Picasso se sienta a la mesa

Picasso se sienta a la mesa

Artes

Picasso se sienta a la mesa

El Museu Picasso de Barcelona compone en doscientas piezas una original aproximación al artista malagueño: un relato biográfico a partir de su relación con los alimentos, las tabernas y la cocina

8 junio, 2018 00:00

Picasso lo fue todo en el planeta artístico. Fulminó escuelas y academias. Reventó el corsé de la pintura. Volteó la escultura. Conquistó expresividad en el grabado. Dispuso otra forma de ejercer la creación, de lanzarla por el aire hasta donde no se había volado. Ensanchó los márgenes de las formas con una libertad hecha de inteligencia, voracidad y capacidad de aventura. Reinventó su mundo varias veces y nunca dejó de ser Picasso. Hizo suyo aquello cuanto llegó a sus córneas. Un tipo capaz de devorar el arte. Arrojarse sobre él, masticarlo con furia y escupir algo con lo nuevo dentro. Literalmente.     

“Picasso había fileteado un lenguado a la meunière con precisión casi quirúrgica y acababa de servirse las espinas para mordisquear los restos”, explicó el fotógrafo David Douglas Duncan sobre un episodio ocurrido en 1957 en La Californie, la residencia de Cannes donde el artista se instaló con Jacqueline Roque. “Entonces, soltó el esqueleto y desapareció por el pasillo que daba a la entrada de la mansión. Cuando regresó, traía en la mano un pedazo de arcilla fresca de alfarero. Se había comido el lenguado y ahora se disponía a inmortalizar sus restos”. La pieza que salió de ahí se titula Plato con fósil de pez.    

Menú de Quatre Gats, plato del día, realizado por Pablo Picasso hacia 1900

Menú de Quatre Gats, plato del día, realizado por Pablo Picasso hacia 1900

Menú de Quatre Gats, plato del día, realizado por Pablo Picasso hacia 1900

Pero hay más. Picasso pintó uvas, peras, manzanas y una porción de sandía en Les demoiselles d’Avignon (1907), el lienzo que inauguró el tiempo nuevo del cubismo. Hay en esas piezas de fruta una sutil evocación erótica dirigida a la profesión de las muchachas en un burdel de la barcelonesa calle Avinyó. En el lienzo El restaurante, ejecutado en 1914, introdujo el collage con un suculento pollo asado como si se tratara del cartel de una fonda. También realizó naturalezas muertas con puerros. Con erizos de mar. Y con peces negros. Y en El bobo, de 1959, retrató a un joven de aire velazqueño que fríe un par de huevos en una sartén de hierro.    

Tiene, pues, la gastronomía algo de senda para seguir la aventura salvaje que practicó. Así viene a plantearlo el Museu Picasso de Barcelona en la exposición La cocina de Picasso, que lleva en su planteamiento un destello de juego y novedad realmente atractivo. Se trata de acercarse a la jurisdicción del genio desde el estómago. A los alimentos que pintó, a los restaurantes que frecuentó, a las comidas que ingirió. “Ya no puedo más de este milagro que es el no saber nada de este mundo y no haber aprendido nada, sino a querer las cosas y comérmelas vivas”, escribió el pintor en el poema Si yo fuera afuera (1935). 

‘El restaurante’, lienzo de 1914 cedido por el Museo Picasso de Málaga para la exposición

‘El restaurante’, lienzo de 1914 cedido por el Museo Picasso de Málaga para la exposición

‘El restaurante’, lienzo de 1914 cedido por el Museo Picasso de Málaga para la exposición

La cocina de Picasso tiene, por tanto, algo de ruta gastronómica. O de fogón del arte. “Es un relato poético”, en palabras de Emmanuel Guigon, director de la pinacoteca y comisario de una exposición que echa a andar con dos pequeñas pinturas de la cocina familiar de Málaga pintadas en 1896 y que se cierra con La cocina, un enorme lienzo de 1948 donde el espacio doméstico queda convertido en un mapa abstracto de líneas y puntos. Por el camino, alrededor de doscientas piezas ilustran, a lo largo de nueve etapas, alimentos, utensilios, ingredientes, gustos y preferencias, recetas y listas de la compra, tabernas y bistrós.   

De ahí que la muestra se cuele en las casas de comida que frecuentó. Como Els Quatre Gats, donde abrevaban todos los artistas de Barcelona a finales del siglo XIX: Ramón Casas, Santiago Rusiñol, Miquel Utrillo y otros tantos, además de Picasso, quien pronto llamó la atención del propietario, Pere Romeu. A aquel muchacho de ojos color tizón y el flequillo ala de cuervo le encargó el dibujo para el menú del establecimiento en la primavera-verano de 1900. “Más que un lugar de restauración fue una exposición de platos pintados, una culinaria en miniatura, para escuela de párvulos”, anotaría irónicamente Josep Pla en Santiago Rusiñol y su época

Ya radicado en París, el pintor malagueño frecuentó, con radial de bohemio, el cabaret Lapin Agile, donde alguna vez tomó sopa de cebolla y, más a menudo, unos combinados hechos con cerezas, vino blanco, ciruelas “y algún otro ingrediente indescifrable”, según confesaría Fernande Olivier, aquel amor que conoció en el portal de Bateau Lavoir, su primer estudio en París. En aquella ciudad, ya con la Segunda Guerra Mundial en marcha, el pintor acudía diariamente a la cantina Le Catalan, llamada así por su propietario, Arnau. Aquel establecimiento le inspiró dos versiones de El bufet de Le Catalan (1943), pintadas ya bajo dominio nazi. 

La cerámica 'Corrida de toros y pez', de Picasso (1957)

La cerámica 'Corrida de toros y pez', de Picasso (1957)

La cerámica 'Corrida de toros y pez', de Picasso (1957)

Otras veces los alimentos son luminarias para su biografía. Están las frutas, las verduras y los productos del mar, por los que siente verdadera predilección. Málaga, La Coruña… “De repente, me ha venido todo el olor del puerto de Barcelona”, afirmó delante de un cuadro de conchas. En El deseo atrapado por la cola, una obra de teatro escrita en cuatro días durante el invierno de 1940, unos platos apetecibles evocan el hogar y los recuerdos de la infancia. Abunda también la comida nauseabunda o indigesta (sopa de clavos, ataúd de chorizos, sorbete de bacalao frito…) en el poema con el que hizo acompañar los dieciocho grabados de Sueño y mentira de Franco.

Luego, a través de tiques y recibos de hoteles, restaurantes y tiendas de comestibles, la exposición reconstruye sus gustos culinarios. Se han conservado listas de alimentos y precios del carnicero, la quesería, la frutería o el colmado, que delatan el contenido de la cesta del creador y, por extensión, de su dieta, donde no faltaban el foie-gras y las angulas, pero, sobre todo, las verduras, las frutas y las legumbres, que por la cantidad de los recibos (todos pagados), se consumían a diario. Alcohol, poco: vino y cerveza si acaso, mientras que bebía agua mineral en grandes cantidades. 

Pero, ¿qué solía comer? “Austeramente, no era de platos hondos, salvo el estofado. Su dieta era muy mediterránea, basada en verduras y ensaladas, pescados cuando estaba en el mar. En los días de miseria, su menú de guerra consistía en tortilla, patatas fritas y queso brie. Comía lo que aparece en sus cuadros”, ha explicado Claustre Rafart, conservadora del Museu Picasso de Barcelona. Incluso fantaseó con comer toritos fritos, a la manera del pescado, en un dibujo dedicado a un ganadero: un platillo de toritos en miniatura, maridado con vino de Valdepeñas en un porrón catalán. “Qué se le va a hacer. A mí me gusta la butifarra con judías”, llegará a confesar Picasso.