"No hay violencia juvenil. Hay violencia", sentencia con rotundidad y sin paliativos Javier Urra, el primer Defensor del Menor que ha tenido España y psicólogo de la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Madrid con treinta años de desempeño. Una estúpida afición a etiquetar para disfrazar la realidad.

Urra tiene una más que notable presencia en los medios de comunicación y pone de relieve que nunca en una entrevista le preguntan por aspectos positivos de niños y jóvenes, sino que siempre se espera que él destaque lo negativo, lo desesperanzado, lo peor. En su último libro, Primeros auxilios emocionales para niños y adolescentes, Urra vuelve a proclamar que "el niño ha de ser rico, pero en el número de sonrisas que recibe" y que desarrollará una adecuada confianza en sí mismo si siente que es aceptado de un modo total e incondicional, lo cual va unido a encajar frustraciones y conocer las propias limitaciones. Pero también a disfrutar del valor de la amistad y no limitarse a la apatía del gregarismo. Siempre con la idea de encauzar las emociones de forma razonada, con sentido crítico y capacidad expresiva; sabiendo escuchar con buena voluntad, algo para lo que hay que entrenarse.

En este punto, podríamos hablar del acoso moral, en general, y del maltrato, físico o verbal. Se trata de una violencia que intimida, amenaza, machaca y excluye. Sucede tanto con niños como con mayores. Los observadores que ocupan los correspondientes escenarios contemplan vejaciones públicas, a menudo entre iguales, y son fumadores pasivos de comportamientos de energúmenos que se basan en el dominio y la sumisión. En estas acciones, la tolerancia, la justicia y la compasión están desterradas por la intolerancia, la arbitrariedad y una brutal crueldad. Impera así la sucia ley de la jungla, y su avance nos lleva a la oscuridad de los tiempos. Aunque sea por omisión, estos espectadores se ven llevados a ser cómplices de los agresores. Es cierto que a nadie se le puede exigir ser valientes o héroes ante los bárbaros. Pero se hacen cómplices cuando se desvinculan de la dignidad humana de las víctimas, los marginados y oprimidos de cada momento.

"No hay violencia juvenil. Hay violencia", sentencia con rotundidad Javier Urra, el primer Defensor del Menor que habido en España

Pasan por mi imaginación no ya los atentados terroristas, sino los atentados incruentos contra la libertad de expresión y de opinión, cometidos siempre en rebaño por los totalitarios; tipos fanáticos que increpan e insultan con frenesí o que llegan a las manos, matones. Esto sucede en nuestra sociedad, también en centros universitarios, con arbitraria impunidad. Las víctimas pasan a ser denominadas por algunos medios como provocadores. El mundo al revés, quienes son los nietos de los amos y pactan con la derecha de la tierra, ven justificadas las agresiones que efectúan, al catalogarlas como legítima defensa o como muestra necesaria de rechazo enérgico a la derecha y al fascismo; una inmensa empanada mental de quienes están reñidos con la duda metódica. Siempre hay indeseables que juegan con las palabras sin rigor alguno, con trampas y con el apoyo de tontos útiles. Y a buen entendedor, pocas palabras bastan.

¿Sería posible reeducar a los halcones y facilitarles asumir distintas perspectivas, mediante dramatizaciones de papeles antagónicos? Después de esta excursión, volvamos al gran Javier Urra: "No hay derecho a ser perdonado, pero sí a pedir perdón", y cual Pepito Grillo señalará el problema: "Y qué decir de esas familias que hablan mal de todo el que le rodea, que muestran vivencias negativas de las intenciones ajenas (del vecino, del jefe, de la suegra), de esos padres que al subirse al coche se transforman en depredadores insultantes de los núcleos familiares, que emiten juicios mordaces contra el distinto (por color, forma de pensar, procedencia). No se dude de que generaremos personas intolerantes, racistas, xenófobas".