Ana Fernández (Valencina de la Concepción, Sevilla, 1965) y Rosario Pardo (Jaén, 1959) llegaron el pasado 25 de agosto al Teatro Apolo de Barcelona. Un viaje de solo un mes para presentar La casa de Bernarda Alba, una de las obras más míticas de Federico García Lorca.
Con ese peso a sus espaldas y tras “una rebaja de sueldo” para poder traer la obra a Cataluña --“una tierra muy especial” para el poeta, como recuerda Fernández-- se meten en la piel de Angustias (Ana) y Poncia (Rosario). No es fácil: otras grandes actrices lo han hecho antes que ellas y, aun así, cada una le da a su personaje un toque muy personal.
Un clásico actual
La propuesta que dirige José Carlos Plaza es muy arriesgada, “muy seca” define Fernández, como lo es el original. Pese a ser escrito hace ya 85 años, la obra se ha convertido en un clásico que tiene mucho que decir a día de hoy, en especial del universo femenino.
Muchos han querido ver en ella a unas mujeres amargadas sin ver las causas de esta amargura. Fernández y Pardo lo recuerdan y ponen sobre la mesa qué significaba entonces ser mujer y qué significa ahora y por qué este texto y estos personajes que parecen tan lejanos están, por desgracia, más cerca de lo que pensamos.
--Pregunta: ¿Qué supone meterse en la que para muchos es la obra cumbre del teatro de Lorca?
--Respuesta: Ana Fernández (A.F.): Para mí fue bonito, porque fue la primera obra como profesional, porque me pagaron por ella (ríe)... Como actriz fue a los 19 años cuando nos contrataron de manera casi espontánea para hacer La casa de Bernarda Alba en la que yo hacía de Adela. Después de tantísimos años, si antes hacía la pequeña, ahora hago de la mayor, con José Carlos Plaza en la dirección y este reparto es un regalo. Ha sido muy enriquecedor.
Rosario Pardo (R.P.): Yo creo que menos Yerma he hecho casi todo Lorca. Yo su obra me la he estudiado mucho. Hace dos años dirigí La casa de Bernarda Alba para flamenco, no actuaba. Y si no me hubieran ofrecido hacer a Poncia, como lo hicieron, no hubiese hecho la obra. No tenía yo el cuerpo (ríe).
--¿Qué sigue haciendo tan atractivo a Lorca?
R.P.: Es un clásico. Como cuando te dicen de hacer Calderón o Shakespeare, el reto es muy grande. Los textos no son fáciles y defiendes una obra que otras grandes actrices han defendido antes que tú. Tienes una gran responsabilidad y has de buscarte también tu hueco. Has de ver qué aportas tú de nuevo al personaje.
--Precisamente, ¿qué aporta este nuevo montaje?
A.F.: Es un montaje muy áspero. Va muy a la esencia. Se nota mucho la falta de libertad, la claustrofobia, la falta de sexo, de cultura… Son mujeres oscuras no porque sean malas, sino porque cómo dice Poncia son “mujeres sin hombre”, lo que en esa época significaba mujeres sin libertad, sin expectativas.
R.P.: La libertad antes iba asociada al hombre, si no eras mujer casada te quedabas “para vestir santos”, casi inservible. Estar con un hombre te daba la posibilidad de hacer un poco su vida, lejos de los padres. Estas mujeres no han tenido ni novio, por lo que no tienen nada.
--Eso, suena muy lejano en apariencia. Pero habla de la libertad, Adela se revela contra lo establecido por Bernarda…
A.F.: Es un clásico, precisamente por eso sigue vivo, porque está muy cercano todavía a cosas que suceden en el siglo XXI. Lo interesante de esta propuesta es que refleja muy bien qué ocurre cuando tienes esas carencias de libertad, lo oscuro, lo feo. Es un montaje que va a lo feo de esas mujeres por lo castradas que están. Le dice al espectador: cuidado, que las libertades que hemos tardado tanto tiempo en ganar se pueden perder en muy poco tiempo. Y si se pierde salen cosas muy feas en el mundo.
R.P.: Fíjate que ahora hay dos visiones represivas para la mujer. Una, la musulmana, por la mala lectura del Corán; y la de Occidente, que convierte a la mujer en un objeto: con las uñas largas, el pantaloncito corto, esa visión de que somos solo objetos de deseo. Oriente y Occidente trata de eliminarnos. Por eso el mensaje de Bernarda Alba sigue allí. La mujer ha de tener esa capacidad para darse cuenta de estas cosas, porque depender de los hombres es tremendo. Cada vez hay más casos de violencia de género que es sólo una cuestión de poder y de una educación machista, que es la base. Yo estoy en plan muy radical. Las mujeres tendemos a llevarnos bien con el resto, maridos, hijos, amigos, pero me encantaría que debajo de ese burka alguien pudiera llevar una pistola. Yo tengo la ventaja que sé disparar.
--¿Y cuando sale gente negando la violencia machista, cómo lo viven?
R.P.: Se quejan de que no hacemos lo que quieren que hagamos. Exigen esa sumisión, obediencia. Es como una mosca detrás de la oreja que te dice que has de ser dulce, sumisa, obediente para poder agradar. Si te salen de eso ya no gustas porque ya no te pueden dominar. Yo lo he vivido en mi educación religiosa que tuve. Me niego a meterme en una sumisión tan tremenda. Moriré pegando tiros. (Ríen ambas).
--¿En el mundo de la actuación creen que aún existen papeles así, de mujer objeto?
A.F.: Yo por suerte nunca he tenido papeles así.
R-P.: Sí, se dan por eso. Sobre todo en estas comedias que ya quedan antiguas que ponen en algunos teatros. Hablo de esas en que está el guapo-galán y la superbombi tetona que hace de gilipollas. Y ese esquema se sigue haciendo y sigue funcionando. Afortunadamente, cada vez menos y me sorprende. A mí no me cuadra.
--Como decís, son mujeres sin hombre, y por tanto sin sexo. Vuelve a haber un bum de obras que hablan de la sexualidad. ¿Aún se ha de reivindicar la libertad sexual?
A.F.: Totalmente necesario.
R.P.: Es muy triste. Yo me crié en el catolicismo y aún recuerdo esa frase que se nos decían a las mujeres: “Sois el sagrario del Espíritu Santo”. O sea que eres algo sagrado, que no se puede tocar. Hasta hace pocos años no podíamos ni tener una cuenta propia en el banco. Simone de Beauvoir decía que hace falta una pequeña revolución para perder todo lo que hemos ganado y fíjate que cuando vemos estas revoluciones, empiezan por las mujeres, porque así se cargan a la mitad de la población y las dejan embarazas por el vencedor como si fuera una humillación.
--El siglo XXI, por eso, se espera que sea el de las mujeres. Claro que hay quien se queja de ello, incluso de las manifestaciones.
R.P.: Siempre es “otra vez”, “qué pesadas son”.
A.F.: Se ha denostado la palabra feminista.
--¿Lo que podría ser una etiqueta positiva se ha vuelto negativa, una losa?
A.F.: Han manipulado tanto el término que incluso te tienes que justificar. Cuando hice El lunar de Lady Chatterley, que es una obra escrita por un hombre, había gente que me decía que no lo vendiera como una obra feminista. Y no entendía. Es un espectáculo feminista y funciona precisamente porque lo es, por la lucha por la igualdad.
R.P.: Es que en España también hay una ideología que tiene los mismos planteamientos que los talibanes respecto a la mujer. Yo veo cosas y pintadas que me asustan. Que defienden que la mujer debe estar en su casa. Lo que me da más miedo es que incluso mujeres los apoyan, que viene mucho de esa cultura Disney del príncipe azul y que sin él no somos nada. Tanto de Oriente como de Occidente vuelve a pretenderse que las mujeres sean sumisas.
--¿Y meterse en esos papeles de mujeres sumisas, con vuestro feminismo declarado...?
A.F.: Ellas sufren mucho, pero como actriz disfrutas haciéndolo porque llegas a la emoción de manera natural, hay un tránsito hacia el clímax al que llegas muy fácil.
--¿No es agotador?
A.F.: Te deja muy seca por dentro, con un regusto amargo
R.P.: Por técnica podríamos pensar que no, que uno deja al personaje en el teatro. Pero la obra tiene una pena honda que cuesta mucho sacársela. Y yo ya voy por segundo espectáculo que me deja así… Creo que debería ya cambiar (bromea).
--¿Volver a la comedia?
R.P.: No se trata de volver o no, sino que los proyectos sean interesantes o no. Y a mí no me han ofrecido proyectos interesantes, así que lo hago todo yo.
--¿La encasillaron demasiado allí?
R.P.: En su momento, sí. Pero fui muy pesada y he renunciado a muchos trabajos de dinero fácil para seguir con mi carrera. Cuando aterricé en Barcelona para hacer Crónicas Marcianas ya era actriz, porque llegué con 38 años, y empezaron a pensar que era cómica y no lo soy. Pero lo que te digo, yo después de Bernarda seguiré con otro montaje mío y hasta que me jubile…
--¿Se va a jubilar?
R.P.: Del teatro sí. No quiero más viajar, ni estar en hoteles…
--¿Entonces? ¿Cine, televisión?
R.P.: O escribir. Tengo dos proyectos que hacer antes de retirarme y luego una cosa chula en Costa Rica. Pero quiero cambiar.
--¿Y usted, Ana?
A.F.: Yo tengo teatro. El monólogo de Lady Chatterley, que lo tengo aparcado, y alguna opera prima de cine. Y un guion que tengo desde hace años y que también transita el duelo.
R.P.: ¡Deja de hacer duelos ya, nena! Ana es muy cómica y no le dan personajes para que se luzca.
--Es la versión casi opuesta de Rocío. ¿Le pesa que le encasillen en el drama?
A.F.: Los personajes más tragicómicos de mi carrera los he hecho fuera de España. Afortunadamente he tenido personajes muy distintos a mí a los que me he acercado de maneras muy diferentes en cada caso. Yo no me califico como una actriz que hace mujeres dramáticas, sino una actriz que interpreta a mujeres que atraviesan circunstancias dramáticas y que son unas supervivientes. Y a todas les he puesto una pincelada de humor, porque son personajes inteligentes y la comedia está ligada al humor.
R.P.: El humor en España es muy surrealista. El problema es que, de un tiempo a esta parte y sobre todo en cine, parece que cuando vendes humor tiene que ser fácil. Y a veces se ofrece un humor vomitivo cuando tenemos capacidad para hacer un tipo de humor más interesante.
A.F.: Lo bonito del humor y del arte es que te hace reflexionar.
R.P.: Eso es lo que hemos de dar. ¡Reflexiona, cari!