
El cineasta David Lynch
David Lynch: no todo tiene que tener un significado
El director norteamericano, experimental y siempre en busca de la originalidad, capaz de construir mundos oníricos y extraños, consiguió que el vanguardismo de las artes plásticas penetrase en el corazón de la industria mainstream
Los Fabelman, la película autobiográfica de Steven Spielberg, culmina con una escena en la que el jovencísimo alter ego del director tiene un breve encuentro con John Ford. Reproduce una situación real y en ella el maestro del cine clásico le da una sucinta y enigmática lección sobre la línea del horizonte. El valor añadido de esta secuencia maravillosa es que a John Ford lo interpreta David Lynch.
A Spielberg le costó mucho convencerlo, tuvo que perseguirlo y cuenta la leyenda que Lynch finalmente aceptó a condición de que le proveyeran de un cargamento de Cheetos en el camerino; una de las muchas historias excéntricas que envuelven al personaje. Cheetos aparte, esta escena que interpretó ya al final de su trayectoria supone una suerte de encuentro entre Ford, la figura que personifica el clasicismo cinematográfico – narración de pulso firme, ni un plano de más, ni un subrayado, ni un encuadre rebuscando- y Lynch, el cineasta epítome de la experimentación, el artista que consiguió embutir el vanguardismo en el corazón del cine mainstream.
Dos genios: el viejo pionero que cimentó las reglas de la narración en imágenes y se presentaba de esta forma escueta y modesta: “Me llamo John Ford y hago westerns”, y el explorador moderno que hizo saltar por los aires todas las reglas de la lógica narrativa y dedicó su obra a indagar en el misterio: “Todas mis películas tratan de mundos extraños en los que no puedes entrar a menos que los construyas y los filmes. Eso es lo importante del cine. Me gusta adentrarme en mundos extraños”.

David Lynch interpretando a John Ford en 'The Fabelmans'
A David Lynch (1946-2025) hay que entenderlo como algo más que un cineasta: como un artista de vanguardia que acabó llegando al cine y entrando en la industria, pero nunca renunció a su radicalidad. Hay que entenderlo como un creador que ha trabajado en el ámbito de las artes plásticas y la música, ha escrito un libro sobre meditación trascendental, ha manejado formatos visuales experimentales y además ha hecho cine narrativo. Aunque solo esta última faceta le asegura su pervivencia en la posteridad. No está nada mal para un tipo nacido en Missoula, Montana y que hablaba con un marcado acento digno de un personaje de western de John Ford.
Formado como artista plástico, llegó a la imagen en movimiento con este bagaje y creó una serie de cortometrajes experimentales que culminaron con su primer largometraje, rodado a trompicones, con becas y en condiciones de amateurismo. El resultado, Cabeza borradora, es un hito del cine de vanguardia. Fue como un puñetazo en la mesa, que lo situó de inmediato como un cineasta con un magnético imaginario visual. Se movía en la estela del surrealismo, con pinceladas de estética industrial, manejaba un universo entre kafkiano y beckettiano y era capaz de generar imágenes perturbadoras e indelebles.
Para entender el éxito e influencia de esta obra hay que situarse en el contexto en el que se estrenó en 1977. Estados Unidos estaba viviendo el apogeo de las llamadas midnight movies, un fenómeno cultural inaugurado en el legendario cine Elgin de Nueva York. Proyecciones noctámbulas, con olorcillo a marihuana, en las que un público joven y alternativo disfrutaba de rarezas rescatadas y nuevas obras transgresoras como El topo de Jodorowsky y Pink Flamingos de John Waters. Es el momento del nacimiento del concepto de cine de culto. Y Cabeza borradora -que se vio en estas condiciones en el Waverly de Nueva York y en el Roxie de San Francisco- estableció rápidamente su estatus de obra de culto, yendo de boca en boca entre los connoisseurs.

Cartel de 'Cabeza voladora'
Uno de los que quedó anonadado ante este artefacto visual fue Mel Brooks, cómico aficionado al humor escatológico y notable productor, faceta esta última menos conocida. Él fue quien apostó por este jovencito que apuntaba a genio (¿un nuevo Orson Welles, un nuevo Kubrick?). El resultado fue El hombre el elefante, que metió a Lynch en la industria cinematográfica -fue nominada a ocho Oscars, incluidos película y director, aunque no ganó ninguno- y consiguió la cuadratura del círculo. Su narrativa es clásica y el drama victoriano que cuenta conmueve hasta las lágrimas. ¿El creador desbocado de Cabeza borradora ha sido domesticado? No exactamente: filmada en un deslumbrante blanco y negro -¡fotografía de Freddie Francis, nada menos!- es visualmente apabullante, maneja códigos del cine expresionista y rinde un explícito homenaje a Freaks de Todd Browning, la cinta maldita que la Universal escondió en sus sótanos y fue redescubierta en los años sesenta por el público contracultural y los museos de arte moderno.
De la noche a la mañana, el joven director se convirtió en una estrella con la que todo el mundo quería trabajar y Dino de Laurentiis puso una millonada para la adaptación de Dune de Frank Herbert. Un ciclo novelístico visionario llevado a la pantalla por un cineasta visionario. ¿Qué podía salir mal? La apuesta era demasiado alta. El triunfo incontestable de El hombre elefante dio paso a un desastre. Jodorowsky ya se había estrellado en su intento previo de llevar al cine esta obra de ciencia ficción con un proyecto faraónico que no pasó del papel. Uno de los motivos del fracaso de la versión de Lynch es tan simple como que los efectos especiales de la época no estaban preparados para tamaño reto (el magnífico Dune en curso de Villeneuve ya no ha tenido que superar esta traba). Además, productor y genio creativo chocaron -todo un clásico en la historia del cine- y De Laurentiis y su hija recortaron y remontaron el material rodado. La compleja trama se convirtió en un batiburrillo, aunque quedan algunas buenas ideas e imágenes poderosas.

'Cartel de 'El hombre elefante'
Pese al desaguisado, productor y director siguieron colaborando y el resultado fue otro hito en la carrera del cineasta: Terciopelo azul. Una oreja amputada llena de hormigas entre la hierba -claro homenaje a Un perro andaluz de Buñuel y Dalí- nos introduce con su forma en espiral -como los créditos de Vértigo de Hitchcock- en un mundo entre lo real y lo onírico. En un mundo de bucólica normalidad en el que irrumpe lo siniestro. Con un admirable equilibrio, esta película nos adentra en el irracional universo lyncheano, pero embridado por una estructura narrativa coherente que preserva la lógica de la trama.
Es una obra que despliega un repertorio visual que ha devenido icónico -mezcla de estética retro, erotismo, sordidez y onirismo- y algunos -¡incautos!- han tratado de imitar. Entre sus muchas virtudes: la psicótica interpretación de Dennis Hopper, el rescate del clásico de Bobby Vinton Blue Velvet y el uso de In Dreams del gran Roy Orbison en una de las escenas más trastornadas y arrebatadoras de la historia del cine moderno, con un Dean Stockwell que produce escalofríos.
Después, un Lynch que parecía imparable, hizo historia de la televisión. Hablamos, claro, de Twin Peaks. Poca broma: revolucionó el adocenado panorama televisivo de los años noventa y se convirtió en un auténtico fenómeno de masas. Su arranque era arrollador y la sucesión de giros inauditos y personajes estrafalarios -con especial mención a “la señora del tronco”-atrapaba. Sin embargo, conforme la trama avanzaba, se enredaba e iba perdiendo fuelle, la capacidad de sorprender al espectador iba mermando. Y encontrarle a todo aquello un final mínimamente coherente parecía misión imposible.
Creo que es pertinente apuntar que Twin Peaks marcó futuros rumbos televisivos para bien, pero también para mal. Porque es un primer ejemplo palmario de lo que podríamos denominar el síndrome Lost, del que adolecen un buen número de series. Consiste en ir acumulando situaciones y giros de impacto para mantener en vilo al espectador, pero cuando llega la hora de cerrar con buen oficio de guionista todas las expectativas creadas llega el chasco y el espectador se siente, con razón, estafado.

Cartel de 'Blue Velvet'
Aunque en el caso de Lynch, la falta de explicaciones coherentes no siempre es atribuible a la impericia. Es marca de la casa, forma parte de su visión del mundo y del sentido del arte. Twin Peaks es un condensado del mundo visual del cineasta: la habitación roja, con sus cortinajes, su suelo con dibujos geométricos, su enigmático enano… ¿Qué significa? ¿Todo tiene que tener significado? Lynch -¡bendito sea!- se resiste a ser carnaza para la nutrida tribu de los exegetas. Sus imágenes seducen, atrapan, perturban, calan, pero no siempre son reducibles a significados racionales, no siempre son descodificables por intérpretes parasitarios.
En la creación de la atmósfera de la serie tienen mucho peso tanto la hipnótica música de Angelo Badalamenti como el fascinante uso del sonido como elemento desestabilizador. Además, hay que aplaudir el guiño cinéfilo de incorporar a la veterana Piper Laurie al reparto. Lynch creó, con su coguionista Mark Frost, un universo que fue exprimiendo y expandiendo. A las dos temporadas televisivas le siguió de inmediato una suerte de secuela o spin-off en forma de largometraje: Twin Peaks: fuego camina conmigo. Y casi tres décadas después, hubo una tercera temporada televisiva de dieciocho episodios.

Cartel de 'Twin Peaks'
En 1990, en paralelo a Twin Peaks, Lynch presentó Corazón salvaje, hibridación de su imaginario con el del novelista Barry Gifford -una interesante anomalía en la literatura estadounidense- y el resultado fue un suculento y descabellado cóctel de película de explotación, road movie y cine arty y surrealista, de nuevo con una galería de personajes estrambóticos (destacan Nicolas Cage on fire, Diane Ladd como una pérfida madrastra de cuento de hadas y Willem Dafoe como el malvado Bobby Peru).
La colaboración con Gifford siguió en Carretera perdida. Sin embargo, en este caso el producto resultante es puro Lynch y queda mucho más relegada la vertiente pulp que aportaba Gifford. Esta obra abre un camino que culminará con Mulholland Drive. Lynch se despreocupa de construir asideros de lógica diurna y se deja arrastrar sin cortapisas por la irracionalidad onírica. No busca ser inteligible, sino conmocionar. Y esto lleva a Mulholland Drive, acaso su cumbre, pese a lo ininteligible que puede resultar por momentos. Lo cual puede tener una explicación artística, pero también otra mucho más pedestre: originalmente estaba concebida como el episodio piloto de una serie que se abortó y por lo tanto hubo que reciclar a toda prisa el material para convertirla en un largometraje.

Póster de la versión alemana de 'Corazón salvaje'
Es cine dentro del cine, explora el mito de Hollywood, juega con la estética del glamour de los años cuarenta y con los códigos del cine negro. Pero no estamos ante L.A. Confidencial u otro neonoir al uso. Mulholland Drive es un sueño, una pesadilla, una reflexión sobre la ficción y la realidad, una exploración del subconsciente y las pulsiones, una indagación sobre el sentido de las imágenes en movimiento, una celebración pagana del poder seductor y vampírico del cine.
Entre Carretera salvaje y Mulholland Drive, Lynch dirigió la mayor rareza de su carrera; es decir, una película normal. Una historia verdadera cuenta el caso real de un viejo granjero que recorrió cientos de kilómetros en un minúsculo tractor para ir a ver a su hermano enfermo. Una bellísima odisea de lo cotidiano. El proyecto llegó a sus manos de un modo azaroso y lo asumió como para decir: ¿lo véis?, si quiero también soy capaz de hacer un largometraje de hechuras clásicas. Le salió una joya, emotiva desde la contención y de aires fordianos.
Tras Mulholland Drive empezó a imponerse la evidencia de que el encaje del libérrimo Lynch en las estructuras industriales del cine era cada vez más complicado. Su reacción es la de un genio. ¿Os asusta mi radicalidad estética? Pues me voy a dejar ya de equilibrios y voy a ir a por todas. Inland Empire, filmada en digital, con escaso presupuesto y Laura Dern en funciones de actriz fetiche -a la que se unen otros cómplices habituales y Jeremy Irons- es una cinta kilométrica y desbocada. Trata de ir un paso más allá en el laberinto metacinematográfico abierto con Mulholland Drive, con resultados irregulares. Hay chispazos de genialidad, pero también un exceso de autocomplacencia. Una pega todavía más presente en la tercera temporada de Twin Peaks, que consiguió rodar con mucho más presupuesto, engatusando a los ejecutivos del canal Showtime.

'Mulholland Drive'
Esta nueva incursión televisiva es un contenedor de todas las virtudes y todos los defectos del cineasta. Como en la serie original de los noventa, el arranque es poderoso, pero a medida que se expande su interminable trama asoma un humor un poco tontorrón y por momentos todo parece desparramarse sin rumbo alguno. Aun así, los sesudos críticos de Cahiers du Cinéma la consideraron la mejor película del año (ni era una película, ni remotamente la mejor del año). Eso sí, contiene el que con toda probabilidad sea el episodio más demencial -y acaso genial- de la historia de la televisión. El octavo, en un blanco y negro expresionista que culmina en infinitos minutos psicodélicos al estilo del final de 2001 de Kubrick. La apuesta es tan extrema que el espectador entra en trance o acaba lanzando la pantufla contra la pantalla.
En un gesto de asombrosa radicalidad, el cineasta dinamitó el formato de serie televisiva y lo abrió a futuros caminos que solo el osado Winding Refn se ha atrevido a seguir en las geniales y dementes Demasiado viejo para morir joven (que contiene explícitos guiños a Lynch) y Cowboy de Copenhague.

'Una historia normal'
En los últimos años, Lynch se centró en su obra como artista plástico, grabó discos y filmó cortometrajes experimentales que pueden verse en YouTube y otras plataformas. Entre ellos hay marcianadas genialoides como la serie de ocho cortos titulada Rabbits, con extraños personajes con cabeza de conejo o What Did Jack Do?, protagonizada por un mono tití y el propio director.
Como actor, aparte de su personificación de John Ford, no se lo pierdan filosofando acodado en la barra de un bar en Lucky, modesta y hermosa película a mayor gloria de Harry Dean Stanton. Y si quieren adentrarse en su peculiar universo, tienen dos opciones: el estrambótico documental Lynch/Oz de Alexandre O. Philippe, que explora, con una serie de entusiastas invitados, las conexiones entre el mundo lyncheano y el del mago de Oz. Y sobre todo sus estupendas memorias coescritas con Kristine McKenna: Espacio para soñar (Reservoir Books).
David Lynch, que nos deja un puñado de imágenes imborrables del cine contemporáneo, dijo: “Me gusta hacer películas porque me gusta entrar en otro mundo. Me gusta perderme en otro mundo. Y para mí el cine es un medio mágico que te hace soñar... te permite soñar en la oscuridad”. Y también: “No creo que la gente acepte el hecho de que la vida no tiene sentido. Creo que la gente se siente terriblemente incómoda. Parece como si la religión y el mito se hubieran inventado contra eso, intentando darle sentido”. En efecto, la religión, los mitos y también las ficciones nos sirven para ordenar y explicar el mundo. Pero con Lynch nos asomamos al abismo de la incertidumbre.