El sector del comercio ha sido siempre uno de los más mimados en Cataluña durante las últimas décadas por toda la clase política. El más hábil de cuantos participaron en esa caza y captura del botiguer fue Jordi Pujol. De hecho, más refinado, más cultivado y cosmopolita, el que fuera presidente catalán era uno de ellos en espíritu.

Cuando Pujol hablaba a los comerciantes lo hacía en su propio lenguaje, con sus mismos guiños corporativos y sabía seducirlos como casi ningún político logró después. Más tarde vinieron los republicanos a pescar en esa misma balsa. Lo han intentado en varias ocasiones: acercándose a Pimec y a la extinta CCC; cuando el malogrado Pere Esteve se puso al frente de una consejería; o, ahora, gracias al tono pastoral de Oriol Junqueras también intentan cultivar y mantener ese contingente de población en su entorno.

En el año que dejamos atrás, sólo en Cataluña había 670.254 establecimientos registrados, según las estadísticas de Idescat. Muchos de ellos son de carácter familiar, que es una de las principales variantes de explotación comercial, lo que hace que el contingente de personas vinculadas directa o indirectamente con esta actividad supere ampliamente el millón largo, aunque los datos son muchos más antiguos, de 2014.

De lo que se trata en esta nueva fase de las estructuras de Estado independentistas es de controlar. Y Colau y los suyos han dicho alto y claro que hasta aquí podían soportar

Que el comercio, clase media tópica de un país, vote en uno u otro sentido es determinante para la conformación de mayorías y la obtención del poder, sea municipal o autonómico. Ahí es donde radica el cabreo mayúsculo de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, con la Generalitat. Es tal el mosqueo que en pleno fin de semana han decidido explicar a la ciudadanía su enfrentamiento con el Departamento de Empresa de la administración catalana por invadir lo que considera que son competencias municipales.

Es cierto que la Generalitat, y en concreto ese departamento, actúa como elefante en cacharrería. Tanto da que se trate de las cámaras de comercio --que las tiene enfrente como no había sucedido jamás-- o con las patronales --que incluso llevan sus decisiones a la justicia, y encima le ganan--, de lo que se trata en esta nueva fase de las estructuras de Estado independentistas es de controlar. Y Colau y los suyos han dicho alto y claro que hasta aquí podían soportar.

La inspección de comercios, la sanción, la modificación de horarios o la definición de zonas de degustación, por ejemplo, están definidas en la Carta Municipal de Barcelona, por lo que la nueva ley de comercio catalana invade competencias locales. Si el borrador de la ley prospera, se dará la circunstancia de que será la Generalitat quien decida sobre esas y otras cuestiones en Barcelona.

Colau se ha puesto con el eslogan del No pasarán al frente de esa reivindicación. El subyacente de la disputa no es otro que lo señalado unas líneas antes. ¿Quién tendrá la capacidad de negociar, lograr interlocutores y hacer cambalaches con los comerciantes? Pues la respuesta a eso, en clave electoral, es el asunto de fondo, no una mera lucha competencial.