En su pieza Soliloquio solipsista, Raimon da unos pasos de baile sobre el escenario; podría decirse que glosa con humor la multidentidad de la que se siente enamorado y huérfano a la vez. Su truquito de magia escénica es una derivación de la Madame Lamort de Sylvia Plath, y merece la pena porque en tiempos de identidades neuróticas, lo auténtico vale su precio en oro.

El mundo autorreferencial del cantante tiene que ver con el modelo injusto de sociedad que heredó y ante el que ya se vindicó prematuramente junto a su madre, en Játiva, cuando los primeros de mayo cantaban juntos una Internacional de brasero --"Arriba los de la cuchara, abajo los del tenedor, visca el braç treballa-or", remarca el cantautor en uno de sus estribillos--, la versión tiernísima del clásico himno. ¿Entienden eso del respeto los que, en su último recital en el Palau, se soltaron el pelo con ¡in-indé-independencià!, sin venir a cuento y en respuesta a Jo vinc d’un silenci? Es el silencio de los de abajo lo que está en juego; no el de barretina y estelada.

Lluís Llach, que ya se despidió en su momento, ha recordado desde su escaño de JxSí, que dejó de cantar para escribir debajo de los pinos. Pero en su vertiginoso viaje a la conversión política hemos comido Llach o Llach como las lentejas, especialmente con una pirueta rediviva en el Madrid de los podemitas. Los politólogos de barricada lanzaron al viento L'Estaca, fruto del despiste histórico supino que muestra Pablo Iglesias, un ideólogo con discurso pero sin estética, no en el sentido de Dolce & Gabbana sino de Georg Lukács.

Raimon había pedido silencio sin palabras. Pidió respeto por la obra, como fait accompli, sin los envoltorios mistificadores de los intérpretes improvisados, desconocedores profundos, llevados por entusiasmos sobrantes. Cantó al amor a través de Timoneda, bella de vos só enamoros... quan pens en vos, mon cor sospira... ànima mia! y no se olvidó del Elogio del dinero de Anselm Turmeda, dineros que de todo hacen verdad, sobre un escenario único, la tabla del Palau, que los amantes de la cartera y la bandera han mancillado para vergüenza de todos. Con su último turno, Raimon ha enterrado el pasado reciente para renacer desde los clásicos o para volver a la rueda del tiempo donde le esperan siempre Espriu y su amigo Rosselló Porcel, la inteligencia simbólica superior, memoria inerme de Rimbaud, que nos dejó recién cumplidos los veinte, como lo hacen los mejores.

Raimon y los clásicos despiertan el valor de una cultura que los independentistas quieren confundir en medio de las consignas que apelan al bajo vientre de la bestia

Raimon y los clásicos despiertan el valor de una cultura que los independentistas quieren confundir en medio de las consignas que apelan al bajo vientre de la bestia. El tono vocinglero de Mas o Puigdemont hace que uno se pregunte qué dirían Carles Riba o Josep Carner (o los más próximos Josep Vicenç Foix y Pere Quart) ante tanta manipulación. Mientras solo, inmerso en la cabòria, el poeta se pregunta por el amor y su porqué atávico. Después de medio centenar de álbumes y más de 40 libros, Raimon asciende al altar de lo cotidiano, el que distingue a los buenos aunque solo sea por lo lejos que está de las grandes palabras huecas. Es el compromiso (No et trobis sol, company no et trobis sol, dedicado a López Raimundo) con la humanidad, no con una frontera que hoy no existe. Raimon es el viejo humanismo, la bofetada real al mal estilo de los patrioteros que buscan un país imaginario al que señorear.

Los caminos de Llach y Raimon nunca se entrelazan, como no sea por la mirada hacia el horizonte marino. En la Ítaca de Constantin Cavafis se nos recuerda lo que su intérprete se niega a entender: el viaje de Odiseo es un fin en sí mismo, algo que podrían recoger Puigdemont y Junqueras, preocupados por la meta mientras en el trayecto --la vida cotidiana de los ciudadanos expectantes-- desatienden las obligaciones de gobierno. A fuerza de noches envidio el nuevo día (A força de nits), dice la canción de Llach, pero, que sepamos, la duermevela no es un galardón sino un escozor. El ciudadano vitivinícola del Priorat ha negado siempre el valor de la Transición ("no és això, companys, no és això", ridículo apóstrofe del cambio) ¿Ah, no? ¿No fue la Transición a la democracia lo que nos costó tantos retortijones e insomnios?

Raimon goza por igual la variante dialectal y la unidad lingüística del catalán. Pero nunca se pelearía por el culto a la diferencia que tienen muchos de sus paisanos. Cuando hunde su mirada se pregunta, como si no fuera con él (y no va con él), si no hay otras vías que la independencia o quedarnos como estamos. Es un tercerista; lo es por definición, porque nunca es blanco o negro. Siempre hay matices, como en los dulces valles de Euskadi (tots el colors del verd), cuya imagen el cantante lleva a cuestas en una entraña indefinida, mezcla de retina y corazón.

Raimon es la lucha contra la desmemoria; Llach es el jolgorio de la deshistoria. Son la guerra social frente al estandarte; el fragor frente a la bandera; el rojo encendido del valenciano frente al gorro frigio del de Porrera

El camino se anduvo, certifica el notario. Raimon revive aquel 18 de mayo en la Complutense de Madrid arrasado por la irrupción de la caballería gris; renueva el patio de la Central, a menudo convertido en cuadrilátero; el bello Pedralbes, embocadura de tanquetas y olor a goma quemada; el Odeón de París (¡ce-n’est qu’un debut, continuons le combat!) y siempre el Palau. En este último proscenio, Raimon ha mostrado el rigor moral e intelectual de un trovador alejado del ajetreo de los que dicen defender la libertad de un país que monopolizan, pero que no les pertenece.

"No soy independentista", ha dicho Raimon bien claro muchas veces, aun aceptando la confusa barrera que separaría una consulta por el derecho a decidir, siempre que no esté decidido de antemano, que lo está, por parte de sus promotores. Se ha callado por prudencia --¿podemos censurárselo en plena ducha escocesa?-- ante la gran tautología catalana.

Raimon es la lucha contra la desmemoria; Llach es el jolgorio de la deshistoria. Son la guerra social frente al estandarte; el fragor frente a la bandera; el rojo encendido del valenciano frente al gorro frigio del de Porrera; el grito frente al mito; la renuncia al folclore frente al baño fácil de multitudes; el resentimiento frente a la obra.