El director de cine Alberto Rodríguez, responsable de 'Modelo 77', en Sevilla / @JAIMEFOTO

El director de cine Alberto Rodríguez, responsable de 'Modelo 77', en Sevilla / @JAIMEFOTO

Cine & Teatro

Alberto Rodríguez: “Ninguno sabemos quiénes somos hasta que nos ponemos a prueba”

El director sevillano, que acaba de estrenar ‘Modelo 77’, donde recrea la fuga de los presos comunes de la cárcel de Barcelona en la Transición, reflexiona sobre el cine, los actores y su carrera

13 octubre, 2022 18:15

Alberto Rodríguez creció en un barrio normal, en una familia de padres profesionales –él era técnico de TVE; ella, maestra– pero cuando jugaba a policías y ladrones siempre se veía en el bando de los últimos. “Como ahora”, dice. Hablamos de la documentación a la que somete siempre los guiones de sus películas, que le han hecho un experto en las fuerzas del orden y en las cloacas. Aunque los prefiere lejos –pone cara de posible perseguido– se ufana de tener un amigo policía estupendo, con el que juega al futbol.  No hizo la mili porque objetó“y me tocó currarlo” pero se siente a gusto en ambientes de chicos y se carcajea cuando se le advierte de la testosterona que destilan sus películas. Su última obra, Modelo 77, presentada en San Sebastián y estrenada hace unas semanas con éxito, relata una célebre fuga de la cárcel de Barcelona y la aparición de la COPEL. Rodríguez y su guionista, Rafael Cobos, llevaban más de quince años intentando rodar esta película sobre la España de la Transición.

Su pánico escénico es proverbial. Incluso, o sobre todo, en las entrevistas.

–Ya lo dijo Paul Chabroll: después de hacer una peli te pasas un tiempo haciendo el imbécil. (Sonríe y pide disculpas, asumiendo como inevitable la promoción, tener que hablar en público y dejarse entrevistar). No me quejo en absoluto, forma parte del trabajo, pero reconozco que es lo que menos me gusta y lo que peor se me da.

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Pero es un gran conversador sobre cine, me cuentan.

–Eso es otra cosa. A mí me gusta hablar de cine y... hasta de mis películas. Pero procuro no hablar mucho de mí. De hecho, hasta en las películas procuro que no se me note, que no se me vea. Me gusta contar historias y procuro dejar mi opinión a un lado. Que sea el espectador el que juzgue, si es que tiene que juzgar. No me gusta hablar de mí, aunque tampoco me escondo, y aún menos de lo que pueda haber detrás de las pelis que hemos hecho. De cine es verdad que me gusta hablar y tengo muchos amigos que se dedican a esto, pero a veces me da la sensación de vivir en una secta, de estar en un bucle de lo mismo. Como si fuera de alcohólicos anónimos y sólo hablara de esto, igual que un adicto (Sonríe y reconoce que huye de los grupos cerrados). Además, necesitas la vida para poder hacer películas.

–¿Y dónde está la vida?

–En mi familia, en mis amigos, en el deporte. Cosas esenciales: libros, películas, afectos. A mí todo eso me sirve de equilibrio para las historias que luego quiero contar.

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Autoficción no parece que haga

–Mis películas me hacen indagar en mundos que he tenido que buscar, estudiar y  descubrir. Las historias que he querido contar no tienen que ver ni con mi experiencia ni con la de Rafael [Cobos] –su guionista, al que alude durante la conversación  nombrándolo o usando un nosotros–. Si yo no tuviera una vida normal, seguramente no sabría afrontar un drama. Se necesita equilibrio.

–¿Lo suyo es pasión por el crimen y el castigo?

–Qué va, es más normal. Me interesa lo que pasa y no se ve. Y a las historias que sí conocemos me gusta darles la vuelta, mirarlas por dentro y por detrás. Meterle los dedos. Me interesan los ángulos ciegos de la realidad. Cosas que pasan y gente a la que preferimos no ver o ignorar. Mis películas son preguntas. ¿Qué ha pasado, quién es esa persona. Por qué?  A partir de aquí me documento, pregunto, hablo con mucha gente y lo cuento. Pasó desde el primer corto –Bancos, codirigido con el también director e íntimo amigo suyo Santiago Amodeo- y con la primera película, El factor Pilgrim. Y ha ocurrido siempre con todas las demás. En Siete vírgenes, por ejemplo, fue muy sencillo, había grupos de chavales muy violentos que en su barrio y fuera te agredían, te retaban, te daban miedo. Quise saber por qué lo hacían.

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Desde sus primeras obras (Siete vírgenes, Grupo Siete, La isla mínima, El hombre de las mil caras) ha explorado los dos rostros del delito: policías y delincuentes. A veces son los mismos. ¿Existe el mal o son siempre las circunstancias?

–Sí, existe. Pero todos somos un poco buenos y un poco malos. Al menos, generalmente, porque habrá casos muy extremos pero no son los que me interesa contar. Mis delincuentes transitan por pecados humanos: codicia, ira, venganza, lascivia… No son asesinos en serie ni tampoco superhéroes. Habrá gente malvada, pero ni me la he tropezado ni es parte de esa curiosidad que me lleva a contar mis historias. Me gustan los matices, aquello que nos puede pasar a cualquiera y que depende de una decisión. A veces, de un hilo finísimo que te cambia la vida.

–¿De pequeño jugaba a policías y ladrones?¿De dónde le viene esa afición?

–Siempre, mucho. Y me pedía ser el ladrón. La policía no me gusta.

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Pues tiene usted un master en perfiles policiales, incluyendo al rey de la oscuridad que fue Paesa.

–No es que no me guste. Es que como ciudadano prefiero que cada uno esté en su sitio. (Sonríe y levanta un dedo para matizar). Me pasa como a Hitchcock, que le daba pánico la policía…

¿Qué ha aprendido al meterse en eset mundo?

–Aprendes que en realidad todos esos órganos están montados para controlar, desde el poder, desde el sistema. Y, en el mejor de los casos, para que las cosas no se salgan de madre, pero poco más. No para evitar delitos, no para descubrir de verdad o a quién le interesa que pasen algunas cosas. Y no es la culpa de los profesionales, ojo. No creo que puedan hacer más. A Antonio de la Torre (actor que hace de policía en Grupo Siete) le dije: “eres como un barrendero que intenta limpiar un parque de hojas en pleno viento de otoño. Esa es la imagen. Ése es el policía haciendo su trabajo. Y lo digo sin prejuicios, ¿eh? Cada persona tiene mi comprensión. Mi intención es entenderla. Además tengo un buen amigo poli que es un tipo tan moral que ha llegado a denunciar a algún  compañero. Juego con él al futbol (lo dice orgulloso).

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¿Entendió a Paesa y a Roldan?

–A Roldán tal vez, pero con Paesa tuve que resignarme a que nunca sabremos la verdad. Fíjese que nos gusta trabajar con material que corrobore la historia o que la haga verosímil. Somos muy realistas, naturalistas incluso. Y hubo un momento cuando queríamos rodar El hombre de las mil caras en que pensamos que era imposible, que nunca sabríamos la verdad de aquella trama rocambolesca, de servicios secretos y fondos reservados. Hasta Vázquez Montalbán hizo un Carvalho para ver si encontraba una explicación desde la ficción: se la tuvo que inventar. Es increíble. Roldán ha pasado a ser aquel tipo, el director general de la guardia civil, que huyó y fue detenido en Laos… pero nunca estuvo allí. Resulta ilustrativo de lo que es la Historia. Si eso que es falso ha quedado ahí en la memoria colectiva es para pensar que en la Historia hay sobre todo mucha leyenda. Si no sabemos la verdad de Roldán, imagine de Alejandro Magno. (Confiesa lo mucho que le gustan los archivos y lo que admira a archiveros e historiadores, a los frecuentó con la serie La Peste). Lo que sí parece es que a Roldan también lo engañaron. Siempre hay alguien más listo que tú, por listo que te creas.

¿Tiene actores de cabecera?

–Nuestros actores han ganado muchos premios y yo creo que hubieran merecido más. He tenido muchísima suerte. Eduard Fernández y Carlos Santos estuvieron magistrales en esa película y mira que fue difícil y caro el rodaje. Rodamos en tres de las ciudades más caras del mundo: en París, en Singapur y en Ginebra. Como siempre, con poco presupuesto. Javier Gutiérrez (coprotagonista de Modelo 77 junto a Miguel Herrán)  es la segunda peli que hace con nosotros, y está magistral, como en La isla mínima. Es un actorazo. Con Antonio de la Torre o Julián Villagrán he contado dos veces. No crea que repetimos tanto, aunque sí cuento casi siempre con Jesús Carroza.

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No sé si es una leyenda eso de que usted lo descubrió para Siete vírgenes, en su barrio y le dio un oficio.

–La verdad es que buscábamos a un chaval como él. Lo que se cuenta era su historia. Todos los actores eran gente no profesional. Hicimos un casting de casi cinco mil personas. Pero lo de Jesús Carroza es increíble: era un caso claro de fracaso escolar, con una ideología casi fascista, al margen de todo. Y se puso a actuar y tenía más rigor y más pudor que las generaciones de la escuela de arte dramático. Increíble. Le dieron el Goya al actor revelación con muchísima justicia. Cada escena, cada situación, además de aprenderlas de memoria, con una sola palabra ya la vivía. Cuento casi siempre con él, sí. Y sé que Siete vírgenes le cambió la vida: terminó los estudios, fue a la universidad y es un gran actor. Estuve pendiente de él hasta que voló bien solo (sonríe)… y yo fui padre.

Sus personajes andan entre lo moral y lo inmoral sin que ni usted ni el espectador llegue a condenarlos del todo. En su vida usted no es una persona equidistante.

–¿Qué es ser equidistante? Bueno, yo me mojo en aquellas cosas que creo justas o en una manera determinada de entender la vida, la libertad y la justicia. Pero en mi trabajo parto siempre de lo mismo: hacer preguntas. Si voy con una respuesta puesta o con un prejuicio, no me vale de nada. Quiero saber por qué algunas personas actúan como actúan en unas circunstancias determinadas. Ninguno sabemos quiénes somos hasta que  nos ponemos a prueba. En ese sentido, me interesan los márgenes de la sociedad, donde la moral homologada no sirve para sobrevivir. No pretendo resolver nada, sino exponer la pregunta y que el espectador también se la haga. Cuando eso sucede y el personal se levanta preguntándose el porqué de una situación he hecho una buena película.

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Su amigo Santi Amodeo me dijo que él, que había crecido en un barrio marginal, retrata a la clase media y usted, que ha nacido en uno normal, se empeña en retratar marginales.

(Ríe y masculla un insulto cariñoso. Cuenta que quiere a Amodeo como a un hermano, que lo conoce desde adolescente, que lo admira y que ambos aman el rock en particular y la música en general, aunque Amodeo es buen músico y él no).

–¡Ese Santi desclasado! Pues tiene razón, las pelis de Santi cuentan muy bien esa gente que podemos llamar normal, de casas normales, pero la verdad es que yo también soy de barrio. Un barrio que está bien pero tampoco es de una elite ni nada de eso. Somos de la puñetera clase media los dos y yo, sobre todo, un desastre con las finanzas. En mi casa solemos decir: ¿dónde ha ido a parar lo que hemos ganado? Supongo que en vivir, sin grandes ambiciones, que no las tengo ni de casas ni de cosas. Lo que pasa es que este oficio te haría millonario en EEUU y aquí te bandeas como puedes. No me quejo, pero todo es muy precario. Al final tengo una buena carrera, estoy orgulloso y me permito elegir, pero la realidad es que he hecho ocho películas en veinte años. Ocho. Y alguna serie, como La Peste y una de romanos. Para ir tirando.

Es una lástima que de los honores no se coma, porque además de coleccionar Goyas es usted Medalla e Hijo Predilecto de Andalucía.

–Se la dediqué a mi madre o, mejor, a los maestros y maestras como mi madre. Ya se me nota que me muevo mal en los ambientes donde ponen el foco en mí y no en mi trabajo. Y lo pasé fatal recibiendo ese galardón, que emociona claro. Por eso quise convertirlo en algo útil y hablé de educación. El derecho fundamental, lo único que puede garantizar una cierta justicia social.

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No se le conocen fracasos.

–¿Cómo qué no? After, la película que rodé en 2009 justo en el inicio de la crisis. Tuvo críticas buenas, pero no fueron a verla. A la gente no le interesó. Y aprendí que si el público falla es que tú has fallado. Hacemos cine para que nos vean, al menos yo. Quiero abrir una conversación con los espectadores, quiero que les interesen las historias que contamos. Si no pasa es que me he equivocado. Habíamos elegido un camino que era interesante, pero no transitado. Tardé tres años en rodar la siguiente: Grupo Siete, que supuso un esfuerzo económico que rayó en lo suicida y que pudimos hacer porque Mario Casas se bajó el sueldo y Antonio de La Torre apostó por ella. Y funcionó.

Ha dicho que entonces, hace diez años, ya tenía en la cabeza Modelo 77.

–Empezamos queriendo saber más de la fuga de la cárcel. No nos lo podíamos creer. Cuarenta y cinco presos que se escapan de la Modelo, en pleno centro de Barcelona. Nos parecía increíble y empezamos a indagar, a buscar en archivos, en periódicos. No encontrábamos a las personas que vivieron. Entonces contactamos con un detective privado, que es amigo y nos ha ayudado otras veces, y dimos con uno que se había fugado. Estaba allí por delitos comunes y luego se dedicó –de alguna manera– a la política. En plan compromiso social y un poco ácrata. Y supimos por él de la COPEL y los presos comunes que quisieron subirse al carro de la democracia. Que creyeron que la democracia también les cambiaría la vida. Manuel ahora tiene una tienda de souvenirs y, aunque algo desencantado, sigue siendo un hombre progresista.

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Hemos hablado de Carroza: su papel no es largo pero sí tiene mucha fuerza.

–Impregna toda la película. Que ese preso –predestinado a esa vida– sobreviva de esa manera, es el ejemplo de lo que hace la cárcel con las personas. Aunque los protagonistas sean Javi y Hernán. Pero hemos querido ser muy limpios, no cargar las tintas, ni edulcorar. Contar una cárcel de tíos en los años setenta, recién muerto Franco. Sin pasarnos tampoco con las imágenes explicitas. Cuando aparece un chaval, casi un niño, de protegido de uno de los capos no creo que haya que mostrar más para que imaginemos el horror. Tampoco hemos abusado ni de la violencia ni de la intimidad de esas vidas encerradas. Pero se siente. Yo creo que ha funcionado bien. Yo no leo las críticas pero Rafa me las cuenta. Además, los críticos más feroces somos nosotros.

¿La Transición olvidó a los presos comunes?

–Yo no soy de los que se cargan la Transición, ni muchísimo menos. Creo que se hizo lo que se pudo y que salió bien a pesar de todo. Éramos un  país donde los militares habían mandado cuarenta años, seguían teniendo las pistolas y les quisimos quitar los privilegios. Claro que hubo cesiones y olvidos, seguramente injustos, pero para venir de donde veníamos salió bien. Otra cosa son las asignaturas pendientes después de otros cuarenta años. Me enoja y me preocupa que la derecha no asuma la necesidad de reparación con la Memoria Histórica. Eso es normalizar un país y su democracia. Da la impresión de que cuando, como país, nos enfrentamos a una pregunta nueva damos dos pasos atrás, como si no fuéramos capaces de afrontar que las cosas cambian. Cambian  las preguntas y deben cambiar las respuestas. Y esto nos lleva tocando hace años pero en los setenta, insisto, se hizo lo que se pudo.

Pero los partidos de izquierda no cogieron el relevo de la COPEL

–Es que ellos tampoco estaban ahí. Eran individualistas, una especie de anarquistas a su manera. También tenían su carga política, pero a su estilo. Más cerca de Luis Candelas que del Che Guevara. Años más tarde se harían reformas para reivindicar derechos, que no es que se cumplan a rajatabla hoy, pero están recogidos en las leyes. Hay que entender a los presos de esa época, no se fiaban de nadie, ni de los políticos, ni de los sindicatos ni de sus abogados. Eran puro individualismo. Por eso la peli termina como termina. De todas maneras yo no hago cine de tesis, cuento historias.

Parece que le sale bien retratar ambientes masculinos. (Ríe y a la vez pone cara de compunción).

–Hombre, en una cárcel de presos comunes, en los setenta no hay más remedio que contar lo que había. En nuestra pelis, en esos ambientes que contamos, hay pocas mujeres. Alguna hay. Por ejemplo, en Modelo 77 hay un personaje que nos interesó mucho – la novia del protagonista– porque se repetía en todas las historias. Eran enamoradas que protegían a los presos, los visitaban, les escribían, eran su amor romántico, casi espejismos. La mayor parte de las veces, en la calle, aunque se hubieran casado o tuvieran hijos, no duraban ni un año. Como una pompa de jabón. A ellos se les entiende, esa necesidad de creer en una esperanza, de ser queridos; lo de ellas me parece mucho más enigmático. Al menos para mí.

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Se le ve satisfecho.

–Después de diecisiete años con una idea, estoy contento, sí, y me gusta el resultado. Hemos tenido todo tipo de problemas, desde encontrar gente que lo hubiera vivido a rodar allí, porque la Modelo sólo lleva cinco años cerrada y fue construida en 1904, Parece mentira que haya estado funcionando en medio de Barcelona con instalaciones tan obsoletas. Como escenario es estupenda. Arquitectónicamente es muy interesante.

Espero que la próxima película no se demore tanto tiempo.

–Ya veremos. Siempre estoy con alguna idea. Ahora le doy vueltas a algo completamente distinto, como la ciencia ficción. (Confiesa que una de sus películas favoritas es Blade Runner) Yo era muy miedoso hasta que fui padre. Entonces supe que me tocaba perder el miedo y proteger. De hecho, ahora lo que me preocupa es muy real: el cambio climático o el mundo que vamos a dejar en herencia.

Más que miedo parece incertidumbre.

–Puede, pero tampoco dejo que me paralice, que lo amargue todo. Yo creo que soy un tipo razonablemente feliz, si entendemos por felicidad estar de acuerdo con la vida que llevo, con mi familia, mis afectos. Y, sobre todo, sentirme en paz.