La Huebra (1962) / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

La Huebra (1962) / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Artes

Una mujer en Vespa con una cámara

La obra de la fotógrafa Piedad Isla, cuyo trabajo se expone en el Museo Herreriano de Valladolid, retrata la vida en la España interior durante las décadas de los años 60 y 70

9 septiembre, 2021 00:00

Aislada del mundo en la remota montaña palentina de la España autárquica de los 50. Desconectada. Encapsulada. Casi autodidacta. Sin referencias. Entregada al oficio de su estudio fotográfico sin acariciar, ni remotamente, la más mínima aspiración artística. Por mucho que, dado entorno rural en el que se desenvolvió toda su trayectoria, el de Piedad Isla (Cervera de Pisuerga, 1926-2009) recuerde al itinerario de otros artistas como el fotógrafo gallego Virxilio Viéitez, el suyo es un caso doblemente raro --por ser mujer-- en la historia de la fotografía española

Hablamos de una fotógrafa forjada a sí misma que, cuando apenas había mujeres que enarbolaran una cámara profesionalmente en España, primero decidió serlo y luego lo fue con una conciencia tan infrecuente, primeriza y con tanta conciencia de futuro sobre el valor testimonial de su trabajo sobre la vida en una comarca de la que casi no salió nunca, que acumuló, bien anotado y conservado en condiciones ambientales razonables, un archivo de unos 160.000 negativos. La hazaña de una mujer vitalista que vestía pantalón largo --toda una declaración de independencia para una mujer de la época-- y se presentaba cabalgando una Vespa con un casco blanco a fotografiar a los vecinos de los pueblos a los que llegaba, como los sucesos extraordinarios, pregonada por los repiques de los campanarios. 

Piedad en moto (1962).: PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Piedad Isla en moto (1962) / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Como esos extravagantes fotógrafos ambulantes de su infancia en la cuenca minera de León que Julio Llamazares, retrató en Escenas de cine mudo cuya llegada al pueblo provocaba una algarabía. “Basta una fotografía, un fotograma perdido, para que la memoria se ponga en marcha y me llene el corazón --esa pantalla vacía-- de imágenes congeladas y de recuerdos que son como perros perdidos”, escribe Llamazares, con la perspectiva del tiempo, sobre las imágenes que obtenía

La cita cae como nieve antigua sobre las imágenes de Piedad Isla que detonan eso mismo, la memoria en marcha de la España --setenta pueblos-- que peinó fotografiando comuniones, bodas, fallecimientos --pues en los 50 los fotógrafos aún recibían el encargo de fotografiar a los difuntos-- o las obligatorias fotos para el DNI, la tarjeta de identificación que el Régimen aprobó en 1944 y extendió a partir de 1946, y que se convirtió en un sostén básico de la economía de los fotógrafos rurales que, como hacía Piedad Isla, concertaba una visita a cada pueblo previamente con el alcalde para, cuando ella aparecía --al principio en bici y luego en motocicleta-- encontrarse a toda la aldea reunida, como si fuera una fiesta. 

“Por entonces los pueblos estaban muy poblados todavía y las bodas, las comuniones y el DNI daban trabajo. Por ejemplo, hacía comuniones de 50 niños. Pero como la cámara solo le cargaba carretes de paso universal con 36 fotogramas contaba que para que le diera tiempo a sacar a todos los niños se ponía de acuerdo con el cura para el momento de la comunión. Si ella tosía lo convenido, es que tenía que cambiar el carrete; el cura entonces se iba un momento hacia el altar, como si tuviera que hacer algo, y a ella le daba tiempo a prepararse”, cuenta Maximiliano Barrios, quien junto a Feliciano López, comisaria “Piedad Isla. Un testimonio fotográfico”, la muestra que en el Patio Herreriano de Valladolid recupera su obra hasta el 26 de septiembre. 

Lo que vemos son imágenes neorrealistas, incluso naturalistas, tomadas por una fotógrafa con intuición y querencia etnográfica que ignoraba qué era el neorrealismo. Piedad Isla fue muy lectora --de Fernández Santos, Delibes o José Hierro-- y le gustaba ir al cine, pero su relación con la cultura fotográfica fue, sorprendentemente, nula. De joven, junto a amigas, seducida por un aparato que veía en una mercería, alquilaban la cámara entre todas y pagaban a escote el entretenimiento del domingo. Su determinación de ser fotógrafa parece tener que ver con su rebeldía interior a aceptar como única misión la que parecía ser obligatoria para las mujeres de su época: casarse o quedar para vestir santos

Feria de ganado en Cervera de Pisuerga (ca.1955).: PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Feria de ganado en Cervera de Pisuerga (1955) / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

“Yo quería hacer algo diferente y como no había ninguna ley que prohibiera a las mujeres ser fotógrafas, me dije: Voy a ser fotógrafa”, declaró en alguna de las entrevistas en las que narró su peripecia después de que, en los años 80, su obra fuera conocida, casi por casualidad, cuando la descubrió Paco Alcántara, un periodista de Radio Nacional que, a su vez, se la enseñó al historiador de la fotografía española Publio López Mondéjar, quien le hizo el resto. Aquella determinación, probablemente adquirida en una dura adolescencia durante la que perdió a un hermano, a su padre y a una hermana muy querida que agonizó ante ella durante meses, le forjó un carácter resolutivo e indomable que le llevó a aprender el oficio en un estudio en Oviedo a comienzos de los 50. 

Y, al fin, vitalista, resolvió montar el suyo propio en Cervera en 1953 comprándose de segunda mano una Kodak Retina que le costó 2.000 pesetas: un tercio de todo lo que disponía para arrancar el negocio. Como no tenía dinero para película, se la jugó a un doble o nada: se presentó en la central de la Casa Kodak de Madrid y contó su caso. Ella quería trabajar pero no podía pagar los costes. Resultó tan creíble y convincente que volvió a su pueblo abastecida de película que iría pagando a plazos. La vibrante historia de una pionera.

Su falta de presupuesto le determinó el estilo, pues no podía permitirse flashes y focos. Y eso, definitivamente, la sacó a la calle, donde hacía los retratos en un entorno de luces naturales evitando la probable rigidez del trabajo, por aquella época muy estereotipado, en el interior de los estudios, y le confirió a sus imágenes un plus de naturalidad y narratividad social. Dispersos como esquirlas y fragmentos hay en sus imágenes muchos signos e indicios de la crudeza de la vida de la época, poblando los segundos planos y alrededores de sus retratos callejeros

Encendiéndose un cigarrillo (1964).: PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Encendiéndose un cigarrillo (1964) / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

“Ella nunca le dio valor artístico a lo que hacía. Creía que únicamente tomó el documento de la comarca. Cuando hizo una exposición en 1992, el año que se jubiló, la tituló Fuimos así, sin más”, explica Maximiliano Barrios. “Yo soy una mujer de pueblo. Formo parte del pueblo. Soy aire del pueblo”, dejó dicho. El paisaje social de la obra de Piedad Isla, una suerte de gran álbum familiar de la comarca, está lleno de ancianos --los reverenciaba--, niños, familias de trabajadores y escenas campesinas. En general, los protagonistas posan a cámara, felices, como quien disfruta o se ha resignado definitivamente a su destino

No hay, en general, ningún rastro del instante decisivo cartier-bressoniano en las imágenes de Piedad Isla. Al revés, todo en ellas es pausado, pues la creadora no baila alrededor de sus escenas escondiéndole la cámara a sus paisanos o buscando el chispazo, la geometría y la composición enraizadamente pictórica de algún imprevisto choque visual robado a la vida en un momento súbito. Sí hay, sin embargo, para alguien que no parecía tener cultura plástica, una sorprendente intuición compositiva.

Algunas imágenes, como La Huebra, de 1962, un conjunto coral de vecinos ocupados en la tarea comunitaria de la limpieza del monte, contienen las claves de su mirada: excelente composición clásica, una eficaz disposición de los personajes, que aisladamente parecen sacados de algún tableau vivant de la pintura y una sensación como de mundo dispuesto naturalmente en orden, esa jerarquía aparentemente natural donde cada personaje parece ocupar el papel que le corresponde. Todo envuelto en una visión arcádica, aunque trabajadora, de la vida en el campo.

Dos niños en la calle Calvo Sotelo de Cervera (1962).: PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Dos niños en la calle Calvo Sotelo de Cervera (1962) / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

“¿Si su fotografía era “amable”, me preguntas? Ella fue feliz y tenía la conciencia de que la gente, en su tiempo, se conformaba con poco. Quizá, por la selección de imágenes, hayamos dado esa sensación de fotógrafa amable, pero Piedad Isla también tiene muchas fotos de difuntos, como una de una madre dándole un beso a su hija muerta de tres años, que son muy duras y el reportaje del accidente de los mineros, con mujeres abrazando los ataúdes, es terrible”, responde Maximiliano Barrios a la impresión de que el legado de Isla no ha transcendido más aún porque a su obra le falta, quizá, la pegada, el mordiente de hurgar más adentro y mostrar crudamente el conflicto social de su tiempo. Algo que sí hicieron Masats, Ontañón, Pérez Siquier o Chamorro que, con su nervio visual, elevaron varios grados la fotografía social de la época, fuera o no explícitamente.

En la obra de Isla entran en conflicto las ideas de distancia y pertenencia. En la mayoría de sus retratos los personajes --vecinos suyos, amigos, gente querida que fotografiaba en entornos de confianza y una privacidad compartida que le permitía acceder a una verdad profunda que, a costa de traducirse en una imagen nunca hierática pero sin duda más benévola o cortés, habría sido más difícil de capturar para un fotógrafo urbano que hubiera recorrido la zona en busca del exotismo costumbrista-- sonríen felizmente a cámara, a contramano de una vieja regla de la historia de la fotografía formulada por Nadar y resumida por Bill Brandt de esta manera tajante: “Si tus personajes sonríen en los retratos, tus fotografías no pasaran a la posteridad”.

Comida en el restaurante (ca.1959) : PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Comida en un restaurante (1959) / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Situada pues en el contexto del más cálido humanismo fotográfico --Doisneau, Boubat y otros muchos, desconocidos para ella--,  de la frustrada relación fotográfica de Isla con la realidad más dramática y amarga da cuenta el reportaje sobre el accidente de una mina que mencionaba Barrios. Isla había empezado a trabajar como fotógrafa de la comarca para El Norte de Castilla --Miguel Delibes, director del periódico, la reclutó personalmente en Cervera de Pisuerga en 1958-- y para la agencia Efe, hasta que en 1964 un accidente en una mina de carbón que dejó a cuatro mineros muertos le enfrentó a una tragedia que le provocó tal desgarro emocional que dejó la agencia de noticias.  En la carta que envió despidiéndose, Isla confesaba que no podría soportar tener que volver a hacer ese tipo de reportajes tan dramáticos.

A cambio, dejó un excelente registro de escenas de labriegos, camaraderías entre ancianos, deliciosos juegos infantiles, pastores transhumantes, chamarileros atiborrados de chismes, flechillas abrazados dispuestos a ser hombretones, monjas jugando divertidas con la nieve, grupos de costureras --de sus imágenes se desprende una capacidad innata para manejar los volúmenes de los grupos humanos--, recias campesinas de azada al hombro, escenas privadas de la bendición paterna que el padre de ella debía dar a la pareja de novios antes de la boda y retratos callejeros por los que, como un decorado al fondo, tras la apariencia bondadosa o feliz de las escenas, asoman los cascotes y las heridas de una sociedad pobre que todavía está saliendo de la miseria y la onda expansiva de la Guerra Civil. 

Si el prestigio en torno a la obra de otro fotógrafo rural ignorado durante años, Virxilio Viéitez, está considerado un caso clásico de operación de comisariado artístico --es decir, una operación de lo que Manuel Sendón denomina autoría de archivo y lo que otros analistas consideran el rediseño y la puesta en valor, nunca desinteresada, de la obra de un fotógrafo que no pretendió ser autor, pero que envuelto en un discurso teórico actualizado nos llega legitimada como tal por una red de agentes (comisarios, programadores, galerías, editoriales…) implicados en el descubrimiento de autores desconocidos-- a la consagración de Piedad Isla quizá le haya faltado una decidida operación de comisariado artístico ideado desde el corazón de la fotografía. 

La lavadora (ca1965): PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

La lavadora (1965) / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

La causa podría ser que, en realidad, su primera relevancia pública no provino de su ingente trabajo fotográfico, sino del hecho de que, viendo venir que el mundo agrario que ella había conocido iba a ser engullido por el progreso y se extinguiría rápidamente sin dejar rastro, y sintiendo, según confesó, “una punzada de dolor” cuando comprobaba que a finales de los 70 los hijos de los emigrantes que volvían al pueblo de vacaciones desconocían el nombre de los enseres tradicionales con los que se habían criado sus padres, empezó a coleccionar utensilios típicos con los que, junto a su marido Juan Torres, fundó en 1980 una suerte de ecomuseo en la misma casona familiar del siglo XVI en la que nació y vivió toda su vida. 

Objetos de labranza, juguetes, vestidos. Y así hasta 2.000 piezas salvadas como vestigios de una cultura rural que ella amó y estaba a punto de apagarse ante sus ojos. A tratar de impedirlo y a preservar su memoria se entregó en cuerpo y alma --incluso fue concejala-- hasta conseguir que Cervera del Pisuerga fuera declarada conjunto histórico Artístico en 1983. De modo que su primera fama pública no fue como fotógrafa. Y la que hoy goza, trece años después de su muerte, aunque su nombre sea ahora el de un premio de fotografía de gran relevancia, entrevera lo fotográfico con la pulsión etnográfica. Podría deducirse que su legado no sería más que el registro documental, una suerte de recurso instrumental, al servicio de su decidida defensa de las señas de identidad tradicionales de la montaña palentina.

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Vecinos / PIEDAD ISLA © FUNDACIÓN PIEDAD ISLA & JUAN TORRES

Sin embargo, las imágenes desmienten esta hipótesis. En el conjunto de una obra básicamente sociológica y etnográfica, hay también fotografías que escapan a la mera voluntad de índice y nos revelan a otra Piedad Isla que busca encuadres más originales y subjetivos, menos posados, más sueltos y compositivamente más complejos, con los protagonistas dispuestos en varios planos simultáneos de la escena. “Sí, hay encuadres que parecen no tener sentido. Picados desde el suelo con una potencia impresionante. Rasgando al fondo del archivo, que solo está digitalizado en un 70%, pueden surgir imágenes distintas, sí”, confirma Barrios, que señala otras zonas de su trabajo poco vistas, como el mundo taurino --incluidas imágenes que recordarían a las payasadas infames, depende de quien las juzgue, del Bombero Torero--, las derivadas de su trabajo para los juzgados y peritos de accidentes de tráfico, los retratos póstumos e incluso una imagen que no está en el archivo: el retrato del cadáver de uno de los últimos maquis de la zona de Palencia y Cantabria abatido por la Guardia Civil, que dispuso su cuerpo a posar erguido y que se quedó con el negativo.

Zonas de penumbra en el gran legado de una fotógrafa que la historia de la fotografía española ha silenciado --y sigue silenciando-- sistemáticamente, pues no aparece citada ni en los estudios más recientes y no digamos ya en las variadas y pródigas antologías que en los años 80-90, cuando había que distanciarse de los rasgos agrarios y rurales, reivindicaron por primera vez el valor de la fotografía en España.

Aislada, sola, desconectada de todos los cenáculos y todas las corrientes, Piedad Isla es reconectada ahora con los fotógrafos del neorrealismo italiano de cuya existencia ella nunca supo nada: gente como Pietro Donzelli, Nino Miglori o Franco Pinna con los que, es cierto, comparte rasgos y motivos sociales similares, aunque también le falte más contundencia visual y más destilación de la propia sustancia fotográfica. De haberlos conocido, Piedad Isla pudiera haber dicho de ellos lo mismo que Cristina García Rodero dijo de ella el día que descubrió su obra: “Es mi maestra sin yo saberlo”.