Portada de una de las historias de 'La Mazmorra' /  NORMA EDITORIAL

Portada de una de las historias de 'La Mazmorra' / NORMA EDITORIAL

Artes

El universo de Terra Amata

La saga de cómics ‘La Mazmorra’, creada por Joan Sfar y Lewis Trondheim, reúne una colección de fábulas satíricas que, bajo su apariencia infantil, expresa fantasías adultas

6 mayo, 2020 00:00

No hay castillo –que merezca tal nombre– que no tenga su mazmorra. Nos referimos, claro, a su versión fantástica: esos subterráneos tenebrosos, repletos de telarañas, humedades y monstruos más o menos feroces sin más función que proteger tesoros y encerrar a princesas encantadas. Puro empacho de oro, peligro y piedras preciosas. Con alta capacidad para atraer a caballeros de todo pelaje y condición en busca de fama y riqueza. La verdad es que, en la mayoría de los casos, su impulso épico siempre acababa de la misma manera: con cadáveres desmembrados por el suelo, convertido en el atrezzo perfecto de tan tétrico decorado

Las mazmorras –el anhelo de conquistarlas, la promesa de sus riquezas– son un elemento recurrente del género fantástico. Pueblan cantidad de videojuegos, juegos de rol, tebeos y literatura afín. El gran público se topó por primera vez el concepto gracias a la serie de dibujos animados Dragones y Mazmorras. Sus capítulos noventeros estaban repletos de brujería, aventuras y sintonías pegadizas. La Mazmorra (Le Donjon, en francés) es el nombre de una de las más divertidas y ambiciosas creaciones del cómic europeo, aunque en España no sea tan popular como merecería.

'La Mazmorra', edición Integral : NORMA EDITORIAL

Edición integral de La Mazmorra/ NORMA EDITORIAL

Fue ideada a finales del siglo XX por dos geniecillos imberbes, Lewis Trondheim y Joann Sfar. La dupla se convirtió en una suerte de Lennon y Mcartney, versión cómic francobelga. Pese a la juventud que gastaban sus creadores por aquel entonces, ninguno de ellos era un advenedizo. Desde la editorial alternativa L’Association –junto a un grupúsculo de otros jóvenes autores con ganas de comerse el mundo–  llevaban años poniendo los cimientos de lo que podríamos considerar una nueva edad de oro de la bandé dessiné, la nomenclatura por la que se conoce al cómic en Francia. Sus obras, (Lapinot, de Trondheim, El gato del rabino, de Sfar), ya clásicos, ensancharon las lindes de lo esperado en un álbum ilustrado, lograron cambiar las reglas de los géneros considerados menores y subvirtieron algunos mandamientos que parecían grabados en piedra. 

Junto a ellos, compartiendo editorial y mesas y proyectos, crecieron muchos de los que serían los  autores más importantes del siglo XXI, a saber, Marjane Satrapi, Nicolas de Crécy, Manu Larcenet o Cristophe Blain. Una suerte de supergrupo de la viñeta capaz de ganar a los malvados. El profesor y divulgador Álvaro Pons compara sabiamente las creaciones de este movimiento tebeístico con la Nouvelle Vague. Ambos compartían similares preceptos estéticos y morales, los dos tenían las mismas ganas de actualizar un arte que amaban y veían un poco anquilosado y carecían de complejos con respeto a lo que esperaba el público. Ambos movimientos han dejado obras memorables y eternas. Igual que Louis Malle o François Truffaut le dieron la vuelta a géneros populares, como el noir o la películas de superhéroes, nuestros dibujantes y guionistas, trataron de hacerlo con el género de la fantasía, ese pastiche tan caro a cierto público donde se mezclan las aventuras de capa y espada, la brujería y los animales mitológicos.  

Detalle de una de las páginas de 'La Mazmorra' : NORMA EDITORIAL

Detalle de una de las páginas de La Mazmorra / NORMA EDITORIAL

La Mazmorra, publicada en España casi en su totalidad por Norma Editorial, nació con elefantiasis, esa enfermedad que deforma hasta la enormidad los miembros del paciente. No en vano, desde el mismo inicio de la saga, estaban planeados tres centenares de cómics divididos en tres gran niveles interrelacionados que narrarían el pasado (Amanecer), el presente (Zenit) y un hipotético futuro (Crepúsculo) de una misteriosa mazmorra situada en el territorio ficcional de Terra Amata

Borges –ese maestro del feliz improperio–  menospreciaba algunos libros diciendo que se notaba que estaban escritos desde el índice. Sue Grafton, la escritora de novela negra, perfeccionó este método –apriorístico– e ideó una colección de historias con todas las letras del abecedario. A de adulterio. ¿Recuerdan? Toda su carrera posterior consistió en ir escribiendo novelas hasta acabar el alfabeto. Esas limitaciones previas han existido siempre. En ocasiones, han sido fertilísimas. No hay más que recordar los integrantes del Oulipo, taller de francés de literatura potencial que insufló una bocanada de aire fresco al mundo de las letras poniéndose caprichosas trabas a sí mismos. Piedras en el camino con las que tropezar. ¿Cómo sería una obra sin la letra e? ¿Cómo narrar la vida de un bloque entero? En ocasiones, la libertad nace gracias a los barrotes del impedimento. La libertad total produce monstruos. De los malos. La libertad parcial, en el caso de La Mazmorra también, pero parece que en este caso son buenos.

Joann Sfar y Lewis Trondheim, autores de la saga de cómics 'La Mazmorra' : NORMA EDITORIAL

Joann Sfar y Lewis Trondheim, autores de la saga de cómics 'La Mazmorra' : NORMA EDITORIAL

Joann Sfar y Lewis Trondheim, autores de la saga de cómics La Mazmorra / NORMA EDITORIAL

Si en las historias del género al uso el lector suele ponerse del lado del caballero que quiere hacerse con el tesoro escondido, en esta serie –como en el maravilloso cuento La casa de Asterión– el punto de vista nos hacer estar del lado del monstruo. El resultado es una fábula realista y satírica, con un estilo que disfrazado de infantil que, sin embargo, enuncia deseos, obsesiones y fantasías adultas. La obra contiene centenares de personajes, casi todos memorables, capitaneados por Marvin, un dragón vegetariano, y Herbert, El Pato. Sus aventuras y desventuras, el devenir de sus destinos, combinan la ironía y la comicidad con la emoción verdadera. Muchos lectores incautos, que al principio desdeñan el subgénero, terminan cayendo rendidos ante la expresividad del dibujo, su autoconciencia adulta y las múltiples referencias pop diseminadas por doquier.

Al releer –los clásicos nunca se leen por primera vez, siempre se releen– la treintena larga de sus títulos –el devenir temporal que contienen– nos sucede como al protagonista de aquel cuento de John Cheever que interpretó en el cine Burt Lancaster, que se dedicaba a pasar el día nadando en todas las piscinas del suburbio y, al volver a casa al anochecer, tenía la impresión de que había pasado una vida entera. También tras salir de La Mazmorra se da ese fenómeno casi milagroso de la aceleración del tiempo, de la fantasía de la libertad.