Laza (1993) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP

Laza (1993) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP

Artes

El ojo salvaje de Cristóbal Hara

Una antología devuelve a la actualidad la obra de un fotógrafo de culto que, a través de imágenes osadas, documenta con ironía el lado grotesco de la identidad española

5 noviembre, 2021 00:10

Una de las señales que delatan la escasa normalización del hecho fotográfico español es la desesperante pobreza editorial que impide la reedición de los clásicos contemporáneos de la fotografía española, empezando por el mítico España oculta, de Cristina García Rodero, quizá el libro de fotografía más buscado por la afición, pues en los 32 años que hace desde que se publicó no se ha reeditado nunca. Lo mismo le ocurre a Cristóbal Hara (Madrid, 1946), un autor de culto considerado un fotógrafo de fotógrafos, cuyos trabajos Vanitas, Lances de aldea o Contranatura, por ceñirnos solo a los que contienen su obra en color, hoy constituyen codiciosos tesoros que han ingresado en el limbo del coleccionismo sibarita. Las nuevas generaciones de aficionados los buscan; nadie los reedita. Por eso la publicación de Cristóbal Hara. España color, 1985-2020, una antología de su trayectoria que incluye un 15% de imágenes inéditas, editada en castellano por RM y en inglés por Plague Press, ha sido recibida como un acontecimiento que restaura la influyente posición de Hara como un indiscutible fotógrafo de referencia al que solo falta reconocer con ese Premio Nacional de Fotografía que a él no le inquieta la cabeza lo más mínimo.

Hojear su obra en color es adentrarse en la mirada perturbadora de un fotógrafo indócil y agreste que nos muestra la realidad más desgarrada y acre de la profunda identidad española, esa que formalmente parece contener ecos de nuestra pintura barroca, pero que él desestabiliza en encuadres rotos, composiciones crípticas, escenas de apariencia piscopatológica en las que los juegos infantiles pueden derivar en una forma siniestra del terror –ese niño que empuña una pistola con la que parece apuntar a una niña dócilmente vestida de rosa– y en situaciones que hoy tildaríamos de “políticamente incorrectas” –un guardia civil con mostachón que se lleva la mano para frotarse su entrepierna, junto a una cuadrilla de toreros en el callejón a los que la estrechez del traje de luces les marca el paquete sobremanera– y otros momentos de una brutalidad explícita –animales muertos atropellados en la carretera, niños desmembrando un toros– que recuerdan el impacto de las pinturas goyescas.

El Corpiño (1995) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP 

El Corpiño (1995) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP 

Cristóbal Hara suele repetir que, 200 años después, él nació un 27 de marzo: es decir, el mismo día que Goya y que, al igual que el pintor, tras hacer de reportero en blanco y negro, terminó fotografiando “esperpentos en color”. Porque Hara, que pertenece a una generación que debía obedecer el sagrado mandamiento de que la buena fotografía era sin duda en blanco y negro mientras condenaba la tomada en color como una epidérmica banalidad vinculada a los encargos comerciales y la publicidad, llegó al color por agotamiento, cansado de hacer un reporterismo social que le asfixiaba como un cliché. Hasta que, sintiendo que no estaba dotado ni sentía la pasión del fotoperiodismo, dejó su empleo en la Agencia Cover.

Todo en Cristóbal Hara es raro y anómalo. Su primera infancia la pasó en Filipinas. Pero a los ocho años, y saliendo de una casa con educación anglosajona, pues muerta su madre alemana su padre se casó con una estadounidense, fue ingresado en un colegio jesuita de Valladolid que él recuerda como una prisión medieval poblada de niños con cilicios y curas que podían pegarte hasta reventarte el tímpano. Luego se fue a Inglaterra. Se casó con una noruega que a principios de los 70 hizo un doctorado sobre el nacionalismo vasco –antes de la muerte de Franco pasó un tiempo allí del que recuerda cómo la Guardia Civil le puso varias veces la metralleta en la cara– y así hasta que, formado en la fotografía como autodidacta, regresa a España a principios de los 80 para enfrentarse con un país en el que los fotógrafos “eran unos parias”, dice, y que le enfrenta a una realidad que, siendo profundamente suya, él contemplaba con la mirada de un guiri

Santa Marta de Ribartéme (2000) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP 

Santa Marta de Ribartéme (2000) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP 

De ese extraño cóctel surge un fotógrafo radicalmente independiente. A Cristóbal Hara le costó mucho trabajo publicar su primer libro y durante muchos años, viviendo de la ayuda de su mujer, con la fotografía no ganó dinero: de Lances de aldea, por ejemplo, su editor, Ignacio González, ha contado que inicialmente solo vendió 100 ejemplares hasta que la distribución se hizo inviable. Simplemente, no encajaba. Su tratamiento emocional del color y su libérrima forma de estilo provocaron inicialmente el rechazo furibundo de muchos aficionados que le acusaron de no saber hacer fotos. 

A él, que había sido incluido en la banda de los Los 5 jinetes del Apocalipsis, que fue como el comisario Alejandro Castellote bautizó al grupo –en realidad, nunca constituyeron una banda organizada ni proclamaron ningún ideario estético– compuesto por Cristina García Rodero, Ramón Zabalza, Koldo Chamorro, Fernando Herráez y el propio Hara que, bajo la sombra tutelar del gran Josef Koudelka con el que Hara tenía trato, peinaban la España más periférica y racial fotografiando esas celebraciones folclóricas y los ritos oscuros que en los 80 ya no le interesaban absolutamente nada a la nueva modernidad de la fotografía española surgida de la revista Nueva Lente. 

Amil (2000) / © CRISTÓBAL HARA, Vegap

Amil (2000) / © CRISTÓBAL HARA, Vegap

Incluso algo más: la obra de aquél pretérito Hara en blanco y negro –recogida en otro libro descatalogado: 4 cosas de España, con prólogo de Juan García Hortelano– fue descalificada y menospreciada. Y así seguía hasta que en 1994, su nombre aparece en Bystander, una suerte de biblia de la moderna fotografía de calle donde Joel Meyerowitz consagra su modernidad y su osadía, cotizándolo junto a las de Arbus o Winogrand. Así pues, el medio forastero Cristóbal Hara triunfó –relativamente– en España por la vía anglosajona: la misma que ahora ha permitido la edición de este libro antológico, pues el editor inglés –Matt Stuart, un fotógrafo de la Agencia Magnum que siente confesa devoción por Hara– ha resultado decisivo para que el libro se imprima.

Toda esta concatenación de singularidades e incomprensiones artísticas y biográficas, confluyen en un Cristóbal Hara que en sus imágenes nos hace viajar por una España simultáneamente antigua y nueva, generalmente áspera, dura, aunque él la mire sin enjuiciarla, incluso con una ternura que le ha costado años adquirir, pues de resultas de una infancia complicada Hara, para no mostrarse vulnerable, encalleció la piel, iba – según confiesa– “de sobrado” y se comportaba, según le diagnosticó un psicólogo, como “un psicópata”. En gran parte, fue la fotografía, precisamente, la que le obligó a suavizarse para poder mantener con los protagonistas de sus imágenes una relación más empática, menos agreste. “Solo pude progresar como fotógrafo conforme me fui curando como persona”, admite Hara en un texto con sus confesiones arrancadas “no sin dolor” por el editor Gonzalo Golpe, que ha impulsado la recuperación de su obra.

Cubierta de Cristóbal Hara. España color, 1985-2020 / RM-PLAGUE PRESS

Cubierta de Cristóbal Hara. España color, 1985-2020 / RM-PLAGUE PRESS

Más allá de esos ajustes privados, lo que permanece es una querencia por los personajes marginales, como las cuadrillas de toreros de las plazas de tercera, con las que Hara convivió estrechamente capturando el eclipse de una era de la fiesta de los toros en una España que ya no existe. Lo que permanece es una voluntad de desestabilizar la imagen, de devolverle a la cámara su potestad mecánica abandonando la aspiración al control total del encuadre, que Hara deja –hasta cierto punto– abierto al encontronazo del azar, en un gesto conceptual que aspira a liberar su mirada de las interferencias, las huellas, los trazos que han dejado la tonelada de imágenes que nutren y condicionan nuestra mirada, pero no la del ojo mecánico de la cámara.

Lo que permanece es una asombrosa colisión entre la huella de la realidad y una voluntad de autoría con la que Hara transforma la realidad sometiendo la reproducción fotográfica con la conexión a la pintura que conoció a través de su tío, el gran artista abstracto Fernando Zóbel, con el que pasó un tiempo en Madrid durante el que este le descubrió la ensoñación del cuarto oscuro, y al que años después le compraría su ampliadora y una mítica Leica M2. Caminando por los pasadizos abiertos por Zóbel, Hara derivó en Motherwell –en el que se han reconocido influencias en su tratamiento de las manchas de color–, en Velázquez, El Bosco o El Españoleto, de los que aprenderá a seguir la música y el ritmo plegando la composición a sus altas, sus caídas y sus deformaciones o en Cézanne.

 Arcos de la Frontera (1997) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP

 Arcos de la Frontera (1997) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP

Todas esas influencias, más la derivada de la fotografía contemporánea americana, liberaron a Hara de las estrictas reglas que había heredado de la fotografía documental canónica en blanco y negro, y lo eximieron de ser lo que parecía: el fotógrafo documental que, en realidad, no era. Pero tampoco un artista. “Yo soy un fotógrafo. Y si alcanzo a ser un buen fotógrafo cumpliré el sueño de mi vida”, dice Hara, en sintonía con lo que proclamaba Carlos Pérez Siquier, con el que conecta a través de un tratamiento del color que evita ser prisionero de los meros colorines –los adversarios del verdadero color– para bucear por debajo de la superficie coloreada de la escena, embeberse de la situación, camuflarse en ella y aspirar a dominar el color emocional.

Hara lo hace, además, dejando fluir la cámara con una espontaneidad azarosa, como si se liberara del peso de su amplia cultura visual para permitirse el disparo de lo que Derain llamaría “un hombre sin cultivar” y llenando sus imágenes de un “campo de minas” visuales que retan la inteligencia del espectador obligándole a recomponer la escena que él nos entrega rota por dentro. Así, traba sus fotos con obstáculos continuos –manchas, muros, barrotes, medianeras–, oculta a sus personajes aprisionados tras las persianas metálicas de algún negocio, evita exaltar el pathos del instante decisivo para configurar imágenes deliberadamente incorrectas, busca en la realidad el resplandor del expresionismo abstracto.

Atienza (1993) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP

Atienza (1993) / © CRISTÓBAL HARA, VEGAP

No aspira a detener el momento biográfico de la globalidad de una vida, compone con una suerte de ritmo sincopado que toma un movimiento a contramano o a destiempo del natural que podría desprenderse de la escena y traza fotografías en las que, a menudo, el tema son las propias fotografías: es decir, cómo obtener buenas imágenes que actúen como tales por sí solas, independientemente del tema que las suscite. Podemos imaginar a Cristóbal Hara, sobre el que flota una fama de fotógrafo intensivo que se entregaba a la faena en cuerpo y alma durante días y semanas hasta el límite del agotamiento físico, disparando en un estado de delirio buscando esa clase de imágenes que escapen de las que la red ha vuelto comestibles y domesticadas. “La domestificación de las imágenes hace desaparecer su locura y así son privadas de su verdad”, escribió Byung Chul Han.

Con sus escenas quebradas, fragmentadas, de apariencia buñueliana y surrealista a veces, el salvaje y bravío Cristóbal Hara nos propone enfrentarnos a una realidad lejos de clichés y estereotipos, asumiendo lo que la realidad española más rural tiene de bestialidad, de irónica o peripatética. Y al verlas sentimos en el rostro un puñetazo de verdad.