Josep Maria Martí Font / CG

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Artes

Las galerías de Martí Font

Contaba el antiguo director de la Galería G que Manel Valls empezó dejándose caer por allí y acabó apuñalándolo por la espalda para hacerse con su cargo

2 marzo, 2020 00:00

Cuando conocí a José María Martí Font (Mataró, 1950), acababa de dejar atrás su breve etapa como galerista y se ganaba la vida, al igual que yo, en las publicaciones alternativas de finales de los años 70 con redacción en Barcelona: Star, Disco Exprés, Ajoblanco… Cuando nos hicimos amigos, de forma prácticamente instantánea, me puso al corriente de su paso por el mundo del arte, iniciado al regreso de una estancia en Nueva York (1973 – 1975) y terminado abruptamente con su sustitución por Manel Valls --que más adelante organizaría, a medias con Carlos Pazos, los muy entretenidos Bailes Selectos del Salón Cibeles-- al frente de la Galería G, propiedad de un simpático millonetis catalán llamado Agustí Coll.

A mediados de los 70, Martí dirigió la Mec Mec --primeras exposiciones de Ocaña y Mariscal-- y la Galería G, que prestaba una especial atención al arte conceptual local --mi compadre había hecho amistad en Manhattan con gente como Miralda, Muntadas, Torres o Pazos--. Aunque acabaría pasando a la historia por las tres muestras que dedicó a Andy Warhol y que, si no me equivoco, fueron las primeras que tenían lugar en España: una sobre las sopas Campbell, otra sobre travestidos y una tercera sobre Mick Jagger.

Contaba Martí que Manel Valls empezó dejándose caer por la G y acabó apuñalándolo por la espalda para hacerse con su cargo. Manel lo niega, claro está. Pero, pese al afecto que le he tenido siempre, debo reconocer que cuando se mete por en medio hay muchas posibilidades de que se arme el belén. Le recuerdo en sus tiempos de productor cinematográfico, cuando se separó de su socio en Septimania Films, Albert Sagalés, y me los crucé a los dos el mismo día por el Ensanche a diferentes horas. Les hice la misma pregunta a los dos, pero sus respuestas no pudieron ser más diferentes.

"¿Qué tal ha ido la separación?", le inquirí a Manel por la mañana. Respuesta: “Ejemplar. Sin problemas ni reproches. Seguimos siendo grandes amigos”. Al repetirle la cuestión a Albert por la tarde, obtuve la siguiente respuesta: “Cómo me cruce con ese hijo de puta, te juro que lo mato”. En fin, ya se sabe que siempre ha dos versiones de una misma historia. Con Manel, incluso, puede haber cuatro o cinco.

Eso sí, antes de ser cesado, el amigo Martí consiguió situar la Galería G en el mapa barcelonés y español del mundo del arte, mientras el inefable Valls tuvo que pechar con el cierre del local, del que nunca sabré si tuvo alguna responsabilidad. Lo que sí sé es que se hizo con un magnífico Warhol de los de Jagger que me daba mucha envidia cada vez que iba a verlo a su casa, pues fuimos inseparables durante una época y debo reconocer que nunca fui víctima de sus supuestas y legendarias trapisondas, más allá de tenerme --a mí, a Pazos y a algunos más-- trabajando unos meses en una revista llamada Rostros Pálidos que nunca vio la luz porque Manel, pensándolo bien, decidió invertir el dinero que había reunido en un libro de dibujos propios.

Mec Mec y G ya solo existen en el recuerdo de quienes las frecuentamos durante los pocos años que estuvieron abiertas. Agustí Coll montó un bar llamado Zanzíbar y nos dejó antes de tiempo. Martí Font llegó a redactor jefe de El País y ejerció de corresponsal del diario en Los Ángeles, Bonn y París. Valls se ha calmado bastante con la edad, da la impresión de que ya no se mete en líos artístico-financieros y se dedica a la pintura con empeño y discreción. Y yo, que empecé mi (digamos) carrera periodística escribiendo sobre el punk y la new wave, corro el peligro de terminarla comentando el procés, sainete local de escaso interés moral e intelectual, aunque de grandes posibilidades cómicas.