Estamos instalados cómodamente o resignadamente en la excepcionalidad política desde que la mayoría del Parlament decidió emprender un viaje de trayecto cambiante y destino fabuloso. La gran ventaja de lo extraordinario es que proporciona un argumento imbatible para justificar o aceptar cualquier cosa, desde unos presupuestos al hecho que las dos autoridades más relevantes de Cataluña sean dos declarados outsiders políticos.

La improvisación general de las fuerzas independentistas y la aceleración de la política provocada por la movilización masiva de los soberanistas han impulsado la carrera política del presidente de la Generalitat y de la presidenta del Parlament. Ambos han progresado al margen de las dinámicas internas de sus partidos y de los protagonismos electorales propios de los líderes; su posición se corresponde al coraje de quien asume dar el paso adelante en momentos de urgencia y desconcierto de quienes manejan los hilos. No son casos idénticos, ni por sus antecedentes, ni por su influencia real en el devenir de los acontecimientos, pero ahí están, dos espíritus libres gestionando la enésima cita con la historia.

Todo puede pasar en un país en el que impera la lógica de la excepcionalidad

Forcadell, con su desobediencia sistemática al Tribunal Constitucional, se ha convertido en un acelerador de partículas independentistas, creador de indignación con el Estado de derecho. Pero es Puigdemont el único que puede firmar el decreto de convocatoria del referéndum negado por dicho Estado. Él es quien deberá enfrentarse al minuto del soldado, aquel instante previo a la batalla tan bien explicado por los guionistas de Peaky Blinders. En aquellos segundos eternos no hay pasado ni futuro, solamente consciencia del peligro personal inminente. En términos políticos, el presidente se ha procurado un minuto tranquilo al negarse a asumir electoralmente las consecuencias de su acto, firme o no firme el decreto y acepte o no la previsible prohibición. Otros deberán asumir las responsabilidades.

Los críticos de los partidos políticos, numerosos en las filas independentistas, se felicitarán por la decisión de Puigdemont de no concurrir a la reelección, intuyendo que, así, el presidente será más sensible al estado de ánimo de los movilizados que a los intereses de su partido, manifiestamente dubitativo sobre la conveniencia de una consulta desautorizada. El peligro de un ataque de moderación del sistema en el último momento quedaría así conjurado y aumentarían las posibilidades de llevar hasta el final un referéndum unilateral.

La argumentación basada en la libertad de acción del presidente saliente sirve también para reforzar la hipótesis del acatamiento de la prohibición del Tribunal Constitucional, como hizo su predecesor, Artur Mas. Liberado de la presión de sus socios y del temor electoral a una reacción negativa de los decepcionados puede dejarse llevar por el temido ataque de sentido común ante las innegables incógnitas de una rebelión institucional. Todo puede pasar en un país en el que impera la lógica de la excepcionalidad.