Conocí a Jordi Dagà Sancho unos días después de escribir sobre él. Le tildé, desde las páginas de El Periódico de Catalunya, de “enterrador de empresas”. Ni que decir tiene que aquella expresión, tan desafortunada como injusta, le desagradó. Nos conocimos al cabo de poco, porque iba de cara y no se escondía ante la adversidad. Hablamos de nuestros respectivos trabajos y comenzamos a compartir algunas aficiones y gustos.

Su currículum era contradictorio con su pensamiento. Estudió historia en los años en los que las facultades eran hervideros políticos y él acabó ejerciendo responsabilidades en el ámbito empresarial. Seguía teniendo el corazón en la izquierda, pero trabajó con Josep Piqué y Pedro Ferreras cuando el PP alcanzó el poder en Madrid. Abominaba de cualquier nacionalismo o nacionalista, pero seguía cultivando amistades en la órbita del independentismo bien por justificaciones gastronómicas o de apego al terruño. Ser de Figueres le imprimía carácter y cualquier gerundense podía ser su amigo, aunque no dejara de recordarle que la independencia catalana era una supina estupidez. Si alguien se enquistaba con apelaciones a la democracia, Dagà esgrimía su pasado político: cuando fue líder estudiantil estuvo detenido 24 días en comisaría y 51 en celdas de castigo. ¡Qué tiempos los del PSUC!

Conocer el desenlace de su vida por Facebook ha sido un duro fin de fiestas. Un maldito cáncer de pulmón me priva de las charlas que mantuvimos durante años en su mesa del restaurante Sense Pressa, cercano a su domicilio de la calle Enric Granados. Siempre elegía la misma, le gustaba ver y ser visto, pero un día lo vio impreso en un artículo sobre el local y se disgustó. En los últimos tiempos habíamos dejado de pelearnos con mensajes y Whatsapps. Había perdido intensidad en su faceta pública y se notaba, incluso al referirse al baloncesto, su gran pasión, o al Barça de sus amores. Pero cada vez que leía alguna de mis columnas y discrepaba de su contenido era uno de los madrugadores que me lo hacía saber con una sinceridad cruel. Intercambiábamos mensajes y uno de los dos acababa llamando por teléfono al otro para que la discusión no fuera a mayores y aprovechábamos para citarnos a comer o para comentar algunas de las cuestiones de actualidad que interesaban a ambos.

Su claridad le alejó de los cenáculos del poder institucional que otros coetáneos y amigos suyos frecuentan. No le importaba, prefería sus amistades del sindicalismo aunque trabajara para las empresas

Dagà hablaba claro, era diáfano. Por eso quedó instalado lejos de los cenáculos del poder institucional que otros coetáneos suyos sí han frecuentado con asiduidad. Lo mejor de su personalidad, de su seguridad intelectual, radicaba en que era consciente de esa lejanía y no le importaba en absoluto. Su única preocupación real desde hacía años era su estimada esposa Carme y sus adorados hijos, a los que ya transmitía sus conocimientos culinarios en cualquier mantel de la ciudad.

Cerró Miniwatt, cerró Scalextric, hizo un ajuste de caballo en la plantilla de Nissan, antes participó de la reconversión de empresas públicas de la SEPI y, sin embargo, sus mejores amigos eran sindicalistas. Se jactaba de ello consciente de que su empatía con los representantes de los trabajadores era el mejor activo profesional acumulado y le había convertido en un eficaz solucionador de problemas.

Apenas en un par de ocasiones conseguí que escribiera alguna cosa. Prefería conversar. Hacerlo de gastronomía le gustaba todavía más. No había semana que no probara un vino, un marisco, un foie, unas setas, un plato tradicional o el más vanguardista de la ciudad. A sus amigos comensales podía hacerles pasar un mal rato cuando al probar un caldo o un plato llamaba al encargado o dueño del establecimiento para pedir un cambio, porque en su opinión no estaba a la altura del precio o de la calidad que había solicitado. Con una seguridad que siempre era arrolladora, como su menuda figura o su intensa conversación.

En los últimos meses, la enfermedad le retiró parcialmente de alguna de sus buenas costumbres. Nos saludamos hace unas semanas al coincidir en el salón principal de un hotel de Madrid al que ambos acudíamos por razones profesionales distintas. Fue un encuentro microscópico. Tras un apretón de manos urgente sólo añadió un comentario: “A ver cuándo quedamos”. No hubo tiempo para hacerlo. Una lástima, a la consternación por su muerte se añade la pérdida de aquella conversación que tanto ayudaba a situar lo que nos tocaba vivir. El escritor uruguayo Mario Benedetti sentenció que, después de todo, la muerte sólo es un síntoma de que hubo vida. Intensa y alegre en el caso de Dagà. Hoy algunos le echaremos de menos. Adéu company!