Difícil respuesta tiene la pregunta. En Madrid, sin gobierno; con el principal partido de la oposición en coma profundo, el debate ahora se reduce, en síntesis, en ver si los acontecimientos llevan a unas terceras elecciones consecutivas o no. En Barcelona, el Gobierno catalán en vez de perder el tiempo como Mariano Rajoy lo que hace es ganarlo para seguir adelante con su estrategia de escalada soberanista a la espera de que alguien, algún día, desee negociar con ellos y puedan darle una salida airosa al laberíntico problema en el que Artur Mas los adentró.

Tan nefasto es uno como otro escenario. Ambos son fatídicos para el desarrollo normalizado de la administración, impiden hacer políticas y llevan al poder ejecutivo a convertirse en una especie de gestoría pequeña. Me explican la anécdota de un museo madrileño, a cuya dirección el mismísimo Consejo de Ministros está obligado a aprobarle todos los gastos que rebasen los 600 euros. Es obvio que estamos ante un empequeñecimiento colectivo que nos lleva a disparates como el citado.

Ambos escenarios son fatídicos para el desarrollo normalizado de la administración, impiden hacer políticas y llevan al poder ejecutivo a convertirse en una especie de gestoría pequeña

Carles Puigdemont asegura que no tiene vocación de continuidad como presidente, aunque podríamos apostar un guisante a que en septiembre de 2017 no habrá un referéndum como el prometido y que él intentará seguir en el cargo más tiempo. Si consigue que bajo esa expectativa la CUP le apruebe unos nuevos presupuestos, el gobierno de Junts pel Sí ganará gasolina temporal para proseguir. Es difícil que en ese periodo, Convergència Democràtica de Catalunya, o como acabe bautizada, pueda recomponer las trizas en las que se ha quebrado en los últimos meses, aunque algunos de sus dirigentes opinen que es mejor hacer lo posible con el poder institucional en la mano que teniendo una mano delante y otra detrás.

En la capital de España hay inquietud con el asunto del Gobierno central. Sean pacientes. La cosa se ha puesto peluda con la crisis televisada y radiada del partido socialista, con Felipe González acusando a un enrocado Pedro Sánchez de mentir y con la Comisión Ejecutiva dimitida de forma mayoritaria. Lo que sucede en su seno hace al PSOE inservible para la gobernabilidad alternativa e incluso para abstenerse. Pablo Iglesias e Íñigo Errejón deben estar frotándose las manos o brindando con champán francés por la implosión socialista, lo que todavía les deja más expedito el camino para ocupar un determinado espacio político en el país. Suceda lo que sea, los socialistas deberán iniciar una travesía del desierto que no se preveía ni tan larga ni tan calurosa.

Mariano Rajoy ha prendido un habano en un sofá, mientras Artur Mas debe estar pensando en navegar de nuevo con su amigo de la barba. La complejidad parecía ascendida al techo, pero aún se cuela por la chimenea y las goteras del edificio camino del infinito. Por tanto, y regresando al principio, en las dos grandes capitales españolas la política alcanza un estadio esquizofrénico hasta un punto que es difícil, por no decir imposible, determinar cuál de ambas es peor. O, si se concede una respuesta evasiva, un auténtico desastre a uno y otro lado del Ebro.