Un niño, en Calle Pelayo, (1962), de Xavier Miserachs / MISERACHS-LA FABRICA

Un niño, en Calle Pelayo, (1962), de Xavier Miserachs / MISERACHS-LA FABRICA

Artes

El niño de la foto

Barcelona es el escenario de muchas historias, y el cronista se pregunta si llega un momento en el que la ciudad ya se deja de querer, aunque se hayan vivido muy buenos momentos

1 febrero, 2021 00:00

Dominick Dunne escribió sobre Los Ángeles un libro titulado Another city, not my own (Otra ciudad, no la mía). Yo podría escribir otro con el mismo título sobre mi propia ciudad, Barcelona. De hecho, ya lo he escrito. Llevo casi dos años haciéndolo en Letra Global con esta serie que hoy acaba y en la que solo aparecen muertos y lugares y cosas que ya no existen. Hoy me toca hablar brevemente de un aspirante a difunto que soy yo mismo, alguien que ha nacido y vivido casi siempre en Barcelona, pero que ya no acaba de reconocer su entorno y al que si le preguntan por el sitio en que vino al mundo es muy capaz de declarar que se siente en Another city, not my own.

Puede que la sensación tenga que ver con la edad. En 2021 cumpliré, si nada lo impide, esos 65 años que a uno lo acreditan como jubilado o, según los gringos, siempre tan pulcros, senior citizen. Es el año en el que, a falta de jubilarme porque me gusta lo que hago y, sobre todo, porque tengo la mala costumbre de comer cada día, pienso dimitir de mis deberes como ciudadano, senior o no, y dejar de votar. Por ejemplo. Si hay una edad mínima para hacerlo, también debería haber una edad máxima: los 65 me parecen un momento muy adecuado.

Es una buena edad para reconocer que las historias de amor con las ciudades, al igual que las que tienen lugar entre seres humanos, también se terminan. Yo he querido mucho a Barcelona, pero ya no. Vivo aquí por inercia, porque ocupo un apartamento en el centro cuyo alquiler puedo afrontar, porque aquí viven casi todos los amigos que me quedan y un par de ex novias que me tienen cariño, porque ni sé a dónde irme ni tengo ganas de trasladarme a ningún lugar en concreto. No me cae bien la alcaldesa. No me caen bien los gobernantes regionales (ni los nacionales, pero eso supera la ambición narrativa de este proyecto). No tengo la esperanza, que sí tuve de joven, de que Barcelona se convirtiera en una de las ciudades más interesantes de Europa y la más estimulante de España. Para mí, lo que me rodea es un decorado más o menos agradable por el que deambular, aunque no se represente en él ninguna obra que me interese presenciar o en la que quiera participar.

Ya no tengo la sensación de que Barcelona sea mi ciudad. Camino por la calle y no la encuentro. Para disfrutarla debo refugiarme en las viejas fotos en blanco y negro --para mí, mi ciudad es en blanco y negro-- de Catalá Roca, Miserachs, Colom o los Pérez de Rozas. La Barcelona de las fotos me resulta más real que la que me rodea. Y a veces me encuentro a mí mismo en alguna de esas fotos, gracias a la presencia de un niño que tenía exactamente la misma edad que yo cuando lo inmortalizó el fotógrafo. Tal vez por eso me paso la vida comprando libros sobre la ciudad del pasado, mientras me abstengo de adquirir los que hacen referencia a la del presente. Supongo que me he convertido en un viejo. Mientras el cerebro me funcione, seguiré escribiendo, en todos los registros que pueda, porque no sé hacer otra cosa y porque, sorprendentemente, de esa manera he conseguido llegar hasta hoy comiendo tres veces al día y permitiéndome algunas alegrías. Viajar me aburre y quedan atrás los tiempos en que era capaz de subirme al primer avión que me llevara a cualquier parte. París y Nueva York, dos grandes y sucesivos amores, también quedan atrás y no necesito volver a ellos, aunque fui muy feliz allí en diferentes momentos de mi vida. A veces imagino que, a lo Josep Pla, me refugio en algún pueblo junto al mar y allí acabo mis días, entre las ruinas de mi inteligencia --como diría Gil de Biedma--, pero dudo mucho que lo haga: creo que estoy condenado a reventar ante el ordenador del salón de mi apartamento o durante un paseo por el Ensanche, mi barrio de toda la vida. Hasta he escrito la frase para mi tumba: “No negaré que ha habido buenos momentos, pero la verdad es que no os habéis matado”.