Jardines de la finca Mas Floris, en Pals (Girona) / ARCHIVO

Jardines de la finca Mas Floris, en Pals (Girona) / ARCHIVO

Artes

Jardines y sagas empresariales

Bertrán, Güell, Andreu, Cambó, Rama y Barbens, en la simbiosis entre arte y economía

6 octubre, 2019 00:00

Jardines y fábricas se cruzan en la figura del emprendedor que algún día ha hecho posible ambas cosas; arte y economía forman así una simbiosis del mundo al que pertenecen y que acabarán perdiendo a cambio de una arqueología hecha con símbolos del pasado. Los entornos naturales permanecen cuando la piedra desaparece. En Italia, Pompeya y Herculano, ciudades romanas sepultadas por la erupción del Vesubio, mantienen bajo tierra su misterioso arcaísmo; y en el jardín de Bomarzo, la unión entre el verde y el rojizo escultórico del enloquecido duque de Orsini explica curiosamente una parte del Renacimiento español, que coronó a Carlos V y entornó la victoria de Juan de Austria, en Lepanto (como lo expuso con gusto el escritor argentino Mujica Lainez, en su novela histórica Bomarzo; Planeta Libros).

Los jardines prolongan la arquitectura a cielo abierto y a menudo también la identifican; se comportan como unidades identitarias. Así ocurrió en la célebre Villa Adriana, donde se desarrolla la trama de la novela epistolar de Margarita Yourcenar (Memorias de Adriano; Edasa), y donde alcanzó su plenitud el jardín romano, germen del catalán, al que el paisajista Nicolau Rubió i Tudurí puso el nombre de Jardín Latino, por sus reminiscencias mediterráneas.

En nuestro tiempo, el jardín ornamental con firma de paisajista incorpora la huella del burgués industrial o del indiano enriquecido en ultramar, a lo largo del ochocientos. Es un cruce entre el barroco francés (el Mas Floris en Pals), el cottage británico (la Casa Güell, propiedad de los descendientes del mítico Eusebio Güell Bacigalupi, situada en la Bonanova y obra de José Antonio Coderch), o el baldón romántico de Santa Clotilde, desmayado sobre los acantilados de Lloret de Mar. Estos tres ejemplos ilustran el origen privado de los jardines, su conversión en espacios públicos fruto de la expansión urbanística y, en algunos casos, su mantenimiento en manos privadas gracias a las permutas urbanísticas, como ocurre con los Güell, una saga industrial que intercambió gran parte de sus propiedades a través de convenios con la administración. Las obligadas cesiones a los municipios han ido reduciendo el perímetro de algunas grandes propiedades, como la de José Felipe Bertrán de Caralt (cementero, empresario agroalimentario, exconsejero del antiguo Banco Central y miembro de los patronatos Amigos de los Museos y del Macba), propietario de una casa noucentista en el Putxet, rodeada por un jardín con la firma de Rubió, y heredada de su tío, Bertrán i Musitu,  abogado y exdirigente de la Lliga Regionalista de Francesc Cambó. La mansión fue incautada por el Gobierno republicano durante la Guerra Civil y se convirtió por algunos meses en la residencia del presidente Juan Negrín. Su entorno ha perdido diámetro a causa del crecimiento del Parque del Puxet colindante con el jardín; es un edificio de terraplenes y terrazas, hoy ensimismado porque, aunque “yo no me mueva, la ciudad viene hacia mí”, en palabras de Caralt.

Las dos grandes permutas que dieron densidad y espacio a la Barcelona del siglo XX corresponden a dos conocidas sagas industriales: los Andreu y los Güell. Los primeros, impulsados por la industria farmacológica del doctor Salvador Andreu, abrieron a la ciudad la montaña del Tibidabo, enclavada en el corazón de la sierra de Collserola, para generar el enorme espacio urbanizado de la Alta Barcelona. Los segundos, descendientes del entronque Güell-Comillas, constructores de trenes, vapores trasatlánticos, bancos y enormes instalaciones textiles, donaron a la ciudad la parte septentrional del la Finca Güell porticada con los cierres metálicos de Antonio Gaudí, que abarcaba desde la Diagonal hasta el Parque Güell. En aquella operación, la saga empresarial no se deshizo de la residencia de Güell Bacigalupi en la antigua calle Conde del Asalto, ni del Palau Moja, levantado en las Ramblas por el primer marqués de Comillas, Antonio López. Conservaron asimismo parte de su enorme propiedad en Sarrià-Sant Gervasi, donde se enclavan la casa primigenia y otros patrimonios, como Can Canals, propiedad del actual vizconde, Eusebio Güell, sucesor dinástico de Eusebio Güell de Sentmenat, hermano de Carlos Güell de Sentmenat, expresidente del Círculo de Economía y del Ecuestre, además de exlíder político de Centristes de Catalunya, durante la Transición. Los Güell regalaron a la Corona de España el Palau de Pedralbes, situado en el interior de la antigua finca. Alfonso XIII lo convirtió inicialmente en su residencia catalana, pero optó más tarde por el Palacete Albéniz de Montjuïc, perla de la Exposición Internacional del 29, ubicado en los jardines Joan Maragall, obra del paisajista Jean-Claude Nicolas Forestier. En la actualidad, el Albéniz es la residencia de Felipe VI durante sus estancias en Barcelona.

Jardines de la finca Mas Floris, en Pals (Girona) / ARCHIVO

Jardines de la finca Mas Floris, en Pals (Girona) / ARCHIVO

Los jardines despiertan ilusiones. Expresan un afán de ficción naturalista, de recreación manipulada del paisaje. Tratan de envasar un recorte de la naturaleza para domesticarla y aproximarla, a menudo de forma excesiva cuando redefinen la geometría de los espacios naturales, cuya proximidad está garantizada. Así ha ocurrido en zonas como la Costa  Brava y la Cerdanya-Ripollès, donde algunos núcleos familiares de trayectoria empresarial ascendente han acabado sucumbiendo al estilo del parque británico de Cornualles por razones de status y prestigio social. En el interior del país, el concepto bíblico de dominar la tierra se esconde detrás de realizaciones bellísimas en zonas de humedal, como el Casal de Rama en Ripoll, rediseñado por el arquitecto Duran i Reynals o en tierras de secano algo más humildes, como el jardí pagès que envuelve la casa de Barbens (Urgell).

La falta de grandes jardines en Cataluña se debe en parte a la ausencia de una aristocracia con raíces a la francesa o a la inglesa. Los grandes linajes del Cuerpo Militar de la Nobleza, los Moncada, Cabrera, Tallaferro, Armengol o Cardona no fueron nuca como los Valois o los Sforza o como el citado duque de Orsini; la vieja aristocracia catalana no cazaba en Reales Sitios, aunque el pasado no ha dejado experiencias maravillosas como el parque del Laberinto de Horta, un rizoma encantado, el penúltimo intento de legar a la ciudad la reclusión de Ariana librada por Ícaro. La nueva nobleza, la de los títulos de designación real, como los Güell o los Godó (y otros que no aceptaron este honor, como los Sedó), levantó casas señoriales en Camprodón, Puigcerdà, Caldetes o Cardedeu, pero su predilección por el jardín fue tardía.

Cuando los burgueses de nuevo cuño se acercaban a la experiencia paisajística, no encontraban antecedentes claros; por descarte se encomendaron al estilo versallesco de terrazas superpuestas o al clásico cottage. Tanto en lo privado como en lo institucional, el país se decantó por el gusto mesopotámico; prevaleció la imagen de desniveles recubiertos de plantas en cascada como se consiguió en Santa Clotilde, se intentó en Montjuïc y se diseñó sin éxito en el balcón del mediterráneo, de Tarragona. Y, en algún caso muy singular, se optó por el jardín urbano, en el aire, recreado sobre la terraza de un ático, como el mantenido todavía por los Guardans Cambó en Vía Layetana. O por enjuagues más aparentemente poéticos, como el de los huertos de ciudad, especialmente envasados en escasos metros, entre óleos y esculturas contemporáneas, al estilo del gran coleccionista Josep Suñol, antiguo accionista de Industrias Agrícolas y exsocio de Josep Maria Figueras en Habitad, en la casa racionalista de Josep Maria Sert, situada en la Avenida de Pedralbes.