'Homenot' Federico Correa / FARRUQO

'Homenot' Federico Correa / FARRUQO

Artes

Federico Correa: Cadaqués, dandismo, arquitectura y camisas color vino

El arquitecto, socio de Alfonso Milà, autor de edificios míticos y locales como el 'Flash Flash' de Barcelona, dotó a las estructuras más simples de belleza y utilidad

21 octubre, 2020 00:20

El Cadaqués de Man Ray, Mary Callery y Marcel Duchamp fue también el de los arquitectos que exploraban nuevas formas en la vía intermedia entre los modelos racionalistas de Josep Lluís Sert o Le Corbusier y las casas tradicionales, a las que ellos llamaron el estilo Cadaqués. Uno de estos arquitectos, el más listo, Federico Correa –fallecido este octubre en su domicilio barcelonés del Paseo de Gracia– fue alumno de Jujol, un éxtasis de la forma, el símbolo y la matemática. Entre la admiración y la distancia, Correa dio pasos de aprendiz pegado al gran seguidor de Gaudí al que el mismo Gaudí temía por pura vanidad. 

La arquitectura tiene una transmisión oral y olfativa: el maestro muestra, la piedra huele. Esto último lo experimentaron juntos Federico Correa y Alfonso Milà, cuando sellaron su primera alianza; de aquellos días datan la Casa Villavecchia y la Casa Senillosa, en Cadaqués; esta segunda con un gran vacío en la fachada convertido en una portentosa terraza matizada de verdes frente al mar. Muy de mañana, los primeros vientos racheados que anuncian el sol llegan a ella con aromas marinos desde la isla d’es Xiulet y desde cala Cadena, donde se concentran los reflejos de un paisaje basáltico.

Casa Senillosa (Cadaqués) : CastellboCasa Senillosa (Cadaqués) / CASTELBO

Correa y Milà compartieron pupitre en los jesuitas, cursaron juntos los estudios de arquitectura, se iniciaron con el maestro José Antonio Coderch y en 1953 fundaron el estudio Correa-Milà, palanca de su extensa carrera. Coderch les enseñó que la arquitectura “no se aprende por ser vista o intuida, sino al sentirla cercana, al hacerse realidad”, recordó muchas veces el arquitecto fallecido. A través de Coderch, Correa y su amigo conocieron a maestros italianos como Ernesto Rogers, Franco Albini e Ignazio Gardela, con los que pondrían en funcionamiento una red de conexiones internacionales. Su inmersión en el interiorismo urbano dio su fruto de los locales referentes de una gauche caviar entre endogámica y resistente. Son los conocidos Il Giardinetto o Flash Flash, ambos a iniciativa del fotógrafo Leopoldo Pomés, incardinado en el altar de la llamada Escuela de Barcelona –marcada a fuego por la inalcanzable Nouvelle Vague– de cineastas, como Jacinto Esteva, Carlos Durán, Joaquín Jordá, Nunes, Aranda, Jaime Camino, Ricardo Muñoz Suay, Gonzalo Suárez o Pere Portabella. Un grupo irrepetible, una generación “imaginativa pero frágil y efímera”, en palabras del editor Jorge Herralde, recogidas en el libro Temps era temps. El cinema de l"Escola de Barcelona i el seu entorn, escrito por Esteve Riambau y Casimiro Torreiro

Correa dedicó sus mejores años a la docencia en la ETSAB, donde fue reconocido como un profesor mítico, “por conciencia cívica”, base moral de una profesión que nunca encaró desde la ventaja. En 1966, año de Estado de Excepción, fue expulsado de la Universidad por disidente junto al inolvidable literato José María Valverde, cuya traducción del Ulises de Joyce se convirtió entonces en una divisa de todo joven sin atributos en busca de la melancolía que proporciona el desamor. También fueron expulsados maestros de la economía, como el insigne Fabián Estapé, y de la filosofía como Manolo Sacristán, el profesor sumergido en la dialéctica hegeliana al modo de los oscuros Settembrini y Naphta en la ficción de Thomas Mann (La montaña mágica). 

Libro de conversaciones con Federico Correa

El arquitecto aprovechó su destierro universitario para crear la escuela de diseño Eina e impulsar la revista Arquitectura-Bis. Regresó a las aulas en 1977 y permaneció hasta su jubilación en 1990. Su generación, la de Josep María Castellet, crítico factual de los escritores del medio siglo –los Marsé, González Ledesma, Gimferrer, etc– o de Cesáreo Rodríguez Aguilera, crítico y curador de pintores como Brosa, Joan Pons, Modest Cuxart, Tapies o Millares, estuvo marcada sí o sí por el valor vanguardista de Josep Lluís Sert, catedrático en Yale y rector en Harvard. 

El esculpidor de las fachadas mondrianas del Eixample con zaguanes al aire libre y amplios ventanales, fue también el autor del taller de Joan Miró en Palma de Mallorca y de la Fundación Maeght en Saint Paul de Vence. Aristócrata y autor de centenares de piezas esparcidas por Estados Unidos, Sert todavía es recordado por algunos de sus alumnos por sus llegadas al campus de Massachusetts en su elegante Rolls Royce. Federico Correa supo en quien fijarse y vivió en parte la aspiración del maestro: mantener el clásico optimismo radical de las vanguardias y llevar a la práctica la arquitectura de los detalles, no de las emociones.

Anillo Olímpico de Montjuiic

Vista del Anillo Olímpico de Montjuic

Nacido en 1924, su infancia transcurrió en la Barcelona próspera de entre guerras, en plena decadencia de las colonias, anunciada por los utilitaristas en unos momentos en que la doctrina de John Stuart Mill fue estrechamente seguida por la burguesía catalana del textil y la siderurgia. Su padre se trasladó a Manila, como directivo de Tabacos de Filipinas, en el momento oceánico de la Trasatlántica, forjadora de emprendedores y aventureros en los vapores del primer marqués de Comillas. Pasó la Guerra civil en Inglaterra junto a sus hermanos; allí aprendió a vivir con sobrados medios, pero valorando el confort a la manera de un meritocrático

Su dandismo, muy reconocido, no fue una exigencia exagerada del Parnaso, sino más bien un gesto sobrio de gentleman, a la manera de los personajes de Evelyn Waugh, pero evitando la extravagancia de los batines de cinta brocada o el fieltro del sobretodo, una prenda terminal, que prodigó durante décadas la Inglaterra victoriana. Eternamente bronceado, Correa sucumbió, eso sí, a las camisas color vino y a los guantes de cabritilla color turquesa. Escondió con mano maestra sus encuentros amorosos; nunca se casó y confesó por descuido amores destructivos de los que dejan huella en el alma.

Museu Episcopal de Vic, obra de Correa Milà : Joanjoc

Exterior del Museo Episcopal de Vic, obra de Correa-Milà / JOANJOC

Ha sido un puente entre el mundo perdido del choque de trenes, modernisme-noucentisme, y el impulso finisecular de la Barcelona Olímpica del 92. Su trayecto intelectual abarca la distancia en el tiempo desde el citado Jujol, el simbolista solo comprendido por el gran crítico Eduardo Cirlot, hasta el Estadio Olímpico de Montjuïc. En 1984, junto a sus colegas Margarit y Buxadé, los socios Correa y Milà ganaron el concurso para la ordenación del Anillo Olímpico, “punto álgido de mi carrera”, según sus palabras a la hora del recuento. Después vendrían la remodelación del mismo Estadio Olímpico y la nueva sede de la Diputación de Barcelona, en la que integraron el pórtico de la Casa Serra de Puig i Cadafalch pegándolo a una estructura del edificio rabiosamente actual. En su madurez Correa y Milà engarzaron tradición y modernidad, siguiendo el instinto de sus primeras rehabilitaciones en Cadaqués.

Ya en la primera década de 2000, Correa y su socio entraron en el espacio de los profesionales selectivos a fuer de situados. Lo hicieron con vocación de síntesis con el pasado remoto en el Museo Lapidario descubierto en 1882 y convertido en Museo Episcopal de Vic por el arzobispo Josep Morgades, cuando el prelado presidió la Sociedad Arqueológica de la Ciutat dels Angels en la última década del ochocientos. Un siglo y medio más tarde, los arquitectos cincelaron prácticamente la institución hasta convertirla en el mejor museo del románico que existe en Europa. Sobre la imponente recolección reverbera todavía el desencuentro entre el obispo y el poeta de la Renaixença Jacinto Verdaguer, que fue suspendió a divinis por su heterodoxia y por la práctica confesa de exorcismos. Para entonces, el demonio estaba tan cerca del Vaticano como quiso dejarlo del Sacro Imperio, admonitorio y luterano.

flash flash

La tortillería Flash Flash de Barcelona / FLASH FLASH

Aquella trifulca de sotanas y birretes mantiene abiertos los interrogantes sobre la muerte del poeta; su salida del Palau Moja, la Casa de los Comillas, su destierro en el sanatorio de la Gleva y su figura en la cima del catalanismo conservador. Como por ensalmo, la reconstrucción de Correa recoge inopinadamente lo que queda de aquel conflicto de huella profunda en el pueblo llano. Si alguna vez la arquitectura ha tenido perfil gramático y normativo ha sido esta: podríamos decir que el toque de tándem Correa-Mila limpia, fija y da esplendor en la sintaxis de la piedra, el metal y la madera. Su Museo Episcopal es digno de viguetans ilustres y recalcitrantes; provocaría el llanto benigno de Jaume Balmes –autor de El criterio y el filósofo más relevante de la primera mitad del XIX en España– o el espasmo de Torres i Baiges, el obispo tradicionalista que anhelaba la involución hacia un modelo teocrático (“Cataluña será cristiana o no será”). 

Il Giardinetto

Il Giardinetto, local frecuentado por referentes de la cultura en Barcelona

Carlos Ferrater recordaba esta semana en La Vanguardia sus visitas al piso de Correa en Paseo de Gracia 99 y especialmente se refería a una fotografía enmarcada de una entrevista publicada en El País Semanal. Federico nunca se rindió ante el halago, pero trató siempre de ofrecer aquella imagen pulida del mundo anglosajón sobre una piel curtida por nuestro mar. Ferrater cuenta que de estudiante se sentaba junto a Oriol Bohigas en la primera fila, en las clases de Federico, “el mejor profesor que tuvimos”. En nombre de una generación brillante, el Premio Nacional de Arquitectura 2009 concluye así su homenaje al fallecido: “Su integridad intelectual y su coherencia inamovible a lo largo de los años lo han convertido en uno de nuestros maestros y referentes”. En la despedida, los orígenes se refugian en los pliegues de la memoria. Vuelve Cadaqués; es El mismo mar de todos los veranos, aquella deslumbrante primera novela de Esther Tusquets, escrita en un castellano suntuoso y eficaz al mismo tiempo; vivida, sin duda, por el joven Correa, el arquitecto que iba en busca de la estructura simple para dotarla de belleza y, sobre todo, de utilidad.