Imagen de promoción de 'After Yang', de Kogonada

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Cine & Teatro

Kogonada: memoria y esencia humana

El director surcoreano explora el género de la ciencia ficción con una exquisita puesta en escena y una factura preciosista para reflexionar sobre cómo la memoria nos configura como seres humanos

23 octubre, 2022 19:45

No todo en la ciencia ficción son espadas láser, viajes a la velocidad de la luz, sanguinarios entes extraterrestres y remotos planetas inexplorados. Hay una ciencia ficción más sosegada y reflexiva, que se sirve del género para plantear preguntas filosóficas. Después de Yang, estrenada directamente en Amazon Prime, pertenece a este grupo. Su director, Kogonada, nacido en Seúl, llegó de niño con su familia a Estados Unidos. Se hizo un nombre entre los amantes del cine con una serie de estupendos videoensayos que rodó para medios como la revista británica Sight & Sound y el British Film Institute y sobre todo como extras para los DVD de la Criterion Collection. Tiene en su haber piezas sobre Hitchcock, Bergman, Robert Bresson, Godard, Kubrick, Terrence Malick, Hirokazu Koreeda, Wes Anderson, Tarantino, Aronofsky y Yasujiro Ozu. Este último es su cineasta de cabecera y, de hecho, el seudónimo con el que firma es una variación del nombre del escritor Kogo Noda, que fue guionista de muchas películas del maestro japonés.

Kogonada debutó en el largometraje con la portentosa Columbus (2017, disponible en Filmin), en la que exploraba los momentos de incertidumbre, la fugacidad del tiempo, el sentido de pertenencia frente al desarraigo, el peso de la memoria y la relación emocional con el entorno. Ahora nos llega por fin su segundo largometraje, Después de Yang (After Yang, 2021), que desde la ciencia ficción aborda temas similares. Además de los temas, ambas coinciden en tener una exquisita puesta en escena. El cineasta ha colaborado también como director en varios episodios de Pachinko (2022), serie creada por Soo Hugh para Apple TV.

El director de cine surcoreano Kogonada

El director de cine surcoreano Kogonada

Columbus y Después de Yang comparten el gusto por insinuar más que explicar y subrayar; una estética depurada, preciosista y contemplativa; el manejo de ritmos pausados y silencios; un sofisticado y sutil tratamiento del color y la composición de los planos que los dota de entidad pictórica También es característico del cine de Kogonada la inclusión de imágenes de transición –árboles con hojas mecidas por el viento, habitaciones vacías en las que penetra el sol por la ventana…–, que replican un recurso muy característico de Ozu para plasmar el paso del tiempo.

En Columbus narra con pinceladas impresionistas una doble historia de transición y lucha por romper con el pasado. En la pequeña ciudad del título se encuentras dos personajes. Un joven coreano llega allí porque su padre, un famoso arquitecto que iba a dar una conferencia, ha sufrido un derrame y está hospitalizado. Como el padre empeora, el hijo debe quedarse por un tiempo indefinido, hasta que se produzca el desenlace. Durante su estancia conoce a una chica muy joven, que quiere irse a estudiar fuera de la ciudad, pero le da miedo dar el paso porque cuida de su madre, ex adicta a la metanfetamina en proceso de recuperación.

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La película cuenta el encuentro de estos dos personajes atrapados en un limbo temporal, que desean marcharse, pero no pueden. Lo facilón hubiera sido montar una historia de amor, pero Kogonada ni insinúa esta posibilidad. Tampoco carga las tintas sobre la adicción de la madre de ella, que es un mero trasfondo.El escenario no es un lugar cualquiera. Columbus es una suerte de museo al aire libre de arquitectura vanguardista (lo que los americanos llaman modernist arquitecture o international style). Esto puede resultar de entrada desconcertante, tratándose de una pequeña ciudad de Indiana, pero tiene una explicación histórica. El magnate y filántropo local J. Irwin Miller creía en una célebre sentencia pronunciada por Churchill en la Cámara de los Lores en 1943: “We shape our buildings; thereafter they shape us” ("damos forma a nuestros edificios, pero ellos nos moldean a nosotros").

Siguiendo esta máxima, ofreció la colaboración de su fundación para pagar parte del coste de los edificios de grandes arquitectos que el ayuntamiento decidiera encargar. Así, entre 1954 y 1970, esta población se llenó de obras de maestros de la arquitectura moderna. Eero Saarinen, Richard Meier, Roberto Venturi, I. M. Pei, James Stewart Polshek y otros construyeron un colegio, un hospital, un banco, una iglesia, sedes empresariales… Muchos de estos edificios aparecen en la película, junto a las dos casas de J. Irwin Miller: la de su infancia, una preciosa mansión con jardín del periodo de la guerra civil (es el hotel en el que se aloja el protagonista) y la que encargó después siguiendo sus querencias vanguardistas (hoy un museo, que visitan los dos personajes).

Los edificios patrocinados por el filántropo aparecen de forma reiterada en la película, pero no como meras postales o telones de fondo. La presencia de esta arquitectura es un elemento central de la película, porque sirve para que los dos protagonistas interactúen y se definan a través de los comentarios que les suscitan. Y además, se explora la idea de Polshek de que “la arquitectura sana”, es decir que el arte cura, nos hace mejores, nos ayuda a crecer. De forma siempre sutil, la película va desarrollando diversos temas: la divergente relación de los protagonistas con sus respectivos progenitores; la idea de pertenencia y choque cultural (reforzada por el hecho de que él es traductor del inglés al coreano), la necesidad de dejar atrás el pasado.

Sin embargo, más allá del desarrollo argumental, hay que destacar la parte plástica: hay imágenes de una belleza arrebatadora. El director juega con los tonos fríos –sobre todo verdes– que rompe con la presencia de una pincelada de rojo (en un paraguas, en el polo que viste un personaje, en una pelota), un recurso que parece tomado de Saul Leiter y sus prodigiosas fotografías de Nueva York nevado en las que el rojo de un paraguas, un cartel o un coche marca un contraste cromático.

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Este trabajo estético se extiende al sonido y de este modo el del agua –la lluvia, un río, una ducha– cobra una especial intensidad. No es tampoco casual la mención, reiterada, a un edificio de Saarinen que “rompe la simetría, pero mantiene el equilibrio”. Esto nos lleva directamente a la estética japonesa y el concepto de wabisabi, que Kogonada aplica a sus imágenes. Y es digno de Ozu el trabajo sobre la temporalidad, con el contraste entre aquello que permanece (los edificios) y aquello que fluye (el agua, el tiempo).

Todos estos planteamientos temáticos y formales de Columbus los reelabora el cineasta en Después de Yang a través de la ciencia ficción, con el añadido de un tema central en esta segunda película: la memoria como aquello que nos configura como seres humanos. Inspirada en un relato de Alexander Weinstein incluido en el libro Children of the New World (inédito en castellano), se sitúa en un futuro próximo. Los protagonistas son una pareja –él (Colin Farrell) dueño de una tienda de té y ella (Jodie Turner–Smith) ejecutiva en una empresa– que han adoptado a una niña china. Para ponerla en contacto con su cultura, han comprado un robot (un tecnosapiens cultural) de aspecto oriental y con abundante información sobre China, que ejerce de hermano mayor.

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Este robot, Yang, integrado como un miembro más de la familia, un día deja de funcionar. El arreglo es difícil y pese a que lo más práctico sería reciclarlo y adquirir otro, el padre se empeña en tratar de repararlo. Y durante el proceso descubre unos archivos de memoria en forma de constelaciones que no deberían estar ahí. En este mundo futuro, muy similar al nuestro en el aspecto exterior, salvo algunos detalles futuristas como coches completamente autónomos o unas gafas muy simples para visualizar imágenes, hay, además de robots, clones.

Este detalle es relevante para la resolución de la historia, que no desvelaremos. La película explora ontológicamente qué nos hace humanos y un elemento clave es la posesión de recuerdos de lo vivido, que un robot no tiene. Sin embargo, en el caso de Yang, al que la familia adquirió de segunda mano y tenía un pasado, él sí ha desarrollado el empeño de almacenar recuerdos reales en lugar de conformarse con aquellos falsos que le fueron implantados.

De nuevo, el trabajo plástico es extraordinario. Kogonada plantea las imágenes del presente en tonos apagados y con abundancia de reflejos en cristales (en la casa acristalada, en el coche autónomo, en escaparates de tiendas…) que distorsionan o entorpecen la nitidez de las imágenes hasta en ocasiones difuminarlas. A esto se suman los elementos interpuestos, que crean un encuadre dentro del encuadre (un recurso, de nuevo, muy habitual en Ozu). Y la presencia de espejos, cuyo reflejo permite verse y configurar una identidad. En contraposición, las imágenes de los recuerdos son nítidas y de colores vivos, remarcando su relevancia, porque es ahí, en la conciencia emocional de lo vivido, donde se forja la capacidad de ser.

Hay en la película una ambiciosa reflexión filosófica que entronca con un tipo de ciencia ficción alejada de La guerra de las galaxias. Es esa ciencia ficción que probablemente inauguró el mediometraje experimental La jetée de Chris Marker, compuesto de fotos fijas y una voz en off, al que siguen 2001, Odisea del espacio de Kubrick, Solaris y Stalker de Tarkovski, los dos Blade Runner, Interestelar de Nolan, la extraordinaria La llegada de Denis Villeneuve sobre un relato de Ted Chiang y las dos perlas del británico Alex Garland Ex Machina y la serie Devs. Y en la vertiente más indie: Otra Tierra y Orígenes de Mike Cahill, Gattaca, ¡Olvídate de mí!, Her y Coherence por destacar algunos títulos.

La gran ambición de Después de Yang es abordar un tema nada fácil de explorar en el cine: el de la memoria y la construcción del yo a través de los recuerdos. Hay apenas un puñado de películas que lo han sabido abordar de forma magistral: El espejo de Tarkovski, Deseando amar de Wong Kar Wai o la mencionada ¡Olvídate de mí! de Michel Gondry, con guion de Charlie Kaufman, quien en su faceta de director ha trabajado con mucha ambición este asunto en Synecdoche New York y sobre todo en la compleja y magistral Estoy pensando en dejarlo.

Aunque tal vez la vinculación más clara de la película de Kogonada la establezca con una novela: Klara y el sol de Kazuo Ishiguro, que utiliza la ciencia ficción –como ya hizo en Nunca me abandones– para indagar en qué es lo que nos configura como humanos. Lo hace través de un reto narrativo muy complejo consistente en que quien nos narra la historia es una inteligencia artificial diseñada para cuidar niños. Es por tanto desde su peculiar óptica como nos adentramos en los vericuetos de la trama. La gran pregunta que se plantea Ishiguro es si existe algo intransferible que podríamos llamar alma, acompañada de otra no menos ambiciosa: si una inteligencia artificial podría llegar a desarrollar un pensamiento religioso. Kogonada se mueve en un terreno similar.

Ishiguro

Hay tres momentos clave en Después de Yang: el primero, la conversación entre el padre y el robot sobre el té y la idea de que una taza puede contener un mundo y evocar un bosque después de la lluvia. Pero para poder saborear un lugar o un tiempo pasado son necesarios los recuerdos. El segundo es un diálogo entre Yang y la madre sobre una colección de mariposas y una frase de Lao Tse –“Lo que para la oruga es el final, para el resto del mundo es la mariposa”–, que lleva a la reflexión sobre la mortalidad y al comentario de que “para que exista algo tiene que existir la nada”.

La idea de que el final es también un principio remite a la concepción del tiempo que T. S. Eliot desarrolla en Los cuatro cuartetos y a la visión del cíclica de la vida –con el símbolo de la fuente que siempre mana– de Rilke en las Elegías de Duino. Esta idea está presente en la tercera escena clave, la del final, en la que la niña adoptada canta la canción Gilde del grupo japonés Lily Chou Chou, que ha aparecido previamente y cuya letra dice: “I wanna be just like a melody/Just like a simple sound/Like a harmony” ("Quiero ser como una melodía/como un simple sonido/como una armonía").

Es así como pervivirá Yang, en el flujo continuo entre los muertos y los vivos que plantea Rilke en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, en las elegías y en los Sonetos a Orfeo. Desde los clásicos griegos hasta el presente nos hemos preguntado cuál es la esencia de lo humano. La aparición en nuestro imaginario de robots, clones e inteligencias artificiales permite dar una nueva vuelta de tuerca a la pregunta sobre el ser y de ello se sirven Ishiguro y Kogonada. Es, como dice el título de la maravillosa pieza orquestal de Charles Ives, The Unanswered Question, la pregunta sin respuesta.