España está convaleciente. Tras unos años de juventud en los años noventa, ha envejecido políticamente a velocidad sideral. Los achaques, en forma de corrupción sistémica, debate territorial, dudas sobre instituciones indiscutibles hasta la fecha, etcétera, han acelerado el deterioro general del país. La crisis económica hizo el resto. El resultado es un país próximo a alguna de sus muchas caricaturas, que como dice el maestro Ricardo García Cárcel no deben suponer una leyenda negra determinista, pero a veces lo parece.

En ese estado llega el líder de Podemos, Pablo Iglesias, al Parlamento. Allí, además de gestualidades varias --aún se le desconoce alguna iniciativa realmente brillante, innovadora y capaz de modular la España del siglo XXI-- se enfrenta a Mariano Rajoy por la vía de la moción de censura, una bala de su armamento político que quizá gasta demasiado rápido, en una actuación propia de un mozalbete inexperto, irreverente y de grandísima voracidad por el poder.

Escuchado el candidato a la presidencia y el propio presidente del Gobierno, casi prefiere uno la enfermedad que el remedio. No porque Iglesias sea peor, que lo es, sino porque demuestra una inconsistencia deplorable no sólo para los ajenos

Escuchado el candidato a la presidencia y el propio presidente del Gobierno, en el juego parlamentario de que uno es la solución y otro la patología-país, casi prefiere uno la enfermedad que el remedio. No porque Iglesias sea peor, que lo es, sino porque demuestra una inconsistencia deplorable no sólo para los ajenos. Al contrario, son los propios quienes van descubriendo que tras el marketing de la coleta habita poca cosa, por no decir nada en muchas ocasiones. Cuando el registrador Rajoy se ha puesto firme con el referéndum catalán, Iglesias ha dudado otra vez más. Porque más que una idea de España, plurinacional o pluriloqueseamoderno, lo que tiene es una idea de técnica electoral avanzada que podría ser la envidia de cualquier vendedor de una estructura de estafa piramidal.

Iglesias, como sus homólogos del Ayuntamiento de Barcelona, todavía levitan en materia ideológica. No han tocado el suelo desde que empezaron en el embrollo de la política de partidos. Se mueven a medio metro de la superficie porque son lectores acríticos de El Capital, de Carlos Marx, o porque actúan como argentinos resabiados con las dictaduras que allí habitaron durante años. Para el barcelonés o el español medio, los colegas del coleta Iglesias son un riesgo permanentemente enquistado. Lo son por la capacidad de destrucción que arrastran y la nulidad como constructores que han demostrado allí donde el poder les llegó.

Por todo ello, y a la vista de los acontecimientos, a Iglesias no le servirá esta moción de principiante para arrebatarle al PSOE el espacio que todavía conserva como principal fuerza de oposición. Y ojalá la mantenga porque para la alternancia, la aplicación del sentido común y el regreso de la transparencia que España requiere, Pedro Sánchez y los suyos son una terapia indiscutible. Otra cosa es que tengan que irse de copas nocturnas con los vociferantes activistas de Podemos en algunas ciudades del país, lo que seguro que les acabará provocando gases y una profunda resaca al resto de españoles.