El papa Francisco, en junio de 2014, en una extensa entrevista concedida a La Vanguardia, ante la ya de por sí tendenciosa pregunta del periodista "¿Le preocupa el conflicto entre Cataluña y España?", declaraba lo siguiente: "Toda división me preocupa. Hay independencia por emancipación y hay independencia por secesión. Las independencias por emancipación, por ejemplo, son las americanas, que se emanciparon de los Estados europeos. Las independencias de pueblos por secesión es un desmembramiento, a veces es muy obvio. Pensemos en la antigua Yugoslavia. Obviamente, hay pueblos con culturas tan diversas que ni con cola se podían pegar. El caso yugoslavo es muy claro, pero yo me pregunto si es tan claro en otros casos, en otros pueblos que hasta ahora han estado juntos. Hay que estudiar caso por caso. Escocia, la Padania, Cataluña. Habrá casos que serán justos y casos que no serán justos, pero la secesión de una nación sin un antecedente de unidad forzosa hay que tomarla con muchas pinzas y analizarla caso por caso".

En su momento me pareció una respuesta bastante atinada porque diferenciaba de forma sencilla, aún a riesgo de ser demasiado simple para explicar la cruenta desmembración de Yugoslavia, los casos en que la independencia era justa, y por tanto moralmente aceptable, de los que no. La Iglesia católica no dispone de una doctrina sobre esta materia, pero el Papa separaba perfectamente tres situaciones: los procesos históricos de descolonización, las secesiones territoriales que remedian situaciones de opresión, y los casos que en realidad solo responden a una voluntad nacionalista.

En ausencia de violación de derechos, políticos o culturales, la ruptura territorial no tiene una justificación aceptable

Esas reflexiones del Papa dichas a mediados de 2014, en un momento en el que la fiebre separatista en Cataluña estaba en su fase más álgida, debieron desconcertar a los adalides y portavoces mediáticos del proceso porque sobre ellas cayó un silencio ensordecedor. Recordemos que ese año se conmemoraba el famoso tricentenario de 1714, presentado por la propaganda de la Generalitat en términos de anexión territorial de España sobre Cataluña. La última frase de Francisco, según la cual "la secesión de una nación sin un antecedente de unidad forzosa hay que tomarla con muchas pinzas", suponía tanto una negación de ese implícito histórico que el soberanismo intentaba hacer creer, como de la vulgata del derecho a decidir, según la cual a toda comunidad nacional le asiste en cualquier momento el derecho a la autodeterminación.

Este fin de semana, hemos podido ver otro ejemplo de apostolado ideológico desde un medio público como TV3, cuya galopante pérdida de audiencia dice mucho del estado agónico en que se encuentra el proceso. La periodista Sílvia Còppulo en una entrevista al abad de Montserrat, Josep Maria Soler, le instaba a implicarse personalmente a favor del referéndum haciendo de mediador ante el Gobierno español y le preguntaba si el Vaticano reconocería una Cataluña independiente. La audiencia nacionalista debió quedar satisfecha tanto por el tono militante de las preguntas como por el fondo de las respuestas, prudentes pero claramente en sintonía con el deseo secesionista. Ni a la periodista ni al abad se les ocurrió, claro está, recuperar las objeciones del Papa en la citada entrevista de La Vanguardia. Si lo hubieran hecho, tendrían que hablarse planteado una pregunta tan esencial como es la moralidad de la secesión en democracia. En ausencia de violación de derechos, políticos o culturales, la ruptura territorial no tiene una justificación aceptable. La división no sirve para reparar ningún mal, sino solo para dar satisfacción a un narcisismo identitario o a un egoísmo económico, y en esencia responde a los intereses de unas élites territoriales que pretenden quedarse con todo el poder soberano. Sería bueno que el abad Soler interrogase al Papa sobre la inmoralidad de la secesión catalana en democracia tras siglos de convivencia y mezcla con los otros pueblos españoles.