Retrato de Francisco Iturrino (1864-1924), realizado por Juan de Echevarría en 1919 / MNCARS

Retrato de Francisco Iturrino (1864-1924), realizado por Juan de Echevarría en 1919 / MNCARS

Artes

Francisco Iturrino, ese moderno ignorado

El pintor cántabro se descubre en el Museo Carmen Thyssen de Málaga como una figura fundamental en la expedición de las vanguardias, donde sintonizó con Matisse y compitió con Picasso

9 enero, 2019 00:00

Posiblemente fue Unamuno quien mejor definió a Francisco Iturrino (1864-1924) el día que le asestó estas palabras: “Alma de niño, pintor fantástico, colorista desenfrenado”. Se le pudo encontrar entre los primeros expedicionarios del fauvismo junto a Matisse y Derain al hacer uso de una pincelada ágil, sabia, poderosa en la capacidad de ordenación de la superficie, pero su fuerza siempre estuvo en la forma de asimilar y descifrar en color la realidad. “Sus lienzos son, sin duda, lo más luminoso que ha producido la pintura española”, acertó a adivinarle Apollinaire tras contemplar veintiocho de sus lienzos colgados en 1911 en el Salon d’Automne de París.

De él hay una fotografía ya en la madurez. El pelo de raíz y el esqueleto recio. El gesto de roca buena. Y los ojos muy vivos, como dos teologías del diablo. Acaso ya instalado entre la Generación del 98, con ese intenso dolor llamado España atravesado en el pecho. Pero antes de ahí, este artista cántabro trabajó desde una libertad que era casi fiebre. Recibió una formación cosmopolita. Estudió en Bruselas, trabajó en París y recorrió, de forma intensa, toda la geografía peninsular. Expuso con Picasso, pintó con Matisse y fue uno de los pocos creadores españoles que tenía una mano nerviosa, viva de colores. En definitiva, un autor de compleja clasificación, entonces y ahora. 

Una mujer observa algunos de los lienzos de la exposición ‘Francisco Iturrino. La furia del color’. MUSEO CARMEN THYSSEN

Una mujer observa algunos de los lienzos de la exposición ‘Francisco Iturrino. La furia del color’ / MUSEO CARMEN THYSSEN

De ahí que haya costado poner en pie, de nuevo, este momento del arte español, que aún anda escaso de eco, de foco, de atención. A Iturrino le falta nombre y sitio, aunque han sido varias la citas con él desde la retrospectiva que la galería Buchholz de Madrid le dedicó en 1946. Ese derrape trata de corregirlo ahora el Museo Carmen Thyssen de Málaga con una intensa exposición que, hasta el 3 de marzo, revisa, aúpa y revela las muchas líneas y luces del pintor. Francisco Iturrino. La furia del color reúne 56 obras que aspiran a instalar al artista definitivamente en su tiempo, donde dejó ese rastro de místico del flúor en unos lienzos que tenían dentro toda la tensión de lo novedoso. 

“Había desnudos y composiciones de mujeres vestidas o semidesnudas. Había, sobre todo, color, color a chorro abierto. Los mayores le acusaban de desdibujo, de bárbaro y hasta de inmoral (…). A mí me pareció su dibujo de una fuerza extraordinaria y su colorido una maravilla. La inquietud de aquel hombre coincidía con la mía de adolescente”, recordaría el historiador Alberto del Castillo sobre la muestra abierta en las Galeries Laietanes de Barcelona en 1918 en un texto escrito con ocasión del primer centenario del pintor. Es cierto: por lo general, a Iturrino le apedrearon los críticos en su época. Sólo ahora comienza a ocupar el espacio que se le arrebató.   

Un hombre toma una fotografía junto a un lienzo de Juan de Echevarría, incluido en la exposición de Iturrino. EFE

Un hombre toma una fotografía junto a un lienzo de Juan de Echevarría, incluido en la exposición de Iturrino / EFE

Para tomarle medidas, la directora artística del Museo Carmen Thyssen y comisaria de la exposición, Lourdes Moreno, sitúa al cántabro en diálogo con algunas de la celebridades de su tiempo: Derain, Regoyos, Zuloaga, Echevarría, Vázquez Díaz y Anglada-Camarasa, entre otros. “Es la primera vez que se pone a Iturrino en relación con los autores con los que trabajó, con los que cruzó miradas, con los que intercambió impresiones”, señala la responsable del centro artístico malagueño. Ese material se cierra con un guiño local, casi inevitable: sus días en el Jardín de la Concepción de Málaga, donde se refugió tras el ingreso de su mujer en el psiquiátrico de Mondragón.

Con todo, la exposición permite situar a Iturrino en el pelotón de cabeza del arte de la pintura de fin de siglo. Así, durante unos pocos de meses, entre 1910 y 1911, residió con Matisse en Sevilla, donde acudieron a clases de dibujo, compartieron estudio y pintaron los mismos motivos --un bodegón con piezas de loza y telas con arabescos--, y al año siguiente visitó al francés en Tánger, a donde ambos decidieron acudir atraídos por el exotismo. Fruto de este contacto, el cántabro introdujo en su producción los desnudos femeninos de gran formato, en posiciones forzadas, y a menudo explícitos; casi unas majas vanguardistas cargadas de una poderoso erotismo.

El lienzo ‘Desnudos (Mujeres jugando al corro)’, ejecutado por Iturrino entre 1916 y 1918. MUSEO BELLAS ARTES BILBAO

El lienzo ‘Desnudos (Mujeres jugando al corro)’, ejecutado por Iturrino entre 1916 y 1918. MUSEO BELLAS ARTES BILBAO

Pero casi diez años antes, cuando inauguraba carrera artística, Iturrino expuso por primera vez en la galería Vollard de París en compañía de Picasso, todavía ese joven con flequillo de ala de cuervo. El malagueño presentó sesenta y cinco obras; el cántabro, dibujos y treinta y cinco pinturas. Aunque la cita cerró con buenas ventas, la crítica arremetió contra Iturrino: “Es un artista ardiente e impetuoso, quizás demasiado impetuoso, como un Cézanne de Iberia”, se leía en las páginas de La Plume. Arsène Alexandre, una de las grandes firmas de la literatura artística, lo juzgó “grave, concentrado, un poco salvaje, aunque posee un auténtico sentido de la grandeza”.   

A partir de ahí, su vida estuvo en continuo movimiento hasta que la Primera Guerra Mundial lo empujó definitivamente a España. Expuso en Bilbao, Barcelona y Madrid, donde los periódicos lo presentaron como uno de los pintores españoles “que antes se dejaron ganar por el impresionismo”. Pero hacia 1920 aparecieron los primeros síntomas de la gangrena, que obligaron a amputarle una pierna en el Hospital de la Charité de París. Dos años después, la Galerie Rosenberg le organizó una exposición-homenaje, con cuya recaudación se retiró a la Costa Azul, a Cagnes-sur-Mer. Allí le sorprendió la muerte. Era un día soleado. 21 de junio de 1924.