños lectores pasamos a los jóvenes, el poder motivacional de la lectura es clave en la trama de una película un poco cursi que marcó a una generación: El club de los poetas muertos. Pone en escena un arquetipo: el profesor rebelde y magnético que ejerce una fuerte influencia sobre sus alumnos. Además, plantea de un modo algo simplón cómo solo la poesía. la belleza y el intelecto puro pueden salvarnos de las mezquindades y peajes del mundo adulto. El director, Peter Weir, había rodado en su inicial etapa australiana una película infinitamente mejor, e infinitamente más compleja y perturbadora, sobre las turbulencias de la adolescencia: Picnic en Hanging Rock.

Y sobre la influencia de las lecturas juveniles, la inteligentísima Donna Tartt propuso una aproximación mucho menos inocente en la novela El secreto, en la que la deglución de los clásicos puede conducir nada menos que al crimen. Con todo, debe celebrarse que El club de los poetas muertos pusiera de moda la poesía y que el emotivo poema de Whitman dedicado a a Lincoln tras su asesinato -“O Captain!, My Captain!”-, protagonice la escena más importante de la película.

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La fuerza para trasmutar la realidad cotidiana que tiene la poesía quizá nunca ha sido tan bien expresada en el cine como en Paterson de Jim Jarmush. Su protagonista es un conductor de autobús que mientras recorre las calles de Paterson piensa versos y cuyo ídolo es William Carlos Williams, que vivió muy cerca de allí y dedicó a esa ciudad un extenso poema. Paterson es también el nombre del conductor, cuyos poemas (que van apareciendo escritos en pantalla) son obra del genial y surreal Ron Padget, perteneciente a lo que se dio en llamar segunda escuela de Nueva York, la de los herederos de O’Hara, Ashbery y Kenneth Koch. La creación de versos y la lectura de Williams convierten la, en apariencia, anodina existencia de este hombre discreto, en una aventura diaria.

Los libros nos salvan del aburrimiento, las palabras nos invitan a emprender un viaje inmóvil. Creo que ninguna otra película ha sabido captar mejor el poder de la literatura que esta maravilla de Jarmush, que fluye sin prisas, adornada con gotas de humor y pinceladas de emoción contenida. El cineasta, además, lanza un precioso guiño para iniciados: hay una escena en la que dos adolescentes descreídos hablan de un histórico anarquista italiano que vivió en la ciudad; ese chico y esa chica son los protagonistas de Moonrise Kingdom ya creciditos, a través de los cuales Jarmush homenajea a Anderson.

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La poesía también asoma en Hannah y sus hermanas de Woody Allen. En una escena, el personaje que interpreta Michael Caine recorre con su amante una librería de viejo con atiborrados estantes y le regala la obra completa de e. e. cummings, que se convierte en un código amoroso entre ellos. En las películas de Allen abundan los libros, los intelectuales sofisticados y los escritores neuróticos, Quizá sea Midnight in Paris su más redondo homenaje a la lectura, porque en ella los libros pueden incluso hacernos viajar en el tiempo.

Los libros conectan a dos personas a través del Atlántico en la La carta final, basada en el epistolario de Helene Hanff, 84, Charing Cross Road. La película fue un regalo de Mel Brooks, el productor, a su mujer, Anne Bancroft, que interpreta a Hanff. Lo que se cuenta es la amistad epistolar entre una escritora neoyorquina y un librero londinense al que le hace encargos en los duros años de la posguerra. Ese vínculo entre personas a través de los libros también aparece en La librería de Isabel Coixet, que adapta la novela de Penelope Fitzgerald. Aquí la protagonista es una viuda que abre una librería en un pueblecito y, entre otras cosas, escandaliza a los lugareños cuando exhibe en el escaparate la recién aparecida Lolita de Nabokov, porque los libros -entonces y ahora- también pueden ser provocadores y subversivos.

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No solo opinan así unos mojigatos lugareños, también los gobiernos pueden considerarlos peligrosos, como sucede en el futuro distópico imaginado por Ray Bradbury en Fahrenheit 451, que llevó al cine François Truffaut. Los bomberos en lugar de apagar incendios queman libros –como los nazis– y héroes anónimos los salvan del olvido memorizándolos y convirtiéndose en hombres-libro. También los preservan las bibliotecas, tal como muestra, con su habitual parsimonia, el venerado documentalista Frederick Wiseman en Ex Libris, retrato del día a día de la Biblioteca Pública de Nueva York.

También son de esa ciudad los excéntricos bibliófilos y libreros que protagonizan otro documental: Libreros de Nueva York. Un bibliófilo tan excéntrico como ellos, pero este de ficción, busca los últimos ejemplares de un libro diabólico en La novena puerta de Roman Polanski, que adapta a Pérez Reverte. El cineasta ya sacó otro temible libro satánico en La semilla del diablo, y los hay que abren las puertas del infierno cuando algún incauto los lee, como en Posesión infernal de Sam Raimi o El más allá de Lucio Fulci.

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Los libros también pueden ser peligrosos. La lectura puede perturbar, y si no que se lo pregunten a Don Quijote. En Misery, brillante adaptación de una novela de Stephen King, la desequilibrada fan de un escritor de bestsellers lo secuestra y somete a tortura para que resucite a su personaje favorito, la heroína de unas novelas románticas a la que el autor ha decidido liquidar. Queremos creer que la lectura es un antídoto contra la barbarie, que incentiva el pensamiento crítico y nos ayuda a entender el mundo. Así es, pero también las ideas más bárbaras tomaron forma de libro, como en el Mein Kampf.

El nazismo exterminó el pensamiento crítico y quemó libros, como muestra la sensiblera La ladrona de libros. En la entrañable La sociedad literaria y el pastel de patata, un grupo de habitantes de Guernsey, una de las islas del canal de la Mancha invadidas por los nazis, se sirven de un club de lectura como tapadera para sus actividades resistentes (en el mundo real, en otra de esas islas, la Jersey, vivía la artista Claude Cahun con su pareja, la ilustradora Marcel Moore, y ambas lucharon clandestinamente contra los nazis y llegaron a ser detenidas por la Gestapo). Ya en la posguerra está ambientada El lector, buena adaptación de la novela de Bernhard Schlink. Más allá de la sensualidad de las lecturas que comparten los dos protagonistas y que se convierten en parte de un ritual erótico, plantea preguntas relevantes: ¿nos salva la cultura de la barbarie? ¿Ayudan los libros a entender mejor el mundo?

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En El paciente inglés, adaptación de la novela de Michael Ondaatje, la lectura de autores del pasado como Herodoto y Kipling sirve para intentar entender el presente. El cine también ha retratado a quienes hacen los libros: la deslumbrante El editor de libros cuenta la histórica relación entre el torrencial Thomas Wolfe y su editor Maxwell Perkins, a partir de la biografía sobre este último escribió A. Scott Berg. Si fuera cierto aquello de que una imagen vale por mil palabras, quizá la visión más poderosa de la importancia de la lectura no esté en una película sino en una fotografía.

Me refiero a la célebre imagen tomada en 1940 en la Holland House de Kensington, en Londres, destruida por un bombardeo alemán. Entre ruinas, vigas caídas y techos desaparecidos, quedaron milagrosamente en pie las paredes de la biblioteca. Y en ese caos dantesco, un fotógrafo captó a tres hombres con gabardina, traje y sombrero mirando los intactos volúmenes de las estanterías. La imagen nos habla de la flema británica, pero sobre todo de la cultura y la lectura que sobreviven a la barbarie.